GRACIAS POR EL QUILOMBO, MARIO

Llegué tarde a Vargas Llosa. Había leído en un volumen Los cachorros y Los jefes  hará unos quince años y no me había impactado, probablemente porque yo leía mal y rápido en esa época. Después, entre que yo era medio trosko y el tipo se había hecho de derecha, no me volví a acercar por esa ingenuidad política que querría llamar adolescente, pero que es general y afecta a casi todo el mundo, sin importar la edad. Además, el boom se me había vuelto una “cosa literaria” un poco tosca y olvidable. Otra vez la ingenuidad y la pereza intelectual: los escritores del boom son de una variedad increíble y Vargas Llosa no tiene nada que ver, literariamente, con García Márquez, al mismo tiempo que García Márquez es muy distinto de Cortázar y así sucesivamente. Está todo bien con decir que el boom fue un fenómeno comercial, porque lo fue, pero el que solo mira esa dimensión, se pierde una página genial de la historia de la literatura universal.

Durante algunos años seguí puteando a Vargas Llosa cuando se me presentaba la oportunidad. Lo hacía sin haberlo leído y sin haberlo escuchado, solo por lo que me habían dicho que pensaba. Y en algún momento me olvidé de él completamente. Recién en 2023 o a principios del 2024 me entró la curiosidad por La fiesta del Chivo. Quería leer esa novela, no sé bien por qué: habré escuchado algún comentario interesante o habré visto algo sobre Trujillo. La cosa es que esperé pacientemente hasta que el libro cayera en mis manos y así ocurrió en una librería de usados en Buenos Aires a mediados del 2024. La fiesta del Chivo en perfecto estado por algo así como diez mil pesos. Me lo llevé y lo empecé a leer ese mismo día. Ya el nombre Urania me llamó la atención en las primeras páginas, pero después me fui sumergiendo en ese barro espeso que es la estructura de los diálogos en la literatura de Vargas Llosa. Encontré un balance muy difícil de lograr entre la pulsión clásica de sostener una trama interesante y atrapante y la pulsión vanguardista de darle protagonismo a la forma y a la experimentación con el lenguaje. Estaba ahí uno de los sellos de Vargas Llosa: contar una historia a través de dos diálogos diversos que ocurren en momentos diferentes, pero que se refieren al mismo suceso. Está el diálogo del presente de los hechos, donde los personajes hablan y actúan, y el diálogo del futuro, donde alguno de esos personajes narra la historia a otros. El truco está en que no hay marcas textuales que identifiquen el cambio de diálogo: deliberadamente, Vargas Llosa juega a confundir esas dos líneas temporales, de forma que lo que un personaje dice en el presente obtiene una respuesta de lo que otro dijo en el pasado y hay que estar atento para no perderse.

Resultó que La fiesta del Chivo era esa obra maestra que alguna vez me habían pintado. Y era una obra maestra de madurez, porque salió en el 2000. Quería más. Me fui a leer Lituma en los Andes, porque estaba fascinado con el conflicto peruano de los 80 y los 90. Impresionante. Me compré entonces un volumen de las obras completas de Vargas Llosa para leer La casa verde que, según su propio autor, fue la novela en la que más cerca estuvo de entregarse a la experimentación formal pura (o sea, al abandono de la trama). Una locura: muchas veces no se sabe quién está hablando, pero sobre todo no se sabe cuándo está hablando. La mezcla de tiempos sugiere que nada cambia nunca, que la realidad es esencialmente gatopardista. Y así fue que me compré otro tomo de las obras completas…

A la par de ese interés literario, creció un interés personal: me puse a escuchar a Vargas Llosa. Infinidad de entrevistas y conferencias. El tipo podía hablar dos horas de corrido, sin leer, sobre temas espesos como la relación entre literatura y política sin decir una sola boludez. Me aprendí su recorrido político: de Sartre a la Thatcher, con todo tipo de escalas. Su apoyo a la Revolución Cubana, su desencanto a través del caso Padilla, su candidatura a la presidencia de Perú (nada menos que contra Fujimori), su desprecio por los gobiernos populares-populistas, su amor por un cierto tipo de democracia, pero en todo caso su defensa irrestricta de la democracia en general en los últimos años. Me encontré con alguien que pensaba, en el sentido más radical de la palabra: alguien para quien sus propias convicciones estaban sometidas a discusión constantemente y de forma auténtica. Vargas Llosa era uno de esos raros especímenes que son capaces de preguntarse verdaderamente si lo que piensan es lo correcto; capaces de afirmar, sin hipocresía, que yo es otro y yoesotrear sin detenerse a ver a quién le cae simpático y a quién no.

A la par que crecía mi respeto por Vargas Llosa, disminuía el que sentía por aquellas personas inclinadas a tomar todo tipo de precauciones antes de anunciar que tal o cual novela del tipo era buenísima (yo mismo me incluía en ese grupo). Gente de lo más inteligente y culta tiene la sensación de traicionar algo al decir que un tipo de derecha escribió una gran novela. Y es como si necesitaran salir rápido de ahí: automáticamente pasan a hablar de otro escritor, más de izquierda, que haya hecho algo similar. La paz seca de la mismidad.

La cosa es que aprendí a admirar su obra, pero también a él. Encontré en sus contradicciones el valor de un pensamiento que no estaba tamizado por la hipocresía. Cuando me tomé el trabajo de escucharlo, me di cuenta de que ese era el otro que piensa distinto del que tanto nos gusta hablar en abstracto. Ese famoso otro que siempre mentamos para decir que hay que respetarlo y que todos deberían respetarlo, nunca encarna en nadie en particular. Siempre es un otro abstracto que se parece demasiado a nosotros como para ser realmente un otro. En cambio, Vargas Llosa es verdaderamente un otro político al que se puede escuchar y con el que se puede discutir. Así como no toda persona de izquierda tiende al estalinismo (típica falacia mileísta) y no toda persona de derecha tiende al nazismo (típica falacia del progresismo), Vargas Llosa no es Laje, por más que puedan compartir alguna posición coyuntural (y hay que recordar que Vargas Llosa estaba a favor del aborto…).

Si no queremos escuchar a Vargas Llosa, tal vez haya en nosotros una pequeña vargallofobia: un miedo profundo e inconsciente a que al final nos convenza, lo que muestra la fragilidad de nuestras convicciones. Algo tendrá que ver con que el tipo era marxista y se transformó al liberalismo. Sin embargo, podríamos ser más inteligentes: podríamos encontrar en esos otros, en lo mejor del Otro político (Vargas Llosa, pero también Borges), una vía de escape a nuestro narcisismo ideológico. Un modo de salir de nosotros mismos, de esa reconfirmación constante de estar del lado del bien (cosa que produce inevitablemente García Márquez en el progresismo latinoamericano), para encontrarnos de verdad con una otredad desafiante que nos recuerde quiénes somos y dónde queremos estar. Y que nos recuerde también que hay un afuera vertiginoso, que no somos “todo lo que está bien”, que también hay virtudes en el otro, que el otro es valioso en tanto otro. Por eso es hermoso el lío que produce el nombre de Mario Vargas Llosa, porque nos hace bien. Gracias por el quilombo, Mario.

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