LA MINORÍA
EDITORIAL
Sin anticipar ninguna referencia de tiempo, estoy seguro de que el lector sabrá localizar históricamente los eventos que describo a continuación. En primer lugar, hay un territorio en el que conviven dos etnias. No podríamos distinguir una “nativa” y otra “extranjera”, porque a decir verdad ambas cohabitan desde hace siglos. Ahora bien, guardan entre sí profundas diferencias que atañen menos a lo racial que a todo lo demás: profesan dos religiones diferentes, desarrollan prácticas culturales disímiles y hasta se visten distinto. En la intimidad de sus hogares y en las reuniones sociales, es frecuente escuchar que no hablan siquiera la misma lengua. Mientras unos usan un mismo idioma durante todo el día, los otros suelen reservar un código distinto para la comunicación entre pares.
Dos etnias bajo un mismo techo configuran una situación bastante usual en este mundo. Ambas convergen en las actividades políticas y económicas del país, como ocurre naturalmente, anhelosas de defender sus intereses. Y si bien es cierto que la convivencia no siempre es pacífica, y la historia de estos grupos está plagada de confrontaciones más o menos violentas (por motivos religiosos, económicos o de cualquier estirpe), aun así, podríamos decir que los hechos de la vida pública discurren con cierto nivel de normalidad.
Pero sería injusto decir que corren con la misma ventaja. Como suele ocurrir, uno de los dos bandos lleva decididamente la delantera. Tiene el control de los organismos de gobierno, de los medios de comunicación y de producción y sabe a partir de eso construir, cada vez que la ocasión lo requiere, un discurso legitimante a su favor. Se constituye, podríamos decir, como facción dominante. La desproporción va modelando lentamente el tejido social, se acentúa y se profundiza, hasta petrificar las jerarquías. Los que están en el poder (siempre) encuentran el modo de reproducirse, de conservar sus privilegios. Incluso durante los períodos de crisis.
¿Cómo se sostiene desde el discurso un poder semejante? Acentuando la rivalidad, por supuesto. Presentar a la facción contrapuesta como responsable por los males de la nación es una forma eficiente de acabar con potenciales opositores, claro, pero también el mejor remedio contra la responsabilidad. Hacerse de un chivo expiatorio para no tener que rendir cuentas. El grupo vulnerado se convierte en una minoría, poco importa qué tanta gente lo integre. Carga sobre sus espaldas con el peso de una culpa intrínseca e inajenable. El conjunto de la sociedad lo responsabiliza no sólo por lo que pasó, sino también por lo que pasará. La potencialidad de dañar el orden social es un rasgo inmanente, suficiente para suscitar rechazo (y sospechas). Su forma de vestir, su forma de hablar, su aspecto físico, sus rituales religiosos y hasta sus marcas identitarias, todo incomoda al discurso hegemónico. Sus cualidades, como el limo, se van depositando en las orillas del mainstream. Orbitan, se alejan del centro. Pierden valor, y, con ellas, también sus poseedores. De ahí la minoría.
Y así, muy paulatinamente, la violencia muta. Se va volviendo más física. Más sucia. Un día dos personas discuten, se golpean, alguien vocifera algún comentario racista. Al día siguiente un pogromo. Luego dos, después seis. La exclusión se acentúa. La minoría se recluye, se esconde, se dispersa. Se mete a las alcantarillas, a los sótanos. El Estado, en defensa del statu quo, sale a buscarla, con ayuda de muchos otros actores. Hay censura y se extingue el disenso. Hay encarcelamientos, asesinatos, violaciones, sentencias sumarísimas, desapariciones forzadas. La minoría es un ser execrable. Hay amputaciones y crueldades y toda clase de vejaciones. Muertes espantosas, públicas. La minoría no puede agotarse en muertes asépticas. Hay violaciones (creo que ya lo dije). Muchísimas.
Y así, en un par de meses, más de un millón de prisioneros en “campos de reeducación”, sometidos a trabajos forzosos en la industria, en beneficio de un puñado de empresas de proyección internacional. Verdaderos esclavos al servicio de la economía de un país sumergido en un conflicto estéril con el gigante del norte. Madres y padres, hijas e hijos, abuelas y abuelos, todos hacinados. Probablemente jamás vuelvan a verse.
La mayor parte no sobrevivirá.
Si por algún motivo el lector suponía que esta nota conmemoraba los 81 años del fin del Asedio de Varsovia, lamento desilusionarlo. Los eventos relatados se sitúan un poco más acá, digamos… en la actualidad. Les toca a los uigures de Xinjiang, en esta ocasión, enredarse en los bucles del tiempo.
Con desánimo pienso que la tarea de los historiadores del futuro será sencilla: consistirá en la metódica labor de cambiar las fechas y los nombres. La historia, por su parte, ya está escrita