EL TRