CIELO QUÍMICO
EDITORIAL
En abril de 1983 el director ruso-israelí-neoyorquino Slava Tsukerman estrenó el que sería quizás su filme más celebrado: Liquid Sky. Visto a la distancia parece un mamotreto pseudo-psicodélico de 112 minutos que no terminan jamás, pero recuerdo que por aquellos tiempos se convirtió en una película de culto para los pescadores de altura de nuevas tendencias artísticas. Básicamente, cuenta la historia de unos extraterrestres chiquitos e invisibles que recalan en la Tierra para apoderarse de las endorfinas que generan los humanos al momento del orgasmo, a modo de estupefaciente natural. Encima desembarcan en la Nueva York de principio de los 80 en donde el punk ha dejado de ser la contracultura para convertirse en lo establecido, haciendo transpirar la pantalla de vestuarios brillantes, peinados explosivos y pómulos filosos como vidrios rotos. En todo momento se percibe un tufillo al The Factory de Warhol con personajes andróginos, polisexuados y Drag Queens tempranas que prefiguraban el futuro mediato. Y drogas, drogas de todo tipo y por todos lados.
Pero es injusto valorar la película con ojos contemporáneos. Nada de lo que ella muestra ha perdurado, excepto una sola cosa: la debilidad de cualquier terrícola -o extraterrestre- por alterar su propia química con sustancias complementarias.
Si hay algo por lo que podemos caracterizar al ya consolidado siglo XXI es por la configuración de una sociedad química. Esa misma a la que refiere Paul -o Beatriz- Preciado cuando habla de la pornofarmacología. El individuo recurriendo a sustancias sintéticas para normalizar su cotidianeidad y, en definitiva, su vida.
No nos equivoquemos, no es un hecho exclusivo de estos tiempos. En la novela El Nombre de la Rosa, ambientada en el siglo XIV, Eco pone en boca del herbolario alemán Severino da Sant´Emmerano una detallada descripción sobre los efectos de diferentes hierbas y plantas sobre la salud y el comportamiento. Hoy lo leemos con una mezcla de incredulidad y simpatía al descubrir las bondades de la cebolla como favorecedor de las erecciones masculinas.
Desde los albores de la civilización hemos buscado en la naturaleza –o en los alambiques- las fórmulas necesarias para afrontar nuestra infranqueable realidad física o psicológica. Sin embargo, nunca antes como ahora los matraces y las probetas han dado tantas respuestas a tantas problemáticas puntuales. No es casual que la farmacéutica sea la segunda industria más rentable del planeta. Tiene su lógica. Somos química pura, más aún, algunos racionalistas sostienen que hasta nuestro espíritu lo es y ante tantos organismos diferentes parecería que muy pocos se adaptan naturalmente a los paradigmas que exigen las sociedades actuales. No hablo de drogas, medicamentos o tratamientos que curan o ayudan a mejorar la calidad de vida. Ni siquiera de las que consumimos recreativamente. No. Hablo de las que uniformizan cuerpo y cerebro según un criterio de estereotipo y productividad.
Tomamos Clonazepam para dormir, Armodafinil para mantenernos despiertos, Alplax para tranquilizarnos, Ritalin para excitarnos, Anfetaminas para bajar de peso, Megestrol para subir de peso, Ducodyl para cagar, Loperamida para dejar de cagar, Viagra para que se pare, Prozac para que se baje, Metilendioximetanfetamina para enamorarnos, Esteroides para desenamorarnos, Anabólicos para tener músculos, Fentermina para dejar de tenerlos, Betacarotenos para no oxidarnos, Lithobid para no deprimirnos, Ubiquinol para no envejecer, Clozapina para no enloquecer, MDPV para enloquecer, Nootropil para ser más inteligentes, Nembutal para ser más boludos y Ácido Hialurónico para levantar el culo. La sociedad capitalista marca sus límites y salirse de ellos demanda pequeños ajustes que se compran en la farmacia.
Da la sensación que el mundo en que vivimos exige niveles de normalidad en los que pocos seres humanos se sienten cómodos. El éxito se ha convertido en un parámetro aspiracional ineludible, aunque el acceso a él resulta esquivo para la mayoría de los mortales. Inclusive para los “exitosos” que deben recurrir también a pastillas en pos hacer más llevadera su existencia.
¿Es acaso esta necesidad de corregirnos permanentemente el metabolismo y el temperamento el resultado de mirarnos en el espejo de un sistema perverso que destierra al diferente? Un sistema que exige siempre por encima de nuestras posibilidades, para el que nunca estaremos a la altura como individuos productivos y triunfadores.
Tal vez el acto de rebeldía de una generación que ya poco tiene de rebelde sea precisamente salirse del molde de lo “normal”. Atrevernos a vivir con nuestras químicas deficitarias, con nuestras enzimas caprichosas y nuestros neurotransmisores díscolos. Con toda nuestra endocrinología fracasada de losers irredimibles.
Quizás así finalmente entendamos que el paraíso químico es sólo un invento de los laboratorios.