YA NO CABEMOS EN UN NÚMERO

 

Están por iniciar las clases en Córdoba y con ellas un sinfín de exigencias para los pequeños escolares por parte del mundo adulto. Adultos que tienen un gran afán por cuantificar absolutamente todo, hasta lo que supuestamente se aprende en las instituciones educativas, que, al mismo tiempo, continúan avalando estas arcaicas formas de homogeneizar por medio de la calificación.

Todos los que en algún momento de nuestras vidas hemos atravesado la educación formal, sabemos lo que ha sido afrontar un sistema evaluativo que nos etiqueta con un número, una “nota”, que generalmente dista de lo que uno logró o no aprender.

Sería imposible aquí realizar un análisis completo y profundo sobre la evaluación, dada la complejidad del tema, pero intentaré que podamos reflexionar sobre la necesidad de cambios estructurales, para que dejemos de ser esa etiqueta de número que discrimina, excluye y anula las singularidades.

Según la Real Academia Española, la palabra “evaluar” es la posibilidad de “Calcular el valor de algo” y de “Estimar los conocimientos, aptitudes y rendimiento de los alumnos”. Por supuesto que esta definición resulta incompleta cuando nos referimos a una escuela (y sobre todo de nivel primario), ya que parece lejana a las realidades escolares de los niños y a la búsqueda de aulas diversificadas1 que es uno de los grandes objetivos de la pedagogía actual.

Sin embargo, actualmente y en la mayoría de las escuelas, aún se conservan procesos evaluativos tradicionales que intentan constantemente homogeneizar los procesos de aprendizaje. De esta manera se evalúa a todo un grupo en el mismo momento, en el mismo lugar y de la misma forma. Niños y niñas de primer grado que recién ingresan a la estructura del sistema formal de educación, se encuentran siendo evaluados de esta forma frustrante y meramente cuantitativa.

Ante esto, es común ver a docentes explicar un tema, reforzarlo y luego al finalizar y para concluir, presentan un documento a sus educandos, generalmente escrito, en donde se pone a prueba cuánto recuerdan de lo estudiado. Ésta es la manera con la que consiguen calificar cuánto saben; como decía la definición: “estimar los conocimientos de los alumnos”. Allí no importa el contexto, la diversa manera de acceder al conocimiento, ni las emociones de los sujetos; pues se trata de un momento de deshumanización en el aprendizaje. De esta manera, se toma a la evaluación como el punto final del proceso, en donde se decide con un número y algunos tachones en color rojo, si aprendiste o no, con casi nula posibilidad de retroalimentación.

Desde este posicionamiento, evaluar, es la posibilidad de sancionar el error. Lo que se evalúa generalmente es “lo que el estudiante hizo de forma incorrecta”, pues para llegar a la calificación se cuantifican justamente los errores. El foco no está en las potencialidades de los estudiantes, sino en lo que les falta, en lo que no saben, en lo que se equivocan, en lo que no consiguen.

Hasta aquí nada nos sorprende… ¿verdad? Pues es por lo que todos hemos pasado alguna vez: una evaluación tradicional enfocada en valorar la reproducción memorística de contenidos, sin dar lugar a la reflexión, a la crítica, a la creatividad y a la singularidad que nos hace ser más que un simple número.

Y es que, la principal búsqueda de este modelo de evaluar, es la promoción. Es decir, la certificación o no certificación de los estudiantes, aprobar o no aprobar.

¿Qué hacemos entonces frente a esto? Si bien es cierto que por la estructura de nuestro sistema educativo no se puede dejar de lado la evaluación tradicional o “sumativa”; también es cierto que no puede ni debe ser la única forma. Se debe cuestionar la evaluación con la misma importancia en la que se seleccionan los contenidos, las actividades, las capacidades que los estudiantes pondrán en juego. Los mecanismos de evaluación no pueden ser fijos, estándares ni homogéneos. La escuela no se puede limitar a eso, a pesar de las obstaculizaciones administrativas y burocráticas a las que se encuentra expuesta.

