ESE INAPROPIADO Y DECADENTE ROMANTICISMO DE SER ANARQUISTA
A lo largo de la historia, todas y cada una de las ideologías que inundaron el planeta no fueron, en la práctica, otra cosa que luchas por el poder disfrazadas de altruismo político.
“Quel mazzolin di fiori, che vien dalla monta-a-a-a-gna…” comenzaban a desafinar media docena de gringos friulanos arracimados alrededor de la “verdulera” apenas don Massa despuntaba los primeros acordes. Inmediatamente, otra veintena de hijos y nietos argentinos los imitábamos en un cocoliche incomprensible. “…E bada ben che non si bagna, che lo voglio re-e-e-egalar…” respondíamos a coro como una letanía.
La liturgia del cumpleaños de mi abuelo se repetía cada 24 de junio en la fiesta de San Juan, birlándole unos días más al frío solsticio de invierno. No hacíamos grandes fogatas pero comíamos bagna cauda hasta la indigestión, escuchábamos anécdotas de la guerra y cantábamos (ellos cantaban, nosotros remedábamos) canciones italianas al cobijo de la acordeona.
-“Puoi credere, Giovanni! Questi purchite, figlio di troia di lo comunista mi hanno acussato di conservatore…! A mi che ho peleato conta lo fachista in Gorizia…!” -se encendía furioso don Perezzoni, mezclando idiomas y dialectos en una jerigonza babélica demasiado abstrusa, cuando recordaba sus años en la resistencia partisana combatiendo a fascistas y nazis por igual en las laderas del Triglav.
Y algo de razón tenía. El insulto más eficiente que un marxista podía propinarle a un anarquista era tacharlo de liberal. Seguramente porque las palabras liberal y libertario se parecen. Aunque no eran sólo los comunistas. Los republicanos también los despreciaban por promover la igualdad y el cooperativismo.
Pero a esa altura de su vida, don Perezzoni ya no reparaba en marxistas o en liberales –mucho menos en peronistas o radicales- y apenas si le quedaba un resabio de acratismo residual que despuntaba cruzando algún semáforo en rojo o mentándole la madre al vigilante que lo multaba por eso.
Era su acto de pronunciamiento. Su reivindicación. Su proclama subversiva. Su humilde y silvestre manera de rebelarse. De una u otra forma, esa media docena de gringos que cantaban “Quel mazzolin di fiori” –incluido mi abuelo- encarnaban el último vestigio de una generación de revolucionarios antisistema devenidos en viejos “anarcas”.
Años de adopción argentina y el acceso a la anhelada clase media justicialista habían logrado domesticarlos, si bien cada uno de ellos guardaba en un rincón de sus recuerdos esa inclaudicable lucha contra el poder (cualquiera sea).
Porque en definitiva, siempre se trató del poder.
A lo largo de la historia, todas y cada una de las ideologías que inundaron el planeta no fueron, en la práctica, otra cosa que luchas por el poder disfrazadas de altruismo político.
Aún las buenas intenciones de los Ilustrados de la Revolución Francesa que proclamaron “Liberté, egalité et fraterité”, terminaron en formas de gobierno en las que la autoridad era ejercida por una casta o clase dirigente a quienes los ciudadanos delegaban la potestad. Una paradoja conceptual, según Sztajnszrajber, que pone en tela de juicio la legitimidad de la democracia: si la soberanía reside en el pueblo y este se la delega a un grupo de representantes, entonces el pueblo pierde su condición emancipatoria y queda sometido a la soberanía que ejercen esos representantes. Esta dialéctica, por perogrullesca que parezca, guarda en su seno el pecado original del sistema.
Pero la política necesariamente requiere del factor ideológico para sobrevivir. En pocos años, el lema que se forjó en la Bastilla terminó por desgranarse y cada facción tomó la parte que mejor se adaptaba a sus propósitos. El capitalismo se quedó con la liberté, el socialismo se aferró a la egalité y como era de esperarse, la fraternité pasó a ser un enunciado vacío y testimonial que ambas partes aplaudía y ninguna aplicaba.
Pero un día de mediados del siglo XIX llegó un tal Pierre-Joseph Proudhon que, con una sola pregunta, puso patas arriba todo el sistema político que regía el mundo de ese entonces. “¿Qué es la propiedad?”, se preguntaba el padre del Mutualismo. “La propiedad privada es un robo” se respondía a sí mismo (y a la sociedad en general), con total desparpajo y exponiendo sus argumentos.
