DE OBALTAN A PARASITE: LA REALIDAD EN LA FICCIÓN SURCOREANA

 

La posibilidad de contar historias a través del cine, como antes de su invención solo lo hacían la literatura, la ópera, el teatro, la pintura -pensemos en las escenas egipcias, por ejemplo- o su hermana mayor, la fotografía -que abrió los ojos a un mundo desconocido- ha sido una de las grandes conquistas hacia finales del siglo XIX. En esa construcción polisémica que implica todo film, con sus personajes, paisajes, textos y contextos, en definitiva, con su reflejo de la realidad social en la que nace, hay notas de significado que pertenecen solo al espectador. Las interpretaciones y lecturas cuentan siempre con ese condimento único que puede zafarse de las intenciones del creador. Este quiere ser el caso.

A pesar de la distancia epocal que las separa, estas dos películas emblemáticas del cine surcoreano, Obaltan (오발탄) -una cinta de 1960 que muestra al Seúl de la posguerra- y Parasite (기생충) -la sorpresiva ganadora de cuatro premios de la Academia en 2019, que se sumerge en las derivaciones de un capitalismo brutal-, exhiben en sus tramas algunos hilos conductores comunes, muy interesantes para el análisis. Uno de ellos es, sin dudas, la Guerra de Corea, acontecida en la península entre los años 1950 y 1953.

Luego de la finalización de la 2° Guerra Mundial y de la ocupación japonesa, el territorio habitado por nativos y foráneos repentinamente se desencajaba para convertirse en el escenario de la pelea entre comunistas y anticomunistas. Hasta ahí, la hegemonía imperial japonesa y, a partir de ahí, la división de bienes de los dos ex aliados y ahora enemigos acérrimos en la naciente Guerra Fría: la Rusia de Stalin y los Estados Unidos de Truman. En el medio de la contienda, la pequeña península sobreviviente y su pueblo, víctima de una separación marcada en el paralelo 38 y pergeñada por dichas potencias. Como corolario de esta traza, en 1948, quedaban conformadas, independientemente la una de la otra, la República de Corea con Syngman Rhee y la República Popular Democrática de Corea con Kim Il-sung. La ONU reconocía a Rhee, la Unión Soviética a Kim y la división norte-sur quedaba consumada.

En la mente de ambos líderes siempre estuvo presente la idea de la reunificación del país bajo sus propios términos y dominio. Cuando el 25 de junio de 1950, con la Revolución China triunfante y un tímido apoyo de Stalin, Kim dio la orden de cruzar el paralelo, invadir el sur y tomar Seúl, quizás no se imaginaba que para setiembre los surcoreanos iban a estar arrinconados en Busan -tal fue el triunfo de su campaña. Kim tampoco podía predecir que el Gral. Mc Arthur, al mando de las fuerzas de la ONU, idearía y ejecutaría tan exitosamente la maniobra militar en Incheon que lograría devolverlo al norte. Sin la intervención de la China de Mao Tse-Tung, a Kim le hubiera sido muy difícil sostener los embates surcoreanos, tampoco lo hubiera logrado Rhee sin el apoyo decidido de Estados Unidos. Dos millones de civiles muertos, miles de prisioneros de guerra, desplazados, refugiados y desaparecidos, familias separadas a uno y otro lado de un mismo país hecho pedazos fue el saldo de aquella mala jugada. Cada quien es dueño de identificar cuál fue, si la de Kim o la de Mc Arthur. Lo cierto es que el límite volvió al paralelo 38 en julio de 1951, desde allí continuaron midiendo fuerzas hasta que dos años más tarde se lograba la firma de un armisticio y se creaba la Zona Desmilitarizada que separa a ambas Coreas hasta el presente. Rhee no fue parte del acuerdo, el nuevo presidente de Estados Unidos era Dwight Eisenhower, Stalin había muerto y lo que quedaba por hacer era reconstruir la tierra arrasada.

