LA VACUNA EJEMPLAR
EDITORIAL
Las celebridades son personajes fundamentales dentro de la farsa de la sociedad de consumo. Representan el punto culminante del ascenso a un estándar de vida que muchos creen merecer. Y son la muestra de que, si alguien lo consiguió, todos podemos hacerlo. Será necesario talento, desfachatez, ambición, un don especial o simplemente suerte. Pero observar esa fauna de famosos es lo que genera la ilusión de que se puede llegar y de que nada es imposible.
En tanto los auténticos poderosos prefieren mantenerse ocultos para que nadie descubra sus privilegios, esta casta mediática hace todo lo contrario: expone sus lujos, desnuda su intimidad y comparte sus secretos, porque así se lo exige la prensa que se dedica a seguir sus pasos para que nada quede sin saberse. Es el costo que debe pagar para seguir habitando ese Olimpo terrenal, que tiene su mayor exponente en el ecosistema hollywoodense y que de allí hacia abajo derrama glamour y excentricidades para todos los gustos.
Pertenecer a una elite como esa facilita el pasaporte directo a un sinfín de prerrogativas no aptas para el resto de los mortales. Bebidas, comidas, ropas, viviendas y automóviles carísimos están a su disposición, además del halago constante de los fans y el acceso a caprichos sexuales que caerían bajo el rótulo de inmoralidad si es un ser anónimo quien los practica. Y aquellos excesos que en un ciudadano del motón serían señalados como adicciones, en uno de estos semidioses apenas si aparece como un desliz dentro de una carrera exitosa.
Personal de seguridad, guardias privados y hasta agentes policiales se encargan de la protección de los miembros de esta aristocracia, en un despliegue al que jamás podría aspirar un vecino de los suburbios. Y ni qué hablar de los taxistas o dueños de restaurantes que reconocen a estas figuras y no les cobran por sus servicios; o los beneficios que reciben por publicitar determinados productos; o las entradas que se les franquean a cada paso, barreras que, por otro lado, clausuran sin miramientos el avance de quienes no han tenido la fortuna de llegar a la meta de los triunfadores, aunque más no sea por un rato.
Todos sabemos que esto es así y consentimos que ocurra. Si hasta nos hemos puesto alguna vez en la cola de los que piden autógrafos o hemos rogado por una selfie que inmortalice nuestra fugaz cercanía con alguien que solemos ver del otro lado de las pantallas del cine y la TV. Consumimos la chatarra de los chimentos y los comentamos con la gente que nos rodea, como si lo que les pasa a ellos fuera más importante que lo que nos pasa a nosotros. Y a veces hasta nos tatuamos sus nombres, sus frases, sus imágenes, como prenda de fidelidad a una persona que ni siquiera sabe de nuestra existencia.
Después de haberlos dotado de tamaña investidura, de haberles gritado que los amamos y de haber padecido sus desgracias y compartido sus alegrías, resulta que ahora nos preguntamos por qué tienen prioridad para vacunarse. Y nos humilla que ellos publiquen en sus redes las fotos del momento en que les clavan la aguja, mientras nosotros nos quedamos a la espera de un pinchazo que quién sabe cuándo nos va a tocar. La excusa que se brinda es que, para que nadie se niegue a recibir su dosis, ellos se prestan a una puesta en escena ejemplificadora. O sea, vamos… nada que no hayan hecho con anterioridad.