BIOLOGÍA SOCIAL

En el guirigay habitual de la sala de espera de los detenidos, puede escuchar con claridad el crujido de la bisagra oxidada. Ese sonido siempre era como un silenciador o como si uno, a través de ese ruido, apretara la tecla “mute” del control remoto. Por unos segundos se generaba un silencio de misa, hasta que ingresaba el nuevo imputado.

Todos los que estaban esperando para ser atendidos, escaneaban al nuevo integrante que pasaría a formar parte de la sala de espera. Lo observaban con detenimiento. El primer paso en el algoritmo que usaban, era valorar si lo conocían o no. El segundo, si tenía algo para manguear (principalmente puchos). En caso de que la respuesta fuera positiva, el siguiente escalón era solicitarlo por las buenas o sacarlo por las malas. Era habitual que se reencontraran en la sala de espera algunos viejos amigos, e inclusive también algunos viejos rencores. No era infrecuente escuchar puteadas, empujones, escupitajos, patadas. Y en este punto, el del acercamiento físico y verbal, la policía mediaba (o no), en ese mini show. Si se querían divertir, los dejaban pelear un rato. Si no, les pegaban para que se calmen.

En esa habitualidad, escuché una frase que seguramente la había oído otras veces, pero ese miércoles la interpreté por primera vez. No sé si fue porque justo la semana anterior había tenido que dar una clase en la facultad sobre el tema y relacioné los conceptos o qué pasó, pero ese miércoles comencé a entender cómo venía la cosa. Por primera vez me cayó la ficha de la replicación de los sistemas. Una pregunta que le hizo un detenido a otro, fue la llave maestra que destrabó la cerradura de mi cabeza y me permitió entrar para interpretar el sistema judicial.

-¡¿Qué hace´ bro?!

-¡Eeeehhh!, ¿cómo andai papá? No te doy un abrazo porque tengo los “ganchos” puestos.

Así les decían a las esposas. Ganchos que los enganchaban unos con otros, muñecas a muñecas. Cuando ingresaban al consultorio para que le realice el examen médico-legal de lesiones, los policías me preguntaban:

-¿Le saco las medidas de contención doctor?

Yo, sin mirarlos, asentía con un movimiento pendulante de cabeza, como esos gatitos o perritos de plástico que suelen tener los taxistas. Ni bien terminaba el examen y lo sacaban al imputado del consultorio, escuchaba que un policía le decía al otro:

-Ponele los ganchos al “caco”.

Eso era lo habitual, no lo normal. Sigo tratando de resistirme a decir que ciertas cosas habituales son normales. La pobreza, por ejemplo, en los últimos años se hizo habitual en nuestro país, pero no es normal. Así se podrían nombrar muchísimos ejemplos. No es normal la delincuencia, la corrupción, la manipulación de la información, la injusticia, el hambre. Nada de eso es normal, pero reconocerá usted la habitualidad de lo que le nombro.

Después del silencio que le siguió al ruido de la bisagra, parecía que el tiempo se hubiese detenido. Al ratito, hubo un sonido que reinició el tiempo. Ocurrió algo que me dio la misma sensación que cuando era chico, e íbamos junto a mi abuelo a realizar reparto de pedidos de fiambre a los pueblitos del interior de la provincia. Una vez que terminábamos, parábamos en un barcito viejo, y como solía ser el horario de la siesta y aún no habíamos almorzado, tomábamos un café con leche y comíamos un sándwich de jamón crudo con manteca. Era descomunal esa combinación. Y mientras escribo esto, voy sintiendo aquel sabor que nunca más volví a probar. Era un bar de medio pelo, con aspecto lúgubre, la puerta con el tejido mosquitero roto, por donde entraba y salía el perro del suelo. Siempre había algunas telas de araña en los rincones de las ventanas, el techo, las lámparas. Detrás de la barra, había una heladera enorme como la de las carnicerías actuales, pero con puertas de madera.

Con mi abuelo teníamos muy poco diálogo. Él demostraba su cariño con enseñarte a manejar, llevarte a comer algo rico, comprarte unas Rhodesias. Jamás un abrazo o una caricia. De todas maneras, no lo necesitaba, porque creo que él sabía resignificar el amor con estos detalles.  

Esas meriendas precoces en aquel bar generaban una mística impresionante. Entrábamos y nos sentábamos en la mesa que daba a la ventana de la calle. Tenía sillas de caño y la mesa siempre parecía entre húmeda y engrasada. Recuerdo el mozo arrimándose con una rejilla blanquísima, y en dos o tres movimientos de abanico, limpiando la superficie. Se podía sentir ese olor penetrante a lavandina que quedaba, y era el preludio a una frase que, hasta el día de hoy cuando la escucho, me transporta a ese Bar, en Arias. El mozo (que también era cocinero, cantinero y fontanero), con impecable raya al costado, peinado a la gomina, y perfectamente afeitado, nos decía:

-¿Les preparo lo de siempre?