Obaltan es un clásico del cine coreano, dirigido por Yu Hyun-mok (유현목) y objeto de culto en algunos círculos especializados. La película fue estrenada cuando el gobierno de Rhee llegaba a su fin, aun así, fue censurada y prohibida por el régimen. Solamente se salvó de la destrucción y se conservó la copia que había sido enviada al Festival de San Francisco porque nunca fue devuelta. Sygman Rhee, aquel anticomunista y nacionalista del Gobierno Provisional en el exilio durante la ocupación japonesa, desde su asunción como presidente se había encargado de construir una sociedad a la medida de su corrupción y exabruptos dictatoriales con la asistencia y aprobación de Estados Unidos. En ese contexto nos ubica el relato, con los rastros muy crudos y palpables de la guerra en la vida cotidiana de una familia común y corriente que no logra reencontrar su lugar. La madre anciana, postrada y enloquecida por los recuerdos de los bombardeos; la hija mujer, rechazada por su novio que regresó lisiado y decide cambiar su tradicional hanbok por un vestido occidental con el cual seducir a los clientes que le hablan en inglés y el veterano de guerra que cree que su dignidad se quedó en las trincheras. Un decoro que, sin embargo, necesita reivindicar cuando, por su condición, le ofrecen un papel en una película que propone una versión edulcorada de aquella tragedia. Las secuelas son trágicas e insalvables.

En Parasite, la multipremiada película de Bong Joon-ho (봉준호), hay referencias a la relación actualizada con ese otro país que es Corea del Norte. En boca de dos personajes secundarios, en la misma secuencia, en tono burlesco y poco amable, Bong expone la posibilidad de un ataque norcoreano, la existencia de los misiles apuntando al sur y el rechazo de Kim a los mandatos de la desnuclearización que, por otro lado, fue tan anhelada por el presidente Moon que finaliza su mandato sin haberla alcanzado. La posición ideológica es contundente, prerrogativa del director, y muestra claramente la solidez de esa pared divisoria que separa a ambas Coreas. Pero, además, esta declaración se ve afianzada con la reiterada mención al opuesto: Estados Unidos, la panacea de los ricos representados por la segunda familia de esta historia. Los ricos que hablan la mitad en inglés, compran las baratijas más inverosímiles en ese país solo apto para los mejores y hasta se disfrazan de nativos norteamericanos para festejar un cumpleaños improvisado. Si no fuera dramático y chocante quizás sería hasta gracioso.

El otro punto de encuentro entre ambas cintas cinematográficas es, justamente, la pobreza que atraviesa la vida de ambas familias. En el rancho paupérrimo de Obaltan, ubicado en la cima de una colina desde donde se divisa todo Seúl, se representan distintos niveles de victimización de esa sociedad en transformación. Pero lo más contundente es ese contraste que emerge al pasar del centro de la ciudad a la escasez de las periferias, esa con la que se enfrenta el protagonista al llegar a su casa, a su mujer embarazada, a su hija chancleteando unas zapatillas que resultan demasiado grandes para sus pequeños pies. En ese camino no avanza, sino que retrocede a un mundo que ya no existe pero que sigue siendo tan real como el silencio, las sirenas o las canciones religiosas que resuenan a lo lejos. En Parasite, la familia protagonista vive en un semisótano y todo el relato se construye escaleras abajo, basta ver la impactante escena de los tres corriendo bajo la lluvia hacia la inundación. La casa de los ricos también tiene un sótano, ignorado por los dueños, en el que pueden suceder, y suceden, las cosas más extrañas y extravagantes. Ese mueble corredizo que lo esconde es como un portal a la existencia invisible e invisibilizada de los pobres. La sucesión de mentiras que se suman unas a otras, indefinidamente, tienen un único objetivo: subir, ser como los ricos, vivir como ellos, “ingenuos, sin remordimientos ni problemas”. La miseria y la imposibilidad de conseguir un trabajo para revertirla alimentan la convicción de casi todos los protagonistas de que, para escapar de la indignidad y la exclusión, no hay más salidas que el fraude, la estafa o la prostitución. En ambas historias, las artimañas que se multiplican y los delitos que se cometen terminan construyendo personajes autorreferenciales que encuentran sus justificativos: comprar unas zapatillas nuevas, trabajar, defenderse, vengarse…pero no hay perdón. Hay muerte, hay cárcel y hay olvido para los pobres soñando imposibles.

Por último, el eje que recae sobre ambos padres de familia. El “bala perdida” que sufre un persistente dolor de muelas durante todo el film, deambula por las calles con sus zapatos rotos, su aspecto desaliñado, su pelo revuelto y su mano sosteniéndole la cara como si pudiera soportar todo el dolor. El “parásito”, el chofer de la familia rica, el que despide ese olor a pobre, a “rábano viejo”, que suscita el terrible gesto de su patrón, finalmente no corre “como una cucaracha”. Ambos son testigos participantes de la destrucción de sus propias familias, no pueden escapar ni cambiar el destino. No son los mismos al principio y al final, en el transcurso del relato han perdido, la muerte los ha derrotado, se han quedado sin futuro dando vueltas en un taxi o escondidos en el sótano, para siempre.

 

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