LA ÚLTIMA VEZ QUE AGARRÉ UNA GUÍA TELEFÓNICA

En caso de que continúen existiendo, dudo de que alguien extrañe las guías telefónicas o, al menos, note su ausencia en la cotidianidad. Justamente por estos días de febrero se cumplen 143 años desde su invención y supongo que podemos asegurar que lentamente caminan al olvido absoluto. Y no está mal. Tener un libraco de 10 kilos de papel amarillento y letra diminuta para buscar un número de teléfono es algo por demás inútil en la actualidad. Es más, diría que los mayores logros desde la aparición y popularización del internet son poder ver Los Simpsons a las 2 de la mañana de un martes cualquiera, los memes y la abolición de las guías telefónicas.

No obstante, hay algunos puntos que tocan fibras sensibles y mueven un poco el panorama que refiero:

Existe una determinada conjunción de eventos astronómicos y culturales magníficos que hacen que, para los niños, el horario de la siesta sea, a veces, un portal a otra dimensión. El sol en su máximo punto vertical, la ausencia absoluta de progenitores, el nivel de azúcar en sangre y la falta de tareas inmediatas; es un hermoso caldo de cultivo para mandarse todas las cagadas posibles como si no hubiese un mañana.

Pienso que tal vez del sopor de las siestas infantiles hayan tenido un parto temprano los grandes momentos de la humanidad. Un San Martín jugando con una ramita de quebracho en forma de espada, un ciudadano mesopotámico del 3500 a.c. haciendo unos garabatos cuneiformes de aburrido no más, una María Elena Walsh tarareando un germen de canción, un Lenin bebé, que ya nació pelado y con barba estilo Van Dyke, escribiendo táctica revolucionaria. De hecho, el título con el que el líder bolchevique llamó a su famoso libro de 1902, “¿Qué hacer?”, es la misma pregunta fundacional para el imaginario diario de un niño o niña a las 15 horas.

En ese momento el universo parece un ecosistema inerte y atemporal. Todo flota. Nada transcurre. Las aguas de Heráclito no corren y los pibines se bañan una y otra vez en el mismo río. Desde la costa y con abundante protector solar en la nariz, el filósofo griego mira receloso.

El barrio se abre a la magia. Del calor del asfalto brotan como lagartijas algunos amigos con las mismas ganas de canalizar la energía haciendo algún lío.

Y ahí reposaba ella. Tan soberbia y llena de contenido telefónico. Nos miraba encima de alguna mesita pequeña y sobre una fina carpeta de hilo blanco tejida a crochet. Vení, agarrame y llama a todos estos giles y deciles alguna gansada. Uno se resistía, pero será esa especie de fuerza gravitatoria que ejercen los libros voluminosos, o algo así, que es implacable. Porque para formar comunidades, grupos, adeptos o cualquier fenómeno gregario es necesario un libro bien grande, que aspire al infinito y que probablemente nadie en la historia haya leído en su totalidad. La Biblia y los católicos, El Capital de Marx y los marxistas, el Código Penal y los jueces federales, cualquier libro y los libertarios, y por último las guías telefónicas y los niños aburridos.

Recuerdo ver a mi hermana, mayor solo por tres años, manejando con ductilidad el libraco como si fuese una libretita de bolsillo. Mirá, me decía, este apellido rima con upite. Yo me reía admirando esa capacidad de poesía intuitiva y enajenada. Me tocaba agarrar el teléfono, marcaba y toda la compleja conversación ideada bajo cronómetro quedaba reducida a un simple grito nervioso: “Carlos Ferrite sos un upite”. Mientras alejaba el tubo e iba en trayectoria directa a cortar podía llegar a escucharse un leve pero claro insulto como bala perdida que nos colmaba de satisfacción y malicia infantil.

Seguramente existe algo del orden de lo azaroso, lo casual y lo ritual que las guías se llevarán a su tumba analógica.

Mi última vez

Meses antes del mundial de Fútbol de 2014 juré nunca más agarrar un ejemplar. El progreso técnico y la escasez de guías me acompañan en esta empresa ridícula. Recuerdo la noche claramente. Éramos un grupo de amigos encerrados en una habitación llena de humo. Habíamos estado tomando vino tinto con Pritty y ginebra con pomelo. Entre la mala iluminación, el humo y el escabio en la cabeza llegábamos a niveles de ceguera y oxígeno poco recomendables. Había una guía dando vueltas que terminó en mis manos por un rato. Me estaba aburriendo así que antes de irme a casa la tiré hacía arriba, voló por el aire como esos sobres del programa de Susana Gimenez. Mi amigo Ema le metió un manotazo y arrancó una página cualquiera del medio. De entre las cientas y cientas de ellas, justo sacó la que tenía, al dorso, el número de su casa a nombre de su padre Renato Pasquali. Estallamos. Ese era el sobre ganador y el Ema el susano más grandote y desprolijo del show de tv.

Pueden existir explicaciones más racionales pero elijo creer en la belleza insuperable del azar y lo analógico; los juegos y los rituales. Lo que simplemente sucede. Porque sí. Como el llamado de un niño que quiere joderte la siesta. Porque sí. No quiero volver a tocar otra guía telefónica.

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