Con ese “lo de siempre”, resumía el café con leche y el sándwich de jamón crudo con manteca. Mi abuelo asentía con gesto cómplice, también moviendo la cabeza como si fuese la mano de uno de esos gatitos japoneses de la fortuna. Después, inmediatamente, agarraba el diario que estaba en alguna mesa cercana, y comenzaba a hojearlo como si yo no estuviera. En esos minutos, el silencio era sepulcral. Miraba para afuera, ponía mis manitas debajo de los muslos y las apretaba contra la silla mientras balanceaba los pies que me quedaban en el aire. Bajaba un poco el mentón y escrudiñaba con la vista a mi abuelo por si en algún instante me miraba y quizás me decía algo. Su presencia imponía respeto. Ese silencio, se veía interrumpido por dos cosas, una era la llegada de la merienda, y la otra, la más significativa para mí, era el ruido que hacía el motor de la heladera cuando arrancaba. Pensaba en ese momento que era el motor que reiniciaba el tiempo, y nos sacaba del ensimismamiento en el que habíamos caído desde la llegada del diario. Con ese ruido, antes de la llegada del cafecito, el viejo levantaba la mirada y me hablaba:

-¿Está bien usted? –me decía.

Y ahí, yo entre nervioso y ansioso, me abatataba para iniciar alguna charla. En esa demora, él bajaba otra vez la vista al diario, y yo perdía mi chance. Tenía que esperar que llegara el café.

Treinta años después, ese miércoles, estando en el consultorio, aquel pequeño diálogo que se inició con un “que hace´ bro”, fue igual que el motor de la heladera en el Bar. Rompió el silencio y siguió con algo que nunca esperé. Voy a tratar de reproducir lo más fidedigno que recuerde aquella situación.

-¡¿Qué hace´ bro?!

-¡Eeeehhh!, ¿cómo andai papá?. No te doy un abrazo porque tengo los ganchos puestos.

-Relaja… ¿Por qué caíste?

-Una tentativa de hurto. Una gilada. Salgo en una semana como mucho. ¿Vos?

-Por lo mismo… Caí a propósito. Pasa que tenía que hacer entrar unas cosas para mi hermano. Le llevo merca, para que se haga unos mangos ahí y pueda comer algo como la gente. Y que le cuiden el culo además. Sino el poronga lo va mandar a hacer cagar.

-¡Que mocazo! ¿Está en Bower él?

-Sí, hace un año y medio cayó. Está por un homicidio. Así que le queda para rato todavía.

-Uh!, le vas a tener que pedir al “tordo” que te mande a Bower entonces.

Al escuchar ese diálogo, pensaba en la cantidad de palabras y las interpretaciones. Manguear (pedir), bro (contracción de Brother=hermano), ganchos (esposas), caer (quedar detenido), gilada (cosa sin importancia), merca (cocaína), poronga (el que manda), mocazo (error grave), cuidar el culo (proteger la espalda), hacer cagar (golpear o matar), tordo (doctor), ortiba (“buchón” o delator) y el listado podría seguir. Realmente era una nueva forma de hablar que había aprendido a interpretar con el correr de los años. No estaba escrito en ningún lado. Era como una transferencia cultural en terreno.  

De repente, un policía ingresó al consultorio y me dijo:

-¿Le hago pasar uno, doctor?

-Dale, el que sigue, por orden de llegada.

El oficial salió del consultorio e interrumpió el diálogo entre ellos:

-¡Cierren el orto; Carballo, parate y pasá con el doctor!

De nuevo, silencio de misa. Carballo ingresó al consultorio, realicé el examen, describí las lesiones, puse los días de curación y le di como destino la cárcel de Bower.

Cuando ingresó el otro imputado que había sido parte del diálogo, procedí de la misma manera. Pero justo antes que finalice el informe, me interrumpió de manera abrupta y me dijo:

Oficial, ¿a dónde me manda?

Lo miré por primera vez a los ojos. Lo miré durante unos segundos.

-No soy “Oficial”, soy médico. Y no te mando a ningún lado. Sólo informo a la fiscalía que podés permanecer alojado en el complejo penitenciario. Ellos van a decidir dónde vas.

-Disculpe Oficial –me respondió-. Pero a mí también me manda a Bower, como al Bryan Carballo ¿no?. Es como mi hermano. Nosotros siempre nos cuidamos el culo uno con otro. ¿Me entiende oficial?. No es el culo en sí. Es una forma de decir. No somos putos.

Lo miré y no insistí en explicarle algo que no estaba escuchando.

