LO EFÍMERO, A DESTIEMPO, QUIZÁS SE VUELVA INMANENTE
Puede estar a la vuelta de la esquina, puede presentarse con previo aviso, puede llegarse también de improviso, sorprendiendo a todos, la muy ladina. Es la única que nunca discrimina decide sin pedir ningún permiso, nunca con nadie tuvo compromiso, a la muerte, quién la vence o domina? Vivimos esquivando su presencia, mejor no hacer gala de omnipotencia, nunca se sabe si ya se avecina. Poco o nada servirá sublevarse, ningún sentido tiene rebelarse, ...puede estar a la vuelta de la esquina... "A la vuelta de la esquina" Martha Brocca
Ésta foto la saqué con mi teléfono celular, el 2 de noviembre de 2019 en los Jardines de Luxemburgo, París.
Esa imagen, quizás sólo hubiese sido una foto más del viaje sino ocurriera todo lo que está sucediendo con esta pandemia. Esa imagen, como tantos hábitos rutinarios de nuestra vida, hubiera pasado desapercibida.
Hoy, mientras volvemos a respirar hondo ante la nueva prórroga de la cuarentena, volví a repasar todas las fotos del viaje por quinta o sexta vez. Entre las más de tres mil imágenes que nuevamente volví a mirar, ésta me produjo una sensación inenarrable, pero voy a hacer el máximo esfuerzo por describir y contarles lo que me pasó.
Mientras disfrutábamos junto a Diego, un amigo de toda la vida, del recorrido alocado por gran parte de Europa, fuimos registrando con fotografías y pequeños escritos, los “hitos” que se nos iban cruzando en un minúsculo anotador de mano color negro, tapa blanda y hojas cuadriculadas.
Sin embargo, como muchas veces nos ocurre, siempre estábamos esperando lo siguiente, siempre nos faltaba algo. La ansiedad anticipatoria de lo que iba a venir, nos amputaba en buena parte poder disfrutar plenamente del momento. Si estábamos en el Parque del Retiro de Madrid leyendo o hablando frente al Palacio de Cristal, en el diálogo surgía un comentario al estilo de “si nos genera ésta emoción un lugar así, imagínate cuando estemos en el Coliseo de Roma”. Pero cuando llegamos a Roma, y nos sacamos algunas fotos en el Coliseo, el Foro Romano, el monumento a Vittorio Emanuele II, se nos escapó un“si así es el Coliseo, lo que va a ser el Duomo de Florencia”; sin embargo resulta que, cuando estábamos en la vorágine de recorrer las calles de Dante y Leonardo, caminando entra las increíbles obras del Uffizi, volvíamos a filtrar un “!Si así es el Uffizi, lo que va a ser cuando estemos en el Louvre!”. Y de esta manera podría seguir con los comentarios de cada país, cada ciudad y cada lugar específico que recorrimos.
Hay que reconocer también que este viaje surgió de un comentario al pasar y tirado al aire por Claudio, el otro mosquetero de este grupo: “Qué lindo sería meter un viaje a Europa este año, los tres juntos”. Ese comentario se filtró en una conversación debajo de un sauce, en enero del mismo año frente al río de Los Reartes, en Córdoba. Si bien fue muy al pasar, quedó flotando, levitando entre nosotros. Ese comentario nos volvió a la cabeza una y otra vez, como el ruido que sentimos durante una noche oscura y cerrada, dentro de una carpa en medio de una isla del Paraná. Ese ruido que por más que no sea nada, o sea algo habitual del lugar, para los que no lo conocemos nos gatilla la imaginación de construir las peores tragedias que podrían ocurrirnos. Un grupo de narcotraficantes que nos va a secuestrar, animales salvajes que sólo comen seres humanos en carpa, brujas y fantasmas espectrales que vienen a poseernos. Esa sensación incómoda y permanente, que no la podemos sacar de encima así como así.
Este espectro que generó la idea del viaje, de a poco fue tomando forma, hasta que se convirtió en pasajes de ida y vuelta, países, ciudades, lugares a recorrer, días en cada lugar, hostales, hospedajes, visitar amigos y por qué no viejos amores desparramados hace años por allá.
De repente, pasamos de aquel comentario, a estar en el aeropuerto de Barajas. Recorrimos cinco países, catorce ciudades, miles de lugares, sabores, olores. Llegaban estímulos por todos los sentidos. Pero el que más nos costó usar fue el sentido común. No podíamos contextualizarnos y disfrutar al 100% cada momento. Siempre era lo que estaba por venir, lo que nos faltaba, siempre estábamos incompletos como si fuésemos haptenos. Es que, en verdad, todo el viaje nos faltó algo, o mejor dicho alguien. Claudio, el motor impulsor de este viaje, no había podido acompañarnos.
Ya en el tramo casi final del recorrido, una tarde bastante fresca, estábamos caminando por los jardines de Luxemburgo y nos encontramos, de repente, entre risas por situaciones de recuerdos recientes, con la imagen que ustedes vieron al principio.
