¿FAKE NEWS EN LA CULTURA?
Las contratapas de los libros y los afiches de las películas solían contener, en otra época, opiniones favorables de críticos reconocidos que, en su evaluación de las obras, hablaban maravillas de ellas. En algunas ocasiones, esas frases estaban sacadas de contexto y, dentro de un artículo no tan elogioso, se extraía justo la oración en que el periodista especializado destacaba un aspecto positivo. “Imperdible”, “conmovedor” o “emocionante” eran los adjetivos más habituales en estos párrafos que tenían la intención de convencer al público acerca de méritos que bien podían no ser tales.
Como en tantos otros ámbitos, también esa función es desempeñada en estos días por las redes sociales, donde ciertos opinadores profesionales le ponen su firma a posteos sobre productos culturales, a los que recomiendan acceder “sí o sí”. Algunas veces desde el chauvinismo (cuando se trata de artistas locales) y otras veces desde el esnobismo (cuando se habla de nombres foráneos), procuran digitar el consumo de quienes quieren incorporarse a la degustación del arte y que, con ese fin, se pliegan a las tendencias marcadas por estos gurúes. Por supuesto, los influencers completan su presencia virtual con columnas en los medios tradicionales, donde refuerzan sus juicios de valor.
Este mensaje, muy bien amplificado y distribuido, termina provocando un monopolio en la oferta artística, que unifica criterios y se concentra en unos pocos largometrajes, discos, novelas, muestras de arte y obras de teatro, a los que se califica como “imprescindibles”. Y aunque pueda darse que haya quienes tengan un motivo particular (económico, afectivo, político) para subirle el pulgar a algo, quizás en la mayoría de estas apologías se esconda un afán de “tener la posta”, al que se va acoplando luego un coro de replicantes temerosos de quedar afuera del círculo de iluminados.
Si es necesario, en ese proceso de canonización se apelará a argumentos incontrastables, que después serán citados como garantía de corrección por los que vengan atrás. Una actuación apenas discreta pasará así a ser una “interpretación sublime”, una composición insulsa se consagrará como “la canción que mejor refleja lo que nos está ocurriendo” y un relato más bien aburrido será presentado como “el libro que todos deben leer”. Mediante el mismo procedimiento que motoriza las fake news, estas exageraciones falaces se multiplicarán sobre todo entre quienes, en el contexto de una conversación, van a compartirlas como si fueran verdades absolutas.
La crítica ha recorrido un largo camino y, en este derrotero que la ha puesto al borde de la extinción, ha olvidado el compromiso de divulgación que toma al señalar las expresiones culturales con su índice. En vez de abrir el juego para visibilizar aquello que todavía no es conocido y merece otra suerte, prefiere cerrar el círculo y adular a unos pocos elegidos, que entre tantas alabanzas pueden caer en la tentación de creer que han tocado techo. Si se va a recurrir a la mentira, mejor hacerlo para favorecer a un ignoto con un gran potencial creativo, que para seguir engordando el ego de un indiscutido.