¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE DECONSTRUCCIÓN?

I: Ni esto ni aquello

 Si un extraterrestre viniera a la Tierra, aprendiera nuestro idioma y nos preguntara “¿qué es la deconstrucción?”, tal vez la respuesta más adecuada sería que la pregunta está mal formulada. El extraterrestre seguramente nos miraría con cara de hastío o de incredulidad y quizás cederíamos a la tentación de elaborar una definición. Esto supondría dos caminos posibles. En primer lugar, podríamos optar por desentendernos del problema y afirmar que se trata de una corriente de pensamiento de la segunda mitad del siglo XX o de un concepto al interior de una corriente vinculada con un señor llamado Jacques Derrida. Murmuraríamos algo de la metafísica y de la historia de la filosofía y el visitante asentiría, aunque probablemente nosotros no estaríamos satisfechos. Entonces aparece la segunda posibilidad: construir una definición que intente abarcar la complejidad conceptual del fenómeno. Nos preocuparíamos entonces por no asesinar a la deconstrucción de una cuchillada metafísica (una definición) dada a traición por el lenguaje (batalla que, como afiliados al pensamiento derridiano, sabemos siempre perdida, pero loable). El resultado será indefectiblemente un párrafo viscoso, inestable y dudoso. En este caso, nuestro extraterrestre será el que quede insatisfecho (y probablemente también nosotros).

El verosímil es un poco precario, pero la escena nos ubica rápidamente frente al problema del lenguaje en la deconstrucción: definir, conjugar el verbo ser en la tercera persona, singular y presente (decir que algo es tal cosa) constituye el gesto metafísico por excelencia. A partir de ello creemos atravesar la membrana del lenguaje hacia el mundo en sí, un mundo ajeno a las palabras pero que parece plausible de ser recuperado y traído hasta nosotros por ellas. Es fácil notar que cuando decimos “tal objeto es una lapicera” corremos el riesgo de olvidar que lapicera es también y antes que nada, una palabra. En la deconstrucción, el lenguaje y el mundo se pegotean y se confunden en lugar de repartirse esferas de influencia y de encontrarse en ciertos puertos.

Si quisiéramos escapar de esa trampa, encontrarnos con el mundo real, por ejemplo refinando el lenguaje, tratando de hacerlo más preciso, más exacto, ajustando los mecanismos de la representación hasta volverla lo más transparente posible (tarea a la que se entrega una buena porción de la filosofía desde principios del siglo XX), entonces estaríamos igual de empantanados que antes. El lenguaje saca a relucir siempre y ante todo su materialidad de sonido o de trazo. Su representatividad o la asignación de una referencia se verá siempre entorpecida, retardada, desconfigurada por la latencia de su materialidad que lo denuncia y lo delata como artilugio. Más aún: ese artilugio es entonces todo lo que tenemos, no hay un más allá donde sí nos encontraríamos con cierta verdad o con el mundo desnudo. Volviendo al ejemplo de la lapicera: como mínimo, antes de creer que hemos atravesado el lenguaje al nombrarla, como si se transparentara el objeto detrás de la palabra, algo nos recordará siempre que estamos ante un conjunto de trazos, unas letras amontonadas, un juego de luces si se trata de una pantalla. Suponer un más allá será siempre un ejercicio metafísico.

