ALGO HUELE A PODRIDO EN DINAMARCA, EN NUEVA DELHI Y EN LA HUMANIDAD
EDITORIAL
(Una lectura extrañada y conmovida de la miniserie “Delhi Criminal)
Si fuese un poco más conspiracionista diría que Netflix inventó la pandemia para que viajemos a través de su pantalla esterilizada antes que en un avión contaminado de personas.
Así, desde nuestro cómodo sofá, podemos ver (sentir?) cómo son las calles de Islandia congeladas, por qué no pagan niñeras lxs primerxs ministrxs daneses, en qué bosque entierran sus fantasmas los suecos, cómo se visten los millonarios en México, cuánto llueve en Galicia o, como el caso que nos ocupa, a qué huele Nueva Delhi. Pero ese es tema para otro artículo.
Hoy (existe el hoy día en este tiempo congelado en ceros y unos?) el tema que me moviliza a escribir estas palabras es la alucinante, extraña, cotidiana, simple, compleja, lúcida e inocente miniserie “Delhi Criminal” estrenada en el 2019 y que llegó a mi control remoto cuando el algoritmo de la plataforma más exitosa de streaming decidió que ya era mi hora. Y la I.A. a veces le pega.
Hay un crimen aberrante, hay una mujer a cargo de hacer justicia, hay una ciudad y una cultura milenaria omnipresente en cada cuadro como la niebla, humo, smog que te impiden respirar tanto como la trama. Hay conflictos que atraviesan fronteras, hay realidades y comportamientos inexplicables para estas latitudes e inentendibles desde el filtro instagramero de Hollywood pero que se pega a la piel como la transpiración de los policías que no cambian su ropa ni se bañan en cuatro días.
Hay urgencia, hay intereses políticos/personales tan al desnudo como las víctimas, hay furia contenida e impotencia manifiesta, hay sometimiento, hay poder, hay corrupción, hay subordinación. Y también… valor donde ya nadie creía que existía. Hay esposas sumisas pero no hay esposas policiales (recién caigo en cuenta del significado implícito de nombrar así a ese aparato de control tan común en nuestro podrido occidente), hay extrañeza en que dos policías no puedan tocarse para consolarse pero el captor lleva con las manos entrelazadas, cual si fuesen novios en una marcha del orgullo en Berlín, al brutal y asustado perpetrador a través de la multitud sedienta de una venganza tan propia como ajena.
Hay pobreza, más de la que se ve, hay invisibilidad de las castas oprimidas aún por los más progresistas, hay vergüenzas que pesan más que la culpa, hay tragedias individuales y dolores globales.
Hay comportamientos tan salvajes que llegan al punto de ser inexplicables y hay explicaciones muy simples, dichas por un lector de la cotidianidad que haría sonrojar a más de un filósofo de la contemporaneidad, dichas como al pasar en una polvorienta carretera de Rajastán. Una explicación tan certera que te deja helado como las cumbres del Himalaya o las calles de Madrid en estas épocas de calentamiento global, climático y social.
Nada es lo que parece y todo es tal como siempre fue… allá.
Lo local se mezcla con lo global en un cóctel explosivo donde sólo podemos ser víctimas o daños colaterales. Y en el fondo hay una batalla que se va ganando de a poco (está basada en hechos reales) sobre el patriarcado, el feminismo y el rol de cada uno es esta farsa que, como las sábanas de los sofisticados hoteles que rasgan en el primer capítulo para cubrir el cuerpo de la(s?) víctimas arrojadas a la alcantarilla en una autopista invisible, deja mucha tela para cortar (tomando prestada la frase que usó mi colega Guillermina Delupi para referirse justamente a este tema con el que cierro). Pero eso es carne para otro artículo que en algún momento habrá que tirarle a los lobos.
Véanla, jamás se arrepentirán. O tal vez sí, pero será tarde.