SÓLO SE FUGA PARA ADELANTE
“Pero, ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?”
F. Nietzsche. La Gaya Ciencia, 125.
“Pero en este mar impetuoso jamás he visto un barco. Solo las olas azuladas del querer vivir que estallan contra el tiempo petrificado.”
S. López Petit. Hijos de la noche.
En un pasaje muy visitado, Nietzsche anunciaba en 1882 la muerte de Dios. Mediante esta metáfora, el filósofo quería poner sobre la mesa uno de los sucesos más relevantes de la transición entre el medioevo y los tiempos modernos, a saber: la verdad teológica cedía su milenario imperio en manos de la razón. Se trataba de una voz de alerta sobre una profunda reordenación de la que se seguirían un sinfín de consecuencias.
Aunque Nietzsche albergaba un franco pesimismo alrededor de este monumental hecho, el mundo que siguió a la sepultura del antiguo centro y la instauración de la razón humana como el nuevo eje gravitatorio, fue una etapa cargada de optimismo en la que el por-venir -de la mano del desarrollo científico- sólo traería aparejado un continuo progreso y un mayor bienestar.
Una vez conquistado el espacio anteriormente dedicado a lo “sagrado”, la Ciencia inició su ascenso hasta ubicarse con holgura en el podio. Ésta se mostraba, en los hechos, como una usina de invenciones que día a día hacía posible lo hasta entonces imposible, creando oportunidades ni siquiera sospechadas por los seres humanos de generaciones anteriores. Los múltiples adelantos tecnológicos, al mismo tiempo que generaban prosperidad, confort y bonanza, nos regalaban también una imagen de futuro en el que las máquinas nos liberarían de las cargas más pesadas para poder, por fin, dedicar nuestras vidas a tareas más trascendentes ¿qué podía salir mal?
El tiempo que enmarcó esta larga serie de conquistas, por más que haya sido concebido de manera lineal y evolutiva, permaneció siempre “abierto”, en un constante in crescendo; podría decirse incluso que aunque nunca dejó de ser finito para nosotrxs -sencillos seres de carne y hueso- fue capaz de deshacerse de esta limitación para presentarse como un manantial inagotable.
Todas las grandes revoluciones de la modernidad son hijas de esta noción temporal. La historia durante largo tiempo fue escrita con mayúsculas.
La muerte de la utopía.
Si bien se produjeron algunos acontecimientos que sacudieron el status quo aquí y allá, la idea de progreso no fue puesta seriamente en crisis hasta entrado el siglo XX. Las promesas incumplidas de la modernidad, la carrera bélica y armamentística, el desastre ecológico, entre otros importantes asuntos, se posaron con un grado tal de virulencia ante nuestros ojos que ya no se pudo seguir mirando hacia el costado. Algo había salido mal: se hizo evidente que lo que retrocedía era tanto como lo que avanzaba.
La década del 60 fue el momento-bisagra en el que se puso en tela de juicio el estatuto de verdad de algunos relatos y se permitió dudar del tan aclamado “desarrollo”. No obstante, es justo reconocer que muchos de los supuestos contenidos en el ideario de la modernidad no habían sido dejados de lado y continuaban operando.
Por una convergencia de factores casi imposibles de analizar en su conjunto, la ansiada revolución que -en opinión de muchxs- se hallaba “a la vuelta de la esquina”, resultó trunca y podríamos conjeturar que esa derrota nos acompaña desde entonces.
Tan sólo diez años después, las revueltas se habían sofocado, la dictadura se había instalado entre nosotrxs y las teorías centradas en las estructuras y en estudios longitudinales o de largo plazo perdían su poder explicativo para dar espacio al mundo “pos”.
El gran edificio de la modernidad -junto con las grandes narrativas que lo sostenían: Ciencia, Religión, Política- se iba cayendo a pedazos.
En este orden de cosas, no resulta ninguna sorpresa que la caída del régimen soviético fuera seguida de un anuncio publicitario polémico: la historia había llegado a su fin y estábamos ante la última versión de la humanidad. No habría más sorpresas ni alternativas: el capitalismo en su versión “neo” había finalmente triunfado.
Tiempos precarios.
Haciendo grandes saltos históricos e incurriendo en algunas omisiones -quizá imperdonables- llegamos hasta el presente y nos preguntamos: ¿A alguien se le ocurre hoy por hoy pensar en el futuro?
Vivimos en tiempos tan veloces y acelerados que resulta una quimera evocar el largo plazo. El tiempo entre el hoy y el mañana se ha recortado tanto que la permanente necesidad de adaptarnos a las exigencias que se nos presentan a cada minuto captura toda nuestra energía.
Aunque no voy a ocuparme de ese aspecto, no es casual que exista toda una batería de eslóganes que nos inviten insistentemente a concentrarnos en el goce dejando a un lado las preocupaciones. Bajo esta lógica, nada puede esperar o ser postergado porque el imperativo es vivir la vida al máximo.
En un escenario en el que lo único soberano es la urgencia del corto plazo, se comprende que el futuro lejano haya sido pospuesto irrevocablemente y que nuestra imaginación sólo se anime a volar por lo bajo. Al fin y al cabo ¿qué sentido tendría pensar más allá (o un poco más allá) cuando todo es incierto?
Es indiscutible -al menos a mi juicio- que la pandemia agravó estas impresiones hasta llevarlas al paroxismo. Si antes nos sentíamos impotentes y viviendo en un mar de incertidumbres, desde hace unos meses la desesperanza y la desolación -tan características de la era posmoderna- han calado más hondo. Los días, las noches, las semanas y los meses se suceden unos a otros como parte de un continuum eterno en el que no hay principio ni fin, sólo un mero transcurrir.
Haciendo un uso atrevido de categorías diría que vivimos en un tiempo alienado, en un tiempo en sí.
Ahora bien, si el futuro nos ha sido expropiado y vivimos en un mundo en el que -irónicamente- lo único que se fuga para adelante es nuestra capacidad infinita de endeudarnos tanto a nivel individual como colectivo, ¿cómo reinventamos un tiempo-potencia, un tiempo para sí?
Que no se malentienda. No creo que sea insensato dejar de pensar en el futuro y concentrarse en el presente cuando todo en derredor es incierto, inseguro y precario. Pero justamente por estar condenadxs a sólo poder habitar y asir el hoy ¿no sería un acto de rebelión prefigurar un futuro mediato?
Digo, un futuro que se situara entremedio de un mañana imaginado pero inalcanzable y la dictadura del eterno presente, un tiempo otro que nos permitiera trazar una estrategia para salir del atolladero en el que estamos inmersos. En otras palabras, un futuro para hacer realidad un proyecto que deshaga el sentido común imperante y nos instale ante otra posibilidad de mundo, de vida compartida.
Para eso, es preciso volver a delinear un horizonte.
Referencias:
Fisher M. (2017) Realismo capitalista ¿no hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra Editora.
Lazzarato M. (2020) El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución. Buenos Aires: Eterna cadencia Editora.
López Petit S. (2015) Hijos de la noche. Buenos Aires: Tinta Limón.
Nietzche F. [1882] La Gaya Ciencia. Disponible en: https://www.academia.edu/8199700/Wilhelm_Nietzsche_Friedrich_De_La_Gaya_Ciencia
Trouillot M. R. (2011) Transformaciones globales: la antropología y el mundo moderno. Universidad del Cauca. Popayán. Colombia.