El problema es que no hay modo de abandonar el lenguaje, como quien dice “yo no juego más”. Entonces, ¿para qué queremos la deconstrucción, que parece enviarnos directamente a un agujero negro en términos pragmáticos? En verdad, esta perspectiva encierra una potencia política de magnitudes nucleares. La metáfora funciona en dos sentidos complementarios: el núcleo del átomo es ínfimo, invisible, imperceptible, solo localizable indirectamente, pero a la vez encierra una cantidad de energía que parece propia de elementos más grandes. En el detalle, en la fisura, se encuentra la potencia de una explosión enorme. La deconstrucción nos da las herramientas para desarticular toda teleología, toda promesa absoluta, toda inevitabilidad y todo origen (todo aquello que se presenta como por fuera del lenguaje, como originario o necesario), pero no lo hace como un ataque desde fuera: no es un arma que se usa contra un enemigo y que puede matarlo. Es (aquí la traición del lenguaje) más bien una estrategia de lectura que consiste en enrarecer el aire que respira un concepto, una tradición o una práctica hasta que por sus propios poros emerjan sus contradicciones, sus inconsistencias, sus presupuestos olvidados o naturalizados, su carácter de artilugio lingüístico. Sin embargo, el objetivo no es aniquilar, olvidar o invalidar aquello que se deconstruye: no vamos en busca de una verdad ulterior o superadora. Nada hay más allá de esas contradicciones, esas inconsistencias y esos olvidos. El gesto vale por sí mismo y ofrece la apertura a nuevas lecturas, abre nuevos posibles que antes resultaban impensables. Lo que se deconstruye no muere a condición de no ser ya nunca más igual a sí mismo.

II: Derivas deconstructivas

Ahora bien, en su relativamente corta vida, la deconstrucción ha formado parte de diversos universos de reflexión y ha servido para complejizar estructuras teóricas (por ejemplo, para algunos sectores del marxismo o de los estudios de género). Esto quiere decir que la deconstrucción funcionó y funciona allí como una señal de alarma ante los peligros de la ingenuidad metafísica (que es, por derecho propio, una ingenuidad política): allí donde se dice haber encontrado la base de las bases, la raíz de las raíces, el devenir de los devenires, la deconstrucción advierte que nos encontramos al filo del lenguaje y que, si lo olvidamos, corremos el riesgo de reproducir siempre aquello contra lo que peleábamos. La deconstrucción puede ser pensada como una estrategia que derriba los cimientos de toda metafísica fascista: si no podemos obviar el lenguaje, es como mínimo discutible cualquier afirmación absoluta sobre el mundo (religiosa, nacionalista, etc.).

Si la potencia política de la deconstrucción depende de estos factores que acabamos de mencionar, algo de esto parece haberse diluido en los últimos tiempos en las reflexiones vinculadas directa o indirectamente al pensamiento de Derrida. El fenómeno tiene al menos dos partes que podemos ahora describir.

Por un lado, deconstrucción es ya una palabra de dominio público: con esto quiero decir que no se trata de un concepto académico solamente, presente en libros de filosofía y teoría literaria, sino que se ha desplegado por el resto de la discursividad social a una velocidad vertiginosa y se ha convertido en una suerte de credencial de cualquier movimiento que se disponga a luchar contra algún tipo de dominación o violencia. Las calles, dicen algunos, se han apropiado de la deconstrucción, la han hecho suya, celebremos.

En las marchas, en las redes sociales, incluso en la intimidad de las relaciones afectivas de cualquier orden, la palabra deconstrucción parece presentarse como una alternativa ética: el bien estaría de su lado. La operación deconstructiva (o al menos su promesa) funciona como una garantía: usted está políticamente en la izquierda, pero ademaś, usted está en la buena izquierda, la auténtica y la más profunda, la única que esquiva todos los males que padecen las izquierdas profanas.

Por otro lado, una parte de la academia ha decidido celebrar casi incondicionalmente esta especie de democratización de la deconstrucción. Las calles gritan, las partículas del pavimento tiemblan ante el furor deconstructivo que amenaza con desarticularlas para darles un nuevo orden o un no-orden a ellas y a todo lo demás. La sopa conceptual marxista se va impregnando de peripecias lingüísticas cada vez más sofisticadas y las calles denuncian las múltiples opresiones, tantas como sujetos haya. La academia se mira entonces a sí misma y se percibe obsoleta, petrificante, retrógrada: las calles han tomado la posta y ahora dirigen, a su modo y con sus propias herramientas, el devenir de, digámoslo de este modo, la politicidad. Es más: siempre lo hicieron. La deconstrucción, el significante deconstrucción, aparece entonces apenas como un aporte, un punto de fuga a partir del cual construir otro mundo posible.

Estos dos aspectos, la democratización de la palabra y la algarabía de la academia que se siente aliviada de participar por fin del mundo, son el efecto superficial de un mecanismo que conviene esbozar y someter a consideración: se ha fabricado (de un modo anónimo y acéfalo, pero no por ello menos ingenuo) la idea de que la deconstrucción viene a salvarnos. Esto aplica a las calles, pero sobre todo a la academia, donde resulta quizás más peligroso. Nadie admitirá su participación en un mesianismo ingenuo: todos diremos siempre en la academia que en realidad las cosas son más complejas, que no tenemos una concepción lineal del tiempo o que en todo caso son las calles las que llevan la batuta y que, por tanto, corresponde callar o alentar o acompañar humildemente. Sin embargo, en la palabra deconstrucción parece resonar espontáneamente la promesa de una liberación, al menos para aquellos que se ubican o se quieren ubicar en la izquierda del espectro político.

Conviene ser muy precisos en esto: está claro que la deconstrucción puede ser pensada como un arma contra el fascismo en cualquiera de sus formas y, de hecho, es un arma muy efectiva. El problema es que no es lo mismo decir que se trata de una estrategia política efectiva a suponer que viene a ofrecernos un mundo (y/o una subjetividad) mejor. Si la pensamos como una suerte de camino hacia el Bien, si ella es el Buen Camino, si ella nos dará las claves para ser siempre mejores, si suponemos que en ella se esconde el Método para la liberación (de cualquier orden), entonces ya la hemos aniquilado. De formas sutiles y sofisticadas estaremos pronto defendiendo esencias, ideales y mandatos.

Quizás, he aquí una propuesta, la academia no es (o no tenga que ser) necesariamente ni siempre ese lugar sombrío donde las buenas ideas se convierten en productos que se repiten una y otra vez hasta perder completamente el sabor. Quizás le cabe otro rol que no es ni el de repetir burocráticamente cada palabra que pronuncia hasta la eternidad ni el de acompañar a las multitudes incondicionalmente mientras se azota a sí misma en la espalda por su gran pecado, el elitismo. Es posible que la academia se corra de la lógica binaria con la que parece verse sucesiva o simultáneamente a sí misma para intentar un movimiento modesto y audaz a la vez: deconstruir la deconstrucción que ha engendrado.

Hay que recordarlo: puede ser muy difícil definir ese gesto, pero seguro que no consiste en negar u olvidar lo ya hecho. Las calles se han apropiado del significante y han construido su propia deconstrucción, con sus efectos políticos y sus presupuestos. Entre salir al ataque en nombre de cierta pureza deconstructivista (cosa completamente absurda) o sumarnos a aplaudir o a participar de la fiesta de la liberación deconstructiva, se encuentra el espacio para un gesto otro. Deconstruir es un verbo tramposo: parece una acción racional orientada por unos ciertos objetivos ya previstos. Vamos a deconstruir algo. De ahí la facilidad con que se asocia la deconstrucción al pensamiento crítico o a la revisión histórica de un concepto o una práctica. No obstante, es posible que ese gesto otro se corresponda con una otredad diferente: la que no se deja atrapar por la dualidad del ser y la nada. Si deconstruir no es una acción programada, definible, comprensible y previsible, tampoco es la ausencia de toda perspectiva o método. Por eso podríamos tomar la siguiente precaución derridiana que consiste en someter la deconstrucción a tachadura. Así, al leerla recordaremos esa pequeña incomodidad de lo que es a la vez impreciso y necesario:  ̶d̶e̶c̶o̶n̶s̶t̶r̶u̶c̶c̶i̶ó̶n̶.

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