Dos personas mayores, varones. Tendrían supongo que poco más de setenta años. Uno frente al otro, sentados a menos de un metro de distancia y aunque sin mirarse, mirando para el mismo punto. Una mesa cuadrada con superficie blanca. Un tablero de ajedrez con cuadrados marrones pintados directamente sobre la mesa. El hombre de la derecha, vestido con abrigo y pantalones color negro, impecable, con galera también negra y lentes de marco negro. El otro, el que se ubica a la izquierda de la imagen, vestido en tonos de marrón/grisáceo. Tiene una gorra Gatsby Hatteras en el mismo tono, al igual que el marco de sus lentes. Ambos están levemente inclinados hacia adelante, con los brazos cruzados, poniendo el antebrazo derecho por encima del izquierdo y la mano izquierda por fuera de la mesa. Sobre el lado derecho del respaldar de la silla de este último personaje, hay una pequeña mochila color negro con tiras de hilo, en la cual posiblemente haya traído las piezas de ajedrez. Hacia ambos lados de la mesa, hay dos sillas metálicas color verde claro, idénticas a las que ocupan nuestros protagonistas. Quizás son para que nadie se acerque, o quizás son para esperar un público que nunca llegará.
El fondo es hermoso. Los árboles en su apoptosis otoñal, con las copas amarillas y regando el suelo de tonos marrones.
Esa foto, la saqué al pasar mirando el panorama general, pero no viendo lo que realmente me mostraba el momento. Las dos personas sentadas, con ese frío parisino de otoño, desafiándose a través de una partida de ajedrez.
El que está vestido de negro, utiliza las piezas claras, el otro, las oscuras. Ambos le han comido piezas claves al otro. Caballos, alfiles y reinas, miran desde fuera del tablero la partida, junto a los peones. Cuando están fuera de juego, todos ocupan el mismo lugar. Y pienso ahora, viendo de nuevo esa foto, todo lo que nos replantearemos, deconstruiremos y rearmaremos con esta pandemia. Probablemente nos está dejando a más de uno de nosotros fuera de juego, y recién ahora nos estamos dando cuenta de que quizás seamos todos iguales.
Estos dos adultos, mientras pasaban frio en esa tarde, uno frente al otro ¿Sabrían que unos meses después sus vidas iban a cambiar? ¿Sabrían el de negro o el otro, el valor que tendría disfrutar esa partida y las siguientes, antes de que el coronavirus nos dejara a todos fuera del tablero, y en el mejor de los casos, adentro de nuestras casas? ¿Algunos de ellos dos habrá sido víctima de un jaque mate de esta pandemia? El cronómetro de su partido no es el mismo que el nuestro.
Lamento no haberme sentado en una de esas sillas, mirar ese partido, esperar cagándome de frío que ese momento se mantenga en el tiempo. Disfrutar la escena de dos desconocidos para mí, y quizás dos desconocidos entre ellos, que sólo se reunían a jugar al ajedrez. Y en ese ritual mitigaban su dolor, la soledad de sus hogares, la llama de la ausencia de algún ser querido. Muy similar a lo que ocurre entre el Sr. Linh y el Sr. Bark en la hermosa novela de Philippe Claudel La nieta del señor Linh.
En este punto, con esta imagen del principio, solo puedo ver el amor de aquella escena que dejé pasar, por estar apurado para ir a otro lugar.
Ahora pienso, siento que el amor (a la familia, a la pareja, a los amigos) se convierte de alguna manera en una estrategia de supervivencia. Tengo la seguridad de que esta pandemia nos produjo una reversión del amor, entendiéndolo como una forma de pasarnos al otro. Tal como leí alguna vez, cuando uno ama olvidándose de sí, la muerte ya no existe. Quien ama no muere y el miedo desaparece.
Sé muy bien que sin muerte no hay vida, pero les confieso que estoy cagado de miedo, de que las personas a las cuales más amo en este mundo, que son mis abuelos, pierdan por jaque mate su partido de ajedrez frente al coronavirus.
Me da bronca y se me comprime el pecho de solo pensar cuántas imágenes como esa habrán pasado frente a mis ojos cuando era un niño, adolescente e incluso hasta hace unas semanas atrás. Me duele, así de profundo, no haberme dado cuenta de que sólo tenía que sentarme a disfrutarlas y no salir corriendo para ir a intentar disfrutar otra cosa en otro lugar.
La muerte nos constituye, por el deseo implícito de vivir con el que nacemos y sobre todo desde que sabemos si o sí que nos vamos a morir. Vivir la incertidumbre de la vida con la única certeza de la muerte, nos es para nada fácil.
Una vez escuché la analogía entre muerte y cáncer, cosa que indefectiblemente asociamos. La célula tumoral, con algunos detalles moleculares en más o en menos, es una célula que olvidó morir. Eso la lleva a reproducirse eternamente y se autodevora. Si nos olvidamos de la muerte, no vivimos. Y espero que toda esta mierda del coronavirus, sea un ayuda memoria de la finitud. No creo que la muerte sea trascendencia, sino la expresión más pura de la inmanencia.
Hoy, viendo esa imagen del principio, me convencí de que lo efímero, si lo podemos valorar, aunque sea a destiempo, llega a convertirse en inmanente. Ojalá cuando todo esto pase, nos reencontremos, nos abracemos y sobre todo nos sentemos a disfrutar de la suma permanente de momentos efímeros, únicos.