EL ÚLTIMO CAFÉ DE GÜEMES… SERÁ EL PRÓXIMO

-¿Qué hacés? ¿Cómo va? Todo bien?

-Y… ahí vamos…

Pregunta obligada y respuesta de cajón entre los vecinos/amigos/colegas que en estos días nos cruzamos por Güemes.

-Si tenés un rato pasá por el local, golpeame la vidriera y nos tomamos un café. Estamos terminado lo último que nos queda- dice el flaco.

¿Cómo negarse a esa invitación? Si lo que me sobran son ratos y lo que me faltan son encuentros.

No es la primera invitación a compartir los restos de algo en estos días y tampoco será la última, lamentablemente.

Desde hace más de 50 noches tengo el “privilegio” de seguir yendo a mi barrio. Vender té, un alimento, me abrió la ventana (cerrada para muchos) de seguir trabajando y estar allí adonde al principio nadie iba. Como si fuera Chernobyl después del estallido del reactor y el exilio.

Poco a poco y con la esperanza atada al cuello para compensar el peso de las piedras que nos colgó el virus y la cuarentena, los amigos/colegas/vecinos van volviendo. Llegan con ropa de fajina y caras de cansados, con el pelo largo y la billetera corta. Van volviendo a reinventarse con el delivery, a digitalizar y embotellar al vacío el mejor trago de autor de la ciudad, a limpiar los pisos, a acomodar sillas sobre mesas y no alrededor, a vaciar las heladeras, a regalar el hielo que sobra de los fernet que no se sirven, a revender el stock de whiskies exclusivos que ahora son solo botellas que nadie ve en una estantería que junta polvo y nostalgia.

-¿Querés Cheddar? ¡Te debo las papas!- le dice a un colega otro de la cuadra que ni siquiera llegué a conocer, con un poco de humor sobrante y no perecedero, mientras carga  aceitunas, harinas, jamón y vaya a saber qué más en el baúl del auto, porque se acerca fin de mes de mayo y el tercero es el de la vencida, del contrato de alquiler o del aguante. O de ambos.

-Tranqui, la taza está sanitizada- me dice el loco y querido flaco, desde los dos rigurosos metros de distancia de mí y de su hiperactivo socio que, mientras tanto, lustra una vez más el mostrador y me deja a mitad de camino entre los dos esa humeante taza de energía y aroma a vida que disfruto casi tanto como la charla, a veces ininteligible por el filtro de los barbijos.

Tácitamente, evitamos hablar de quien cerró definitivamente, porque definitivo es la palabra a la que más le huimos.

Pero nos quejamos a coro del vecino de la franquicia birrera que podó casi hasta matarlos los árboles más hermosos que teníamos en la cuadra para que se luciera (?) su nombre cuando alguien vuelva a pasar.

Eran ocho frondosas pezuñas de vaca que en la primavera te hacían sentir como en un Tokio sudaca… con sus miles de flores rosas y blancas y violetas que destacaban y daban sensación de renacimiento a un barrio de pocos árboles y muchas bolsas negras de basura nunca recogida.

-¿Qué tal está? -me pregunta el flaco, mientras se lía un pucho armado, total nadie va a reclamar que fume en espacio cerrado, es suyo y está vacío.

-¡De dié!- le digo con honestidad. No cabía otra respuesta, está exquisito, porque estaba bueno y también porque estaba endulzado con el sabor a último.

-¿Sabes qué? La semana que viene me voy al súper y me compro uno en granos, el que haya… ¡no vamos a quedarnos sin café con todo lo que tenemos que hacer!- dice… mientras el socio me muestra cómo va ser el protocolo de acceso al local cuando abran, cuánto cuestan los termómetros a distancia y la copada idea que tienen para pasar los zapatos por agua y alcohol (70/30 como el Fernet) que van a poner en la entrada.

-Si podés, haceme una para mi local- le pido.

-¡Obvio!- dice, como lo dice  siempre, con ese tono de que es realmente obvio que lo va a hacer… y lo hace, siempre.

-Bueno muchachos, me voy que por suerte tenemos que embalar como cinco pedidos. Ya no somos vendedores de té, somos aprendices de logística… ¡tiembla Amazon!- les digo entre las risas de los tres, mientras me alejo por esa cuadra llena de hojas secas y persianas cerradas.

Pero me voy contento, no sé si por la cafeína o por la energía que compartimos y la fe en seguir compartiendo. Café, tragos, charlas, quejas, chismes, sueños y realidades. Y con la certeza de que eso va a pasar.

Lástima que las hermosas flores rosas de los árboles del vecino serán las últimas en llegar. Pero esas también van a volver.

Y sino… ¡plantaremos nuevas! ¡Qué joder!

¡Desde casa brindo por eso, amigos!

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