Asociamos el anarquismo con banderas rojas y negras, y gente corriendo en las calles con los rostros cubiertos perseguidos por un camión hidrante, lanzando bombas molotov y rompiendo fachadas de locales de McDonalds. Eso no es anarquismo. Eso es “bardo”.
El anarquismo es un andamiaje filosófico, político y económico edificado sobre cimientos verdaderamente antisísmicos (sólidos y flexibles a la vez), y con un enfoque humanista como no encontramos en casi ninguna otra ideología. Aún así, es innegable que adentrado el siglo XXI, su percepción ante la sociedad en general es la de un grupúsculo de inadaptados marginales, ateos y feroces, de actitud adolescente y fanatizados en la vehemencia de una rebeldía sin causa. La sociedad burguesa bienpensante siente escalofríos en la espalda cuando ve una bandera con la A encerrada en un círculo porque prefigura ese símbolo como la corporización del caos.
Etimologías aparte, el anarquismo no es la negación de un orden u organización sino la negación de las jefaturas y jerarquías, representadas desde la política en estructuras dominantes y hegemónicas. En términos reales, a través de su doctrina económica llamada “Mutualismo” (basado en la teoría del valor-trabajo), es el único ideario que logra conjugar libertad, igualdad y fraternidad de manera insoslayable. Considera al Estado su enemigo declarado que atenta contra la construcción de una sociedad plural; a la Propiedad Privada de los Bienes Productivos (no la Posesión Individual) la responsable de la inequidad económica y a la religión como el principal obstáculo para encontrar la verdadera libertad individual.
En un artículo para la Enciclopedia Británica, Piotr Kropotkin –uno de sus más destacados teóricos- escribió: “…(es) un principio o teoría de la vida y la conducta que concibe una sociedad sin gobierno, en que se obtiene armonía, no por sometimiento a la ley, ni obediencia alguna, sino por acuerdos libres establecidos entre los diversos grupos, territoriales y profesionales, libremente constituidos para la producción y el consumo, y para la satisfacción de la infinita variedad de necesidades y aspiraciones de un ser civilizado. En una sociedad desarrollada sobre estas directrices, las asociaciones voluntarias que han empezado ya a abarcar todos los campos de la actividad humana adquirirían una extensión aún mayor hasta el punto de sustituir al Estado en todas sus funciones (…) producción, consumo e intercambio, comunicaciones, servicios sanitarios, educación, protección mutua, defensa del territorio, etc.; y, por otra parte, para la satisfacción de un número creciente de necesidades científicas, artísticas, literarias y de relación social”.
En la misma línea, aunque un poco más taxativo, Proudhon sintetizaba: “La política es la ciencia de la libertad. El gobierno del hombre por el hombre, cualquiera sea el nombre con que se disfrace –monarquía constitucional o república-, es tiranía”.
Encorsetado por izquierda y por derecha, el Mutualismo libertario promueve una sociedad basada en la autoadministración y el intercambio de valores de trabajo con el máximo beneficio común (premisa curiosamente parecida a los enunciados de la Teoría del Equilibrio de Nash -sí, John Nash, el Premio Nobel que caracterizó Russell Crowe en Una mente brillante-). Declara al Estado prescindente y determina que los medios de producción –individuales o colectivos- exigen bienes y servicios por montos de trabajo equivalentes. Cualquier disparidad en este principio es considerada explotación, robo o usura. Consecuentemente, niega toda delegación de soberanía ciudadana y, en tal sentido, podríamos considerarla como democracia en su estado puro.
Fue también Proudhon quien en su libro El principio federativo, asoció directamente su doctrina al concepto de federalismo (en distintos niveles de convivencia entre confederaciones comarcales, municipales y regionales) como una manera de descentralizar aun más la autoridad.
Él mismo lo describió como “una síntesis entre comunismo y capitalismo”, sin los daños colaterales que generan cada uno de ellos. Y lo más importante de todo, incluye la tercer premisa de la Revolución: la Fraternidad.
Estos fundamentos ordenadores, en apariencia tan promisorios, fueron (convenientemente) reprobados por la burguesía decimonónica a partir de una curiosa sinécdoque interpretativa que poco tuvo que ver con sus postulados. Las alas más extremas del anarquismo concibieron a fines del XIX una estrategia de difusión a través de actos violentos, a la que llamaron “Propagande par le fait” (Propaganda por el hecho). No fueron pocos los funcionarios, empresarios y nobles que dejaron el cuero en esos atentados. A partir de esos actos que salpicaron de sangre a distintos países (entre los que se destacan los asesinatos del Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, la Emperatriz Isabel de Baviera en Ginebra y el militar Ramón Falcón en Buenos Aires) el movimiento fue demonizado y proscripto en los cinco continentes, acusado de terrorismo y empujado a la clandestinidad. Pero no son muchos los que saben que a partir de sus premisas surgieron los movimientos obreros en todo occidente y el sindicalismo tomó forma institucional. Hasta el feminismo encontró sus primeras voces en militantes libertarias como Virginia Bolten o Amparo Poch, que bajo la consigna “ni amos, ni dioses” e inspiradas por los textos de Bakunin, fueron pioneras en la lucha contra el patriarcado. Del mismo modo, algunos experimentos de sociedades sin estado dejaron su impronta en la historia. Más allá de los resultados, la Comuna de París, de mayo de 1871 o la Cataluña pre-franquista sentaron el precedente de una utopía autogestionaria practicable.
El acratismo está lejos de ser una teoría que promueve el caos y la violencia. Se sustenta en principios filosóficos ligados a concepciones primarias del posestructuralismo social y en la deconstrucción de los ordenamientos religiosos, éticos, jurídicos y culturales ligados a la incuestionabilidad de la ley (“la ley no se obedece porque sea buena o justa, sino porque es ley” según Zizek), propuesta originalmente por Nietzsche y luego por Foucault, Derridá, Agamben, Preciado y el mismo Zizek. En términos prácticos, creer o no en la metafísica idealista -de la cual emana el principio de autoridad jerárquica- como método de regulación y disciplinamiento social configuran la psique del individuo en su relación con la comunidad y con el poder. La ética propuesta por el tándem Hobbes-Locke-Rousseau (como línea ofensiva del equipo de los contractualistas) presupone la necesidad de una estructura político-estatal que normalice el comportamiento humano y requiere de instituciones que gestionen las leyes de manera unidireccional y coercitiva, a través del monopolio de la fuerza, y derivando en todo tipo perversiones como corrupción, arbitrariedades y la más inevitable de todas: desigualdad.
En palabras de Aníbal D´Auria: “…por más democráticas que sean las instituciones de un país, mientras exista el Estado siempre es una minoría la que gobierna (…) el ejercicio del mando siempre corrompe; por más virtuoso y sabio que sea un gobernante, la existencia de un gobierno genera siempre desigualdad y opresión porque el hábito de mandar distorsiona la perspectiva del gobernante…”
Y algunas páginas más adelante revela: ”…el Estado estipula la distinción entre el bien y el mal, con lo que la moral se reduce a la “razón de Estado”, es decir, al arbitrio de los gobiernos. Por lo tanto, el Estado liberal laico no es menos enemigo de la humanidad que el Estado teológico. La diferencia entre ellos no deja de ser un simple cambio de religión: el Estado laico pregona la fe del patriotismo, cuya última excusa es siempre la ‘razón de Estado’. En su nombre se mata, se roba, se engaña, se traiciona. En pocas palabras: la moral de Estado, como la moral religiosa, niega toda moral humana.”
Hoy por hoy, el anarquismo es un fantasma decadente y absurdo, temido y despreciado por las clases dominantes de cualquier ideología. Un fantasma que asusta -como siempre- a la dirigencia instituida por temor a la disrupción del status quo. Por temor al hombre común empoderándose. Al individuo de a pie pretendiendo ejercer sus dignidades.
El anarquismo es –de acuerdo a la lógica de Benjamin- la versión de la historia que no ganó. La que escribieron los perdedores. La otra historia.
Así como el fóbal es pasión de multitudes, el anarquismo se ha convertido en espanto de masas. Pero ¡cuidado! En el corazón de cada ciudadano que se siente explotado por las corporaciones, estafado y abusado por el Estado o incapaz de vislumbrar un futuro alentador a instancias de un establishment político maniqueo, egoísta e insensible, late un anarquista en ciernes. “Ese ramito de flores que viene de la montaña…”, cantaban media docena de gringos “anarcas” evocando al ragazzo de Pasian di Prato que bajaba por la ladera del Triglav a encontrarse con su amor, entre el fuego cruzado de las metrallas. Fuego cruzado entre los que peleaban por la supremacía de algunos y los que luchaban por la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos.