LIMANDO DADOS
“Las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención.“
En el enjambre. Byung-Chul Han.
Hace más de dos meses que le vengo dando vueltas a este texto. El disparador fue una imagen; en verdad una escena. Venía caminando por avenida Vélez Sarsfield, distraído, mirando algunos rostros e imaginando cómo serían las caras sin los barbijos. Confieso que en este asunto fallé siempre. Cada vez que ingresó un paciente al consultorio durante los últimos meses imaginaba, previo a que se retire el barbijo, cómo serían su boca, sus labios, los dientes, el mentón, la barba, las arrugas, etc. Los imaginaba de una manera, pero resultaban ser totalmente distintos después. En ese juego de adivinanzas, divisé aproximadamente veinte metros delante una persona que venía caminando en mi dirección. Comencé a escrutar las zonas de la cara que no estaban cubiertas por el tapaboca. El astigmatismo me forzó a disminuir la hendidura palpebral para tratar de enfocar en los detalles y de repente, ese chico giró noventa grados a su derecha y se paró frente a la puerta de un local con rejas. Para que no quede en evidencia mi curiosidad, lo pasé de largo un par de metros y me tanteé los bolsillos haciéndome el que se me había caído algo. Cuando giré y relojeé con el rabillo del ojo derecho lo que estaba haciendo esa persona, no pude más que tragar dos o tres veces en seco. No me pasó ni una sola gota de saliva. Me quedé quietito, helado y de repente me vi haciendo lo mismo que esa persona. Sin notarlo, estábamos uno junto al otro terminando de leer ese banner colgado de la reja, en la puerta de ingreso. Como si hubiese sido una coreografía coordinada, nos miramos. Lamentablemente el barbijo solo cubría la boca y la nariz, dejando al descubierto los ojos. Digo lamentablemente, porque tanto los de él como los míos, estaban brillosos, rojos, congestionados, tratando de contener un par de lágrimas espontáneas. Y también como si hubiese sido coordinado, dijimos la misma palabra: “pobre…”. Y movimos la cabeza en un gesto de negación. Retrocedí unos pasos, y la otra persona (que no tengo ni idea quién era ni a qué se dedicaba) siguió junto al cartel unos segundos más y me permitió tener el tiempo suficiente para tomar la siguiente fotografía:
Esa imagen, la que ahora comparto con ustedes, se me vino una y otra vez a la memoria con el paso de los días. Cada vez que la recordaba, encendía la notebook, escribía algunos párrafos y empezaba a ponerme muy triste. Releía los renglones tipiados y finalmente borraba todo a la mierda. Esa foto fue tomada los primeros días de agosto y el banner decía lo siguiente: “Muchas gracias a todos los clientes que nos acompañaron durante estos 60 años. Hoy nos toca despedirnos no de la manera que siempre soñamos, pero con el placer de haber puesto todo para dar lo mejor”. Pero quiero detenerme en algunos detalles más. Como habrán notado, esa persona que está leyendo tiene la cabeza lateralizada a la izquierda. Es que no está enfocado en el mensaje principal, sino en las cosas que fueron escribiendo a mano, con fibrones, algunos ex clientes retribuyendo también el agradecimiento de forma mutua. Por detrás de la reja, se ven los escaparates completamente vacíos. En el reflejo del vidrio se impone con nitidez el edificio de la Academia Nacional de Ciencias. Por detrás del reflejo, hay un pallet de madera. Imagino a un comprador con dinero tratando de aprovecharse de la situación. Imagino el propietario de ese local al momento de venderlo, recordando los años allí dentro, los clientes, sus clientes. Imagino una copla de Larralde:
“No venga a tasarme el campo con ojos de forastero, porque no es como aparenta, sino, como yo siento. Su cinto no tiene plata… ni pa´ pagar mis recuerdos”.
Hoy, finalizando octubre, volví a pasar por el mismo lugar y el cartel ya no está. Como tampoco están los empleados. Traté de recordar lo que tenía escrito, pero me costó. Volví a casa hace una hora, busqué la foto y lo releí. De nuevo, el torrente de sensaciones volvió como si estuviese parado otra vez frente al local. La pandemia, los comercios, los empleados, los desempleados, la cuarentena, los anticuarentena, los barbijos, los protocolos (cumplidos y no cumplidos), lo eterno, lo perenne, lo efímero. En esa línea de contrastar, también se me vinieron sin querer los que agradecían a los médicos y los que nos señalaban como culpables o potencialmente responsables propagadores de la peste. Todos vimos en los medios de comunicación los carteles pegados en ascensores o palieres de edificios con las inscripciones de “Si sos médico, enfermero o personal de salud, andate. Nos vas a contagiar a todos”. Fue doloroso. Lo sigue siendo. Exponernos guardia a guardia para intentar salvarle el pellejo a los que realmente necesitaban internación; asistiendo a pacientes que quizás no eran “nuestros” pacientes. Ver cómo quedaban puestos de relieve o, mejor dicho, quedaban flotando como un sorete en la superficie de la cloaca del sistema de salud, los años y años de maltrato, destrato, descuido, desidia, sobre las instituciones sanitarias y sobre el personal de salud. De golpe, la clase política tomó decisiones como esperando que con el “abracadabra” del desparramo de respiradores el problema se solucionara. No, señores, no. Además de eso, les comento que faltan médicos, terapistas, que los sepan utilizar. Y por más dinero que pusieran, necesitaban una variable intangible como lo es el tiempo. Ocurrió como cuando repartieron computadoras por barrios periféricos o sitios rurales, para educar. Pero resultó que puso en evidencia otro pequeño detalle: esos sitios no tenían electricidad. Nunca la habían tenido. O el dinero gastado en investigación sobre el Chagas, cuando el problema radica en la pobreza y la marginalidad. Ejemplos, miles. Sin embargo, es algo que no sorprende por lo menos de la clase política, sea del partido que sea (suponiendo que tal cosa existe). A los médicos y al personal de salud en general, al comienzo de todo este asuntito de la pandemia, nos aplaudían. En todo el país y en el mundo, puntualmente a las 21, desde balcones, terrazas, patios, veredas se oía al unísono el choque enérgico de las palmas de las manos. Pero, ¿cuánto duró ese entusiasmo? En alguna que otra guardia los escuché y esbozaba una sonrisa de romanticismo por la situación. De a poco, o no tanto, los aplausos migraron del reconocimiento a los que ayudábamos y pasaron a formar parte de reclamos casi permanentes: despidos, aumentos salariales, justicia por homicidios, reforma judicial, etc. En otra situación uno podría decir: “Me voy, me cansé de este país”. Pero ahora no podemos ni siquiera elegir eso. No nos podemos ir, no nos dejan salir. Y si llegáramos a escaparnos, no podríamos entrar a otro lugar, porque gran parte del mundo está igual. Por eso, se puso muy de moda el versito de hay que reinventarse. Que alguien me explique cómo mierda reinvento años y años de falta de formación de profesionales. Siento que somos la cara de un dado. Un día estamos arriba y al otro abajo. Pasamos repentinamente y sin transiciones lentas de un punto a otro contrapuesto. Hoy tenés un comercio de 60 años, pero mañana ya no, lo tenés que cerrar. Hoy tenés trabajo, bueno, mañana no. El detalle, por si aún no lo notaron, es que el vasito desde el cual se baten y tiran los dados, lo tiene la clase política en todos sus niveles. Ellos sí, como nos vienen mostrando en la cara, tienen la capacidad de moverse con la cadencia de sus necesidades y/o intereses. Hoy son de un partido, mañana quizás no tanto, pasado ya un poquito menos, después ya no y al tiempo son de otro. Ellos sí que supieron limar los dados, para no pasar repentinamente de un lado al otro. Convirtieron sus dados en perfectas esferas que giran y giran de aquí para allá, sin parar jamás. De intendentes a gobernadores; de diputados a senadores; de presidentes a vicepresidentes. Y así el ciclo se reinicia, uuuuuna y otra vez. Solo siguen la pendiente, la cual ellos mismos van generando y anticipando el movimiento para poner sus esferas en el sitio exacto para que sigan el sentido que previeron.
No quiero terminar sin agradecer por esos aplausos, que en algún momento logramos escuchar. Era una de las pequeñas cosas que quizás nos reconfortaban un poco. Saber que ustedes y nosotros estábamos todos en el mismo equipo. Hoy cada uno, en su egoísmo o necesidad, cuida que su dado no cambie repentinamente y quede boca abajo. Espero, de todo corazón, que no pasen a ser limadores de dados; y sobre todo espero en este momento en que la cosa se está poniendo cada vez más espesa, más densa, que se vuelvan a escuchar aunque sea de vez en cuando esos aplausos que nos aliviaban del agobio permanente.