-No, vos vas al otro complejo penitenciario, por tus antecedentes. –y sin mediar más palabras, llame al policía para que lo saque del consultorio.

Ahí, casi implorando me pidió:

-No te ortibé, tordo, cambiá el lugar de destino. No te cuesta nada. Si no me manda´ a Bower, me van a hacer cagar. Ahí tengo una bronca no resuelta con otro interno y me la van a dar. Necesito estar con mi hermano que está detenido hace más de un año…

En esos segundos entre su pedido y el cierre del informe, me empezó a recorrer la angustia por cada uno de los capilares. Quién era yo para decidir el “destino” de esa persona. Podía hacerme el desentendido, pero sabía muy bien el código carcelario. Lo tenía bien claro. Lidiaba todos los días con presos, tanto en el consultorio como en la cárcel. Sabía que él tenía razón en lo que me decía. Pero a su vez, yo debía actuar objetivamente.

Le pedí al policía que lo retire del consultorio y terminé el informe. Mientras lo sacaba a los tirones desde las esposas, el imputado seguía mirándome y casi a los gritos pidiéndome que lo cambie de cárcel. No accedí.

Tres días después, en el pase de guardia, un colega me dijo:

-Anoche fuimos a Bower a buscar un muerto. Lo estrangularon con una sábana. Hace tres días que estaba detenido. Lo atendiste vos en el consultorio.

Me quedé tieso. Sabía muy bien de quién me estaba hablando. No podía articular palabra. Me quedé como si estuviese solo en mi departamento y de golpe escuchara que alguien pone la llave en la cerradura. Lo peor fue lo que agregó después de notar que yo no hablaba. Para tratar de llevarme tranquilidad, me dijo algo que tuvo el efecto totalmente contrario.

-Quedate tranquilo, pedimos tu informe y estaba impecable. No vas a tener problemas.

Es que justamente el problema no era lo escrito. El problema era lo no escrito; era lo verbal, lo gestual. Lo no dicho pero sí entendido. Ninguno de mis colegas sabía de esa conversación en el consultorio. Los únicos dos testigos éramos el imputado y yo. Y uno de esos dos ya no estaba. Creo que por eso escribo esto. Es una forma de redimirme. Pero también es una manera de sacarme la culpa. Sigo siendo egoísta, una mierda. Pero es lo mejor que me sale por el momento.

Esa muerte, su muerte, me llevó a pensar que la biología se replica en diferentes escalas. La sociedad calca las formas microscópicas de la muerte.

Harto de repetir en las clases, hasta el cansancio, que la apoptosis es una forma de muerte celular programada genéticamente y ocasionada por la activación de endonucleasas, que no se acompaña de respuesta inflamatoria. Lo que había pasado con ese detenido, al fin de cuentas había sido una apoptosis, el poder judicial era la genética del sistema, y yo, como la endonucleasa, había catalizado su muerte. No habría respuesta inflamatoria alrededor, no habría escándalo público, porque nadie sabía de nuestra charla y esta muerte iba a quedar disuelta entra tantas otras.

También entendí que la cárcel, el sistema judicial, la policía, los abogados, los fiscales, los jueces, nosotros y toda la sociedad en general, actuamos a gran escala como un sistema biológico lo hace a pequeña, de manera microscópica.  Todo este complejo sistema actúa como un aparato autofágico celular, en el cual la propia célula digiere sus organelas para subsistir. Nosotros llevamos a la autofagia de algunos integrantes (los “delincuentes”), para que la maquinaria se mantenga con vida. Cada uno trata de subsistir, individual o colectivamente. Somos endonucleasas en apoptosis, isquemia en la necrosis, organelas en autofagia. No interesa quién, cómo ni por qué se muere, pero el sistema necesita muerte para subsistir.

Los “delincuentes” son la materia prima para que todo funcione. Son los engranajes clave de este mecanismo secuencial en cual, si ellos no están, todo se detiene. Sin delincuentes no habría policía. Sin delincuentes no habría abogados defensores ni querellantes. Sin delincuentes no habría jueces. Sin delincuentes no habría sistema carcelario. Sin delincuentes no habría sistema judicial. Sin embargo, nos quejamos y renegamos de este sistema del cual nosotros mismos somos los partícipes necesarios para que todo se perpetúe. Cada uno de nosotros es responsable de la fábrica permanente de la delincuencia, y su vez, de esos centros de perfeccionamiento delincuencial que son las cárceles. Funcionan desde la teoría con el aprendizaje “boca a boca” de las leyes, y el aprendizaje “mano a mano” cual tutorial delictivo. El sistema biológico va a sobrevivir a nivel celular y social. Como sea. No busca el equilibrio, busca nada más y nada menos que adaptarse para reproducirse y perpetuarse. La biología social es antropofágica.

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