LAS MENTES QUE PIENSAN LA MENTE
En julio de 2009, los Institutos Nacionales de la Salud (National Institutes of Health, NIH) anunciaban, en Estados Unidos, el lanzamiento de un proyecto de 30 millones de dólares que utilizaría tecnología de producción de imágenes biomédicas para cartografiar los circuitos neuronales del cerebro humano [1]. Se trataba del Proyecto Conectoma Humano (PCH) [2]. Su nombre nos remite, claro, a otra ambiciosa investigación médica a gran escala: el Proyecto Genoma Humano, que, entre 1990 y 2003 cartografió la secuencia completa de ADN de una persona promedio. El PCH en cambio consiste, a decir verdad, en un conjunto de trabajos científicos en diferentes etapas de desarrollo que tienen por objeto común el estudio de las conexiones neuronales en el cerebro, una madeja de cables que permanece en buena medida enmarañada en las manos de la ciencia. Su objetivo es, según el sitio web oficial de la iniciativa, “proporcionar una recopilación incomparable de datos neuronales, una interfaz para navegar gráficamente por estos datos y la oportunidad de lograr conclusiones nunca antes realizadas sobre el cerebro humano vivo” [3]. Dibujar el mapa de ruta del cerebro y hacer que no parezca tan difícil llegar a cualquier parte. Esa sería la idea.
De almas y computadoras
A veces, pareciera que el poder pone tanto empeño en construir la verdad, que no puede evitar imprimirle su forma. O tal vez, con mayor probabilidad, que lo profundamente desconocido y lo absurdamente potente nos son al mismo tiempo tan ajenos y tan avasallantes, que no podemos evitar asociarlos. De otro modo, difícil sería explicar que las mentes del siglo XVII llegaran a verse a sí mismas como entes etéreos, incorpóreos, radicalmente separados de la carne, a imagen y semejanza del dios de los cristianos; y, en cambio, las del siglo XXI prefirieran identificarse con supercomputadoras, al compás de la cuarta revolución industrial.
El asunto no es menor porque el conocimiento científico no encuentra cauce para discurrir distinto al que le ofrecen estas disposiciones a priori. Si la concepción de la mente humana como un alma, ajena al cuerpo y privada de cualquier clase de sustancia, y ergo de nosotros mismos como seres de naturaleza dual, acompañó al desarrollo de toda una serie de innovaciones en el terreno de las ciencias formales sustentadas en una forma de idealismo de carácter gnoseológico; también entonces la mente-ordenador es efecto y a la vez causa del progreso científico en un ámbito más propiamente fáctico. ¿Acaso la mente se mira a sí misma por la mirilla de una puerta que ella misma se obstina en mantener cerrada?
Seguramente por eso, conforme el mundo de hoy va dejando paso al de mañana, la tierra se va plagando de circuitos integrados y los últimos rincones vírgenes de la selva penetran en el promiscuo algoritmo de Google Maps, las mentes que piensan a la mente, haciendo caso omiso del software al que alguna vez se abocaron con esmero, en eternas discusiones sobre la naturaleza del alma y la estructura de la psiquis, contemplan ahora con asombro al cerebro, sustancia mental verdadera e inmanente. Sobre las ruinas de toda presunta teología, se eleva este órgano, fanal de la ciencia moderna, que, desde su mismísima organicidad, desde la realidad de su materia tangible (es decir, desde su hardware), parece decirnos: “acá adentro, en algún lugar, están ocultos los secretos de la mente”. ¿Pero dónde?
La arquitectura cerebral y el problema de la función
Recordemos que, en el cerebro, las neuronas no se encuentran uniformemente dispersas, sino que se disponen algunas en núcleos profundos, que se conocen como ganglios basales, y otras en una delgada capa de corteza periférica, conformando lo que se conoce como materia gris, debido al color que presenta. El resto de la masa encefálica está constituida por axones, es decir, líneas de conexión, que comunican estos grupos de neuronas entre sí y con otras estructuras distantes. La madeja de axones en su conjunto forma una estructura de composición predominantemente grasa que se denomina sustancia blanca.
