CRÓNICAS INQUILINAS
Más de cien años de alquiler. Es lo que se propone analizar Fernando Muñoz en su publicación más reciente: “La desigualdad bajo techo”.
Es que (apenas) cien años nos alejan del primer debate parlamentario sobre alquiler de vivienda en Argentina, de aquella primera ocasión en que se pusieron las cartas sobre la mesa y los intereses de los inquilinos demostraron que habían ganado al menos un modesto espacio en la arena política, ante la sorpresa e indignación de las sempiternas bancas propietarias.
Si bien el libro pone el foco específicamente en la ciudad de Buenos Aires, los sucesos que relata, comandados por fuerzas políticas de magnitud, por un conglomerado de agentes variopinto y por eventos que trascienden ampliamente la esfera local (desde lo macroeconómico hasta lo sanitario) pueden hacerse extensivos, no sin mediar excepciones, al resto del territorio nacional.
Fernando Muñoz es coordinador del Programa de Atención a Inquilinos de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pero, además, acumula una vasta experiencia en la política porteña. El autor, que hasta el año 2015 fue legislador de la Ciudad de Buenos Aires, se desempeñó previamente como funcionario de la Secretaría de Desarrollo Social de CABA, después de haber realizado una multitud de labores en la función pública que resultaría tedioso enumerar.

Interesados por la temática de la obra, tan inusual y a la vez tan necesaria, acreedora de una urgencia que parece siempre renovada, quisimos que fuera el mismo Fernando quien pudiera reseñarla brevemente en estas páginas:
“La desigualdad bajo techo” es un nombre que sintetiza los resultados de una investigación que recorre la historia del alquiler de vivienda hasta la actualidad. La pregunta, el disparador que me llevó a buscar hasta encontrar el origen de la desigualdad, tenía que ver con un contexto político dominado por una gran voluntad de mejorar la calidad de vida de los sectores populares, pero a la vez una gran incapacidad para controlar los sucesivos aumentos del suelo, de los inmuebles, de los alquileres.
Los fondos del ANSES daban un gran impulso a la construcción de barrios populares, pero su administración pasaba por una sociedad anónima bancaria, con presencia estatal y presidida por uno de los más importantes desarrolladores inmobiliarios: el mismísimo presidente de IRSA, Eduardo Elsztain. En esa disputa entre un mercado consolidado –favorecido por décadas– y un Estado siempre distraído y ausente ante el negocio fácil y los abusos de los intermediarios, surgió la idea de rastrear en la historia para encontrar cada paso de voracidad inmobiliaria: sus representaciones corporativas y políticas, los debates legislativos, los decretos de facto.
En la Ciudad de Buenos Aires se desarrolla la mayor especulación inmobiliaria desde hace ciento cincuenta años y se oculta la desigualdad social debajo de techos dignos con inquilinos que entregan más del 50% de sus ingresos al mercado inmobiliario. Por eso fue necesario investigar quiénes fueron los primeros beneficiados frente a la masiva avalancha de inmigrantes y la segunda ola especulativa en la posguerra. Y también el debate que impulsó el yrigoyenismo: el primer congelamiento de alquileres, la prórroga de contratos, la regulación ganada en casi tres años de discusión legislativa.
Después vino la década infame, con sus cifras record de hacinamiento familiar, Villa Desocupación y los primeros paradores. Hasta que la clase obrera, por primera vez en la historia, fue parte del poder. La Cámara de Alquileres, la reforma del Banco Hipotecario, los alquileres más regulados que nunca, una auténtica valoración de la vivienda como bien social hasta en la misma Constitución reformada en 1949.
“La desigualdad bajo techo” es la manera que encontré de reconstruir la memoria, de no olvidar que hubo Estado popular, y también Estado en disputa, y luego, en 1976, el desplome a fuerza de sangre y represión.
La nueva democracia ya había cambiado el lenguaje; casi como un pacto de caballeros, los partidos políticos mayoritarios obedecieron el mandato del poder, y pidieron disculpas públicamente en la discusión de la ley de alquileres alfonsinista: las palabras congelamiento, suspensión, prórroga, control, serían abolidas del diccionario político.
Tuvo que ocurrir una pandemia, una emergencia sanitaria igualable solo con la fiebre amarilla de la primera especulación, en 1871. Y la necesidad hizo que volvieran las palabras malditas a partir de un decreto presidencial, firmado en marzo de 2020. Pero el Estado ya no es el mismo. Desmantelado y colonizado por las ideas más conservadoras y al servicio de los poderosos, sigue sufriendo la amnesia que le inoculó el poder económico. La decisión presidencial, urgente, y representativa de casi 3 millones de hogares, no tiene quien la ejecute, la haga cumplir. En términos de alquiler, parecemos un país tironeado entre la voluntad y la indiferencia.
Pero por primera vez, desde la huelga de inquilinos de 1907, se hacen escuchar decenas de organizaciones de inquilinos de todo el país. Y el alquiler de vivienda ya es parte de la agenda pública. Este libro es apenas un aporte más en ese camino por el acceso justo.