Para que esto suceda debemos poder centrarnos en cada realidad, en cada grupo y en cada estudiante. En cada una de las maneras de aprender, en cada una de las maneras de interactuar en el aula, cada uno con su historia, con sus emociones, actitudes, tiempos, con su contexto, sus problemáticas y también con sus potencialidades. Pues parece imposible que todo eso pueda caber en un numerito.

En nuestro país, la llegada de la pandemia desenmascaró la notable desigualdad en las posibilidades de acceso a la educación formal y con ello, los educadores y planificadores de las políticas públicas, se vieron forzados a alejarse de la calificación como única herramienta para poder evaluar, intentando implementar lo que se conoce como “evaluación formativa”.

La autora e investigadora Rebeca Anijovich expresa que “El objetivo de la evaluación formativa es ofrecer orientaciones y sugerencias a cada estudiante durante el proceso de aprendizaje, cuando todavía hay tiempo para mejorar algún aspecto de dicho proceso” (2011: p11)2. Es por ello que más que calificar a los estudiantes por sus resultados, este tipo de evaluación formativa, invita a que los docentes puedan identificar tanto las dificultades como potencialidades de los educandos y que, en base a eso, puedan continuar aprendiendo. La evaluación como parte del proceso, no como instancia final.

Para ello debemos diferenciar cuál es la finalidad que tendrá la evaluación: ¿Será para promover a los estudiantes y que los mismos puedan avanzar de forma lineal y mecánica en el sistema educativo formal? ¿O será para aprender y desarrollar capacidades fundamentales que luego sirvan para la vida cotidiana?

Si nos orientamos por la primera, podemos seguir escuchando o reproduciendo frases como “Yo enseño, el que me sigue bien y sino lo lamento”. (No me digan que no lo escucharon alguna vez). Pues no será más que una forma de seguir perpetuando un sistema excluyente y que sólo funciona para unos pocos. Si en cambio, nos orientamos en la segunda posibilidad, entonces se debe tener en cuenta a la evaluación como una instancia de aprendizaje respetuosa de las individualidades y las necesidades de quienes aprenden. Aquí nos situamos en pensar en la evaluación como una OPORTUNIDAD para todos y todas.

La evaluación desde una perspectiva inclusiva y de retroalimentación, deja de ser un formato rígido y estándar, para pasar a ser un proceso que nazca con el grupo, que crezca con ellos y culmine siendo lo más significativo posible para cada uno de los sujetos involucrados en él.

¿Cómo nos podemos posicionar como padres, madres, docentes o estudiantes frente a esta posibilidad de no ser sólo una mera etiqueta numérica?

Ante esto, como adultos que acompañan el proceso de algún niño escolarizado, se debe comprender que lo que se aprende significa más que la calificación y que aprender y aprobar no siempre van de la mano. Presionar a los niños con las calificaciones ya no tiene sentido en este mundo que necesita personas empáticas, creativas y con capacidades diversas. Ya no tiene sentido ser etiquetas con numeritos que sólo memorizan lo que algunos quieren que se memorice. Además, transitar sin frustraciones

Como educandos, se puede saber que el trayecto puede ser mucho más rico de lo que es y que están en su derecho de exigir que las políticas educativas hagan algo al respecto.

Y como educadores, podemos reflexionar y accionar en cuál de los caminos queremos elegir: El de la reproducción de un sistema que ha caducado para tener una fila de números en nuestras aulas estáticas, o el de la transformación para mejorar la confianza de quienes aprenden y acompañar los trayectos escolares desde una mirada humanizadora. Una mirada que pueda motivar, dar lugar, potenciar. Que pueda desentrañar las etiquetas y ver más allá del número que con tanto afán nos enseñaron a colocar.

Reproducir o transformar, esa siempre es la cuestión en educación.

 

1 En pedagogía se llama aulas diversificadas a la posibilidad de garantizar que todos los estudiantes, aunque tengan diferentes patrimonios culturales, con diferentes vivencias entre sí, puedan crecer y aprender; y que en esa diversidad, los docentes deben proporcionar a cada individuo diferentes modalidades de aprendizaje, ritmos diversos y varios niveles de complejidad. (Tomilson, 2008)

2 Anijovich R & González C. (2011) Evaluar para aprender: conceptos e instrumentos (1ra edición) Buenos Aires, Argentina: Editorial Aique

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