Grosso modo conocemos que existen áreas de la corteza cerebral relacionadas con determinadas funciones, tales como el habla, la visión y la motricidad. Y aún más: dentro de estas áreas, una suerte de “subregiones” que nos facilitan, verbigracia, el reconocimiento facial o de la figura humana, o el movimiento de grupos musculares muy precisos. Sabemos, como repasábamos en un artículo previo [4], que, cuando aquellas funciones son efectuadas, casi simultáneamente se desencadenan cambios neurofisiológicos en los grupos de neuronas estudiados. Es opinión general de la ciencia contemporánea (o quizás sesgo) que, entre estos dos procesos paralelos, existe necesariamente una relación de causalidad, cuyo sentido se extiende de lo orgánico a lo inorgánico, del cerebro a la mente. Es un principio epistemológico innegable de las neurociencias tal y como son concebidas en la actualidad: los procesos mentales son secundarios a procesos neuronales y así es como deben ser interpretados y estudiados.
Sin intención de zarpar nuevamente hacia aguas profundas, el análisis de los fundamentos neurocientíficos desde esta perspectiva no suele más que dejarnos desnudos frente a preguntas bastante incómodas. ¿Dónde está el centro de comando? ¿Qué neurona o grupo de neuronas podría arrogarse la potestad sobre el individuo todo? ¿Existe un cúmulo neuronal, un área de la corteza cerebral o un núcleo profundo de sustancia gris determinante, es decir, que sea autárquico y autoválido en la contención de los elementos necesarios para determinar los rasgos fundamentales de la mente humana (la voluntad, la conciencia, la personalidad, el modo de hablar, los gustos y preferencias, etc.)? ¿O, por el contrario, y sin dejar de mostrarnos en conformidad con lo expuesto en el párrafo anterior, podemos asumir que se trata de una serie de características que responden a estructuras neurológicas dispersas y, de alguna manera, comunicadas? ¿Es en estas islas de materia gris y en su inagotable intercambio que tienen origen todos los rasgos antes mencionados?
Todo lo previo podría resumirse en una situación como la que sigue: cuando “yo” “decido” realizar una acción tan sencilla como presionar un botón (ilustren las comillas la incertidumbre sobre la verdadera naturaleza de los dos conceptos enunciados), ¿en qué parte de mi cerebro están las neuronas que toman esa decisión? ¿Soy “yo” realmente quien “decide” a través de los cambios neurofisiológicos que podemos llegar a evidenciar en esas neuronas, o, por el contrario, las modificaciones de la actividad neuronal son una consecuencia de mi decisión? O peor aún, si comprobásemos que en realidad estas neuronas se activan antes de que yo haya tomado la decisión, entonces ¿soy realmente “yo”, en mi autopercepción consciente, quien decide? ¿Tiene sentido defender el concepto de “voluntad”? ¿Hablar de una “decisión voluntaria”? ¿Tiene sentido sostener la existencia de un “yo”?
A partir de los trabajos realizados más de un siglo atrás por figuras de renombre como Paul Broca, Gustav T. Fritsch, Eduard Hitzig y Camillo Golgi, entre otros, el cerebro humano fue presentado ante la comunidad científica como un conjunto de estructuras dispuestas en una organización rígida que distinguía áreas “elocuentes” y “no elocuentes”, cada una de ellas ocupando un lugar específico en la anatomía y soportando una función neurológica precisa [5]. El enfoque de investigación que primaba entonces era discreto, unitario, topográfico, enfocado en la comprensión de la neurona, sus sinapsis (conexiones entre dos neuronas), sus neurotransmisores (agentes químicos que operan en esas conexiones), el giro y el área cortical a la que pertenecía, etc.
Conectividad cerebral
No obstante, en las últimas dos décadas, conforme el progreso tecnológico y el fenómeno de Internet fraguaban la globalización a través de una conectividad sin precedentes, los neurocientíficos, llamativamente, comenzaron a notar también, puertas adentro, que nuestro cerebro mostraba signos de una hiperconectividad hasta entonces sutilmente disimulada. Las fibras blancas encefálicas, esos cables delgados y poco estudiados que se encargan de transmitir la información entre neuronas relativamente distantes, adquirieron un rol protagónico en el mundo de la ciencia. Pronto, les fueron atribuidas funciones que antes se presumían exclusivas de algún área elocuente de la corteza, desplazando el eje de la neurofisiología de la actividad cortical (en la corteza) a la conectividad cerebral subcortical o profunda (por debajo de la corteza).
