TOALLAS Y TOALLONES
A veces me canso. Me permito cansarme un rato. De lo que leo. De lo que veo. De lo que escucho. De lo que digo. De lo que escribo. De lo que espero. De lo que hago. Del trabajo. Del ocio. De los mensajes por guasap que recibo. De los que no recibo. De los papeles. De los billetes. De los trámites. De la comida. De las noticias. De las conversaciones. Del frío. De la cuarentena. De hacer ejercicio en casa. De no poder ir a las sierras. De tantas tardes sin fútbol ni picada ni asado ni vino. De ser así. De todos. De mí. De este continuo rebotar. A veces quisiera sembrarme en tu patio y crecer al sol nomás. Con algo de agua. Después pienso. O sea, antes también. Y durante. Pero después pienso distinto. Es increíble la cantidad de veces que pienso distinto en el día. No es contradicción, yo le llamo velocidad. Movimiento. Es agotador, no lo vamos a negar. Por algo me canso. Pero me mantiene despierto. Después me cuesta dormir, claro, pero eso es otro cuento. A veces me siento como un río. Mejor que eso, me siento arrastrado por una corriente. Por una creciente. Por eso debo haber nacido en Córdoba. Me arrastra una creciente que yo mismo provoco por terror a la inmovilidad. Y después ando desesperado en busca de toallas, toallones con la forma de tus brazos. Y ando diciendo que lo único que persigo es la paz. Para patearla un poquito apenas la tengo cerca, de jodido que soy, nomás; llega y le pego una patadita, para que se aleje unos centímetros, ni tan cerca como para tocarla, ni tan lejos como para dejar de olerla. Es de una belleza incorregible el olor de la paz, cuando se siente. Cuando no se esconde. Como si nunca hubiera existido el miedo. Es, cómo te puedo decir, algo bastante parecido a ser niño.