UCRANIA PARA PRINCIPIANTES
“Rusia no empezó la guerra. La está terminando” describió la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Confederación Rusa, María Zakharova. Y algo de razón tiene.
Quienes prefieren interpelar la realidad hegemonizada encuentran en el unánime apoyo de occidente a Ucrania un cono de sombra cuya ecuación no termina de resolverse. Mucha bandera celeste y amarilla en las canchas de fútbol, mucha pancarta insultando a Putin, mucha sanción económica, mucha gente rubia llegando a las fronteras, mucha planta nuclear a punto de colapsar, mucho líder primermundista amenazando con el dedo y mucho “zoom” con licenciados. Analizar un conflicto armado demanda alejarse de la tendencia de los Mass Media y bucear un poco en los fluidos cloacales de la historia y la geopolítica internacional. Cuesta creer que de la noche a la mañana, un líder mundial del calibre de Vladimir Putin (cuantitativamente, no cualitativamente) haya enloquecido, evocando un maléfico Dr. No psicópata y posmoderno que pretende apoderarse del mundo mientras se frota las manos frente a una botonera roja, al punto tal de poner en riesgo todo el endeble equilibrio de poder mundial.
Para los más distraídos, esta es una guerra floja de papeles. Tan floja como la invasión de Estados Unidos a Irak en 2003, so pretexto de desmantelar armas de destrucción masiva que solo existían en la imaginación –o la ambición- de George W. Bush. Lo cierto es que ni Biden, ni Europa, ni Putin, ni Zelensky están en condiciones de mostrar los libre-deudas catastrales de ese gran polvorín huérfano de mentores que se llama Ucrania. Con solo ver el mapa de operaciones, advertimos la estrategia del presidente ruso: ocupación de la zona del Dombás y de una franja que la comunique con la península de Crimea, un lógico sitio a la capital Kiev para presionar al gobierno y la ocupación de la región de Odesa, el puerto más importante de Ucrania sobre el Mar Negro, que evite -si Ucrania finalmente ingresa en la OTAN- la presencia de portaviones yanquis merodeando su “Mare Nostrum”. La finalidad es clara. Rusia no quiere más ojivas enemigas en el jardín de su casa. Así como Kennedy resolvió en 6 días la crisis de los misiles cubanos en 1962, Putin lleva 20 años advirtiéndole a occidente su postura. Pero occidente no escucha, nunca escucha. A excepción de Donald Trump, que consideraba que mantener el escudo misilístico apuntando a Moscú era un pésimo negocio para Estados Unidos (amenazando con dejar a Europa librada a su suerte) nadie más se hizo eco de los reclamos de Vladimiro. Reclamos, inclusive, que datan de la época de Mikhail Gorvachov, quien con una lógica irrefutable, le planteó a Ronald Reagan que, disuelta la URSS y el Pacto de Varsovia, y habiendo entrado Rusia en el concierto de naciones capitalistas, sostener la OTAN activa era un despropósito. Pero Europa no escucha. Nunca escucha. Como no escucha los gritos desesperados de millares de refugiados de África y Medio Oriente que desde hace años se desgracian en las costas de Lampedusa.
Dos Ucranias
La otra causa de este conflicto es un poco más compleja. Desde su independencia en 1991, Ucrania es un país inflamable. Su ubicación estratégica la convierten en un fusible inestable entre dos culturas, dos idiomas y dos etnias encontradas. En términos generales, los habitantes de la mitad oriental se autoperciben rusos mientras que los de la mitad occidental profesan el nacionalismo ucraniano pro-europeo. El fósforo se encendió en noviembre de 2013 con la suspensión del Acuerdo de Asociación y Libre Comercio de Ucrania con la Unión Europea, que dio lugar a reacciones y disturbios en Kiev, en lo que se conoció como Euromaidán o Revolución de la Dignidad y que derivó en el derrocamiento del presidente pro-ruso Víktor Yanukóvich. A partir del Euromaidán, la población ucraniana se radicalizó. En un virtual empate técnico el 38% de los ciudadanos apoyaban una asociación con Rusia, mientras que el 37,5% se inclinaba por un acuerdo con la UE. El mayor número de pro-europeos se encontraba en Kiev (donde se desencadenaron las protestas) con un 81% de adhesión, mientras que a medida que viajábamos hacia el este ese número decrecía hasta el 18%, en la zona del Dombás y Crimea. Para tener una idea más acabada, podemos decir que la ciudad de Leópolis (cuna del nacionalismo ucraniano) ubicada a 50 kms. de la frontera con Polonia tiene una relación de 9 ucranio-parlantes por cada ruso-parlante mientras que en ciudades como Mariúpol o Sebastopol esa relación se invierte.
A partir de los sucesos de noviembre de 2013 se desencadenan una serie de conflictos políticos que derivarían en una guerra intestina cruel y devastadora, particularmente en la región oriental del país. En 2014, aprovechando el clima social y para alivio de sus habitantes, Rusia se apodera de Crimea, región estratégica por excelencia ya que es el único puerto operable todo el año de la ex URSS y base de su flota del Mar Negro. Casi paralelamente se inicia la Guerra del Dombás, cuyas dos principales ciudades, Donetsk y Lugansk, declaran sus respectivas independencias, conformando sendas repúblicas populares, jamás reconocidas por el gobierno ucraniano ni por Naciones Unidas. A partir de allí y durante los próximos 8 años el escenario será una sucesión de ofensivas y contraofensivas, de brigadas ultranacionalistas ucranianas intentando controlar las repúblicas rebeldes y de milicias rusofilas tratando de repelerlas, con todas las treguas fallidas, acuerdos incumplidos, pactos violados, escaladas de violencia, exilios, refugiados, crisis humanitarias y crímenes de lesa humanidad que supone cualquier guerra. Grupos paramilitares de ultraderecha como el Batallón Dombass y el Regimiento Azov (fervientes reivindicadores de la figura de Hitler y cuyo escudo se parece demasiado a una esvástica) se cansarán de sembrar el terror sobre la población de las ciudades del este, con un saldo -desde 2014 hasta la ocupación rusa- de centenares de muertos y más de 2 millones y medio de refugiados. A estos grupos, apoyados directamente por el gobierno central de Kiev, se refiere el presidente Putin cuando habla de “desnazificación”.
La cuestión judía en Ucrania.
Pero la simpatía de parte del pueblo ucraniano hacia el nazismo no es nueva. De hecho, a lo largo de las últimas siete décadas se ha acusado a la ex república soviética no sólo de haber contribuido con la Alemania Nazi sino también con los genocidios de minorías raciales que estos cometieron. Los hechos se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando las fuerzas de las Wehrmacht tomaron la región como parte de la invasión a la URSS. Los nacionalistas locales vislumbraron una posibilidad de independizarse de Moscú (aspiración astutamente alimentada por Hitler) y a partir de allí actuaron colaborativamente con el invasor germano. El investigador Sol Litman perteneciente al Centro Simon Wiesenthal registró innumerables incidentes probados y documentados de atrocidades y masacres contra minorías judías perpetradas por las Waffen-SS Galizien, formadas por más de 80 mil voluntarios ucranianos. En enero de 2011, el mismo Centro Wiesenthal acusaba desde un comunicado oficial:
“Ucrania, hasta donde sabemos, nunca ha llevado a cabo una sola investigación de un criminal de guerra nazi local, y mucho menos procesado a un responsable del holocausto.”
El historiador alemán Dieter Pohl afirma que “alrededor de 100 mil ucranianos se unieron a las unidades policiales para brindar asistencia clave a los nazis. Muchos otros trabajaron en las administraciones locales o ayudaron durante los fusilamientos masivos de judíos”.
Por su parte, el historiador israelí Yitzhak Arad sostiene que “en enero del ´42 se estableció una compañía de voluntarios tártaros en Simferopol que participó en cacerías humanas antijudías y asesinatos en regiones rurales”. Hoy se estima que durante la Segunda Guerra Mundial el territorio ucraniano fue responsable de la muerte de casi 1 millón de judíos como parte del holocausto.
¿Invasores o libertadores?
Resulta imposible analizar este conflicto sin ver un mapa de Ucrania. Y si es un mapa demográfico, mejor aún. Ese paradigma de naciones conformadas por límites internacionales, con ciudadanos súbditos de una bandera y respetuosos de un régimen administrativo, que en Latinoamérica nos parece tan obvio y lógico, en Europa no lo es. Porque en Europa existen etnias, religiones y culturas ancestrales cuyas fronteras no siempre coinciden con las fronteras políticas. Lo vimos en los Balcanes, en la ex Unión Soviética, en la ex Checoslovaquia y ahora en el Mar Negro.
Cabe preguntarse entonces cómo ven los habitantes de Donetsk, Lugansk, Járkov, Mariúpol o Melitópol a las tropas rusas entrando en sus ciudades ¿Como invasores o como libertadores? El Principio de Integridad Territorial que esgrime Ucrania se contrapone con el Principio de Autodeterminación de los Pueblos que reclaman los habitantes del Dombás. Pero al igual que en Cataluña, Chechenia, Osetia y tantos otros lugares del mundo, los habitantes del lugar no tienen voz, ni voto, ni armas.
Mientras las tropas rusas ocupan Ucrania, existen otras 65 guerras activas en el planeta. Sin ir más lejos, el conflicto de Panshir entre Afganistán y Pakistán ya lleva 2 millones de muertos y la guerra civil yemení unos 60 mil. Sin embargo, no se observan demasiadas banderas de Yemen o de Siria flameando en el estadio de Wembley. Lógicamente, ninguna de estas contiendas afectan directamente al “occidente blanco”.
No es la intención de esta nota demonizar al pueblo ucraniano ni a su presidente Volodimir Zelensky y mucho menos reivindicar al denostado Putin, que bien merecido se lo tiene. En absoluto. La idea es poner en perspectiva el conflicto. En la guerra no hay bandos buenos ni bandos malos. Solo hay perpetradores y víctimas. Los perpetradores con sus argumentos y sus intereses. Las víctimas con esquirlas en el cuerpo y con sus maletas llenas de destierro.
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