Es el caso, por ejemplo, de la neurofisiología del lenguaje, función que pocos años atrás se creía regida por un área de articulación (área de Broca) y otra de interpretación de la palabra (área de Wernicke) y que, actualmente, ha visto replanteada su estructura de organización teórica en un modelo que grafica una corriente ventral (fonológica) y otra dorsal (semántica), pero que admite la participación minoritaria de otra decena de grupos neuronales [6]. Un ordenamiento multifactorial que, poco a poco, comienza a adquirir carácter de sistema complejo, es decir, uno en que la intermediación de un sinnúmero de variables determina comportamientos o resultados difíciles de predecir en ausencia de modelos de simulación [7].
Todo un cúmulo de nuevas teorías e investigaciones afines se fueron agrupando en torno a un modelo que, oportunamente, fue bautizado “hodotópico”, término que resulta de la fusión de hodos (οδός) y topos (τόπος), respectivamente, ‘camino’ y ‘lugar’ en griego, y que refleja la intención de adoptar un abordaje complementario a la topografía cerebral tradicional (que estudia las diferentes regiones cerebrales por separado) integrándola con una visión hodológica (es decir, de conectividad) [8].
El campo de investigación en sí se sustenta en buena medida en una serie de estudios que no fueron realizados ni por neurólogos, ni por biólogos y ni siquiera por neurocientíficos, sino por dos matemáticos llamados Duncan J. Watts y Steven H. Strogatz, a quienes se atribuye la invención del “modelo de redes de mundo pequeño” (o modelo de Watts y Strogatz) [9]. En el artículo original, publicado en la revista Nature en 1998, se propone que muchas redes biológicas, tecnológicas o sociales podrían ser interpretadas como circuitos que proporcionaran especialización regional pero que conservaran, además, una transferencia de información global eficiente. De este modo, los autores se alejaban de otros modelos que planteaban topologías de conexión que basculaban entre lo completamente regular y lo completamente aleatorio.
En este marco, quizás nacido de la lunática y desesperada voluntad de conocer de qué va eso que llamamos mente, se desarrolla el Proyecto Conectoma Humano. Si consideramos que el estudio de los 100.000 millones de neuronas del cerebro de un adulto promedio, tantas como estrellas en la Vía Láctea, es sin lugar a dudas un desafío sin precedentes [10]; entonces no podremos menos que admirar la soberbia de una iniciativa que se propone describir las quince mil sinapsis que cada una de esas neuronas posee [11].
Tal vez por eso, un gigante de la industria tecnológica como Google, en asociación con el Janelia Research Campus del Instituto Médico Howard Hughes, en Virginia, emprendió recientemente un proyecto un poco más modesto: cartografiar el cerebro de la mosca de la fruta. Bueno, a decir verdad, tan solo una porción del mismo, conocido como hemicerebro, con un total de 25.000 neuronas y 20 millones de sinapsis (es decir, aproximadamente el 0,000025% del volumen de neuronas en el cerebro del humano adulto promedio). La mosca de la fruta, cuyo nombre científico es Drosophila melanogaster¸ es un organismo relativamente interesante para las neurociencias dado que, pese a tener un cerebro pequeño, pueden desplegar comportamientos complejos tales como danzas de apareamiento. En enero de 2020, Google y Janelia anunciaron orgullosamente que, tras dos años de labor, el proyecto había sido completado [12]. No obstante, a la fecha, el único organismo cuyo cerebro ha sido completamente mapeado es C. elegans, un gusano microscópico con tan solo 302 neuronas y unas 7000 sinapsis [13].
Urgencia filosófica
Los “conectomistas”, este grupo de investigadores que comienzan a imponerse en el campo de las neurociencias, sostienen que cartografiar completamente las conexiones entre nuestras neuronas nos revelará algún día los secretos de nuestra mente, memoria y conciencia. Si nos guiamos por sus dichos, un mapa de cerebros individuales puede ser el modelo que algún día llevará a la inteligencia artificial a un nivel humano o reconstruirá una mente humana completa en forma digital [14]. Ahora bien, suponiendo que algún día fuésemos capaces de decodificar completamente estas innúmeras conexiones, ¿nos encontraríamos necesariamente con la respuesta a todas nuestras preguntas? Una profunda (y colectiva) reflexión filosófica al respecto se nos presenta como una necesidad urgente.
La mente se resiste a ser definida. Se conserva tan refractaria a la descripción de sí misma como necesaria para ello. Independientemente de todo lo que se diga de ella, su complejidad siempre termina saliendo a flote. El cerebro, por su parte, un verdadero laberinto de cables engrasados, aparenta no ser menos difícil de entender, pero, al menos, podemos sostenerlo entre las manos, medirlo, pesarlo, cortarlo, seguir cada cable de extremo a extremo a través de circuitos inextricables. Al menos, en el fondo, el cerebro puede ser materia de estudio de las ciencias fácticas. Aunque quizás sea una materia inabarcable, quién sabe. Al menos podemos pretender que estamos avanzando en algún sentido.
¿Con qué nos encontraremos al final de este camino, si es que existe efectivamente un final? ¿Qué nuevos dispositivos tendremos que desarrollar para seguir estudiando el encéfalo? La tecnología, fuente de poder y saber, no sólo nos ayuda a entender cómo funciona el cosmos a nuestro alrededor y nuestro propio organismo, también, de algún modo, nos condiciona y hasta nos obliga a entenderlo de una cierta manera y no de otra. ¿Con cuál de esos aparatos vamos a identificar al cerebro del siglo XXII? ¿Se parecerá a un supercomputador cuántico, a un transbordador intergaláctico o a un microondas con conexión WiFi?
El tiempo, sospecho, nos tiene reservada alguna sorpresa.
[1] https://www.nih.gov/news-events/news-releases/nih-launches-human-connectome-project-unravel-brains-connections
[2] http://www.humanconnectomeproject.org/
[3] https://www.humanconnectome.org/about-ccf
[4] https://pogo.com.ar/el-cerebro-de-diegote/
[5] Gross, C. G. (2007). The Discovery of Motor Cortex and its Background. Journal of the History of the Neurosciences, 16(3), 320–331. https://doi.org/10.1080/09647040600630160.
[6] Chang, E. F., Raygor, K. P., Berger, M. S. (2015). Contemporary model of language organization: an overview for neurosurgeons. Journal of Neurosurgery, 122(2), 250–261. https://doi.org/10.3171/2014.10.jns132647.
[7] Telesford, Q. K., Simpson, S. L., Burdette, J. H., Hayasaka, S., Laurienti, P. J. (2011). The Brain as a Complex System: Using Network Science as a Tool for Understanding the Brain. Brain Connectivity, 1(4), 295–308. https://doi.org/10.1089/brain.2011.0055.
[8] De Benedictis, A., Duffau, H. (2011). Brain Hodotopy: From Esoteric Concept to Practical Surgical Applications. Neurosurgery, 68(6), 1703–1723. https://doi.org/10.1227/neu.0b013e3182124690.
[9] Watts, D. J., Strogatz, S. H. (1998). Collective dynamics of ‘small-world’ networks. Nature, 393(6684), 440–442. https://doi.org/10.1038/30918.
[10] https://www.nature.com/scitable/blog/brain-metrics/are_there_really_as_many/
[11] Nguyen, T. (2013). Total Number of Synapses in the Adult Human Neocortex. Undergraduate Journal of Mathematical Modeling: One + Two, 3(1). https://doi.org/10.5038/2326-3652.3.1.26.
[12] https://www.theverge.com/2020/1/22/21076806/google-janelia-flyem-fruit-fly-brain-map-hemibrain-connectome
[13] https://singularityhub.com/2019/07/18/the-first-complete-brain-wiring-diagram-of-any-species-is-here/
[14] https://www.theverge.com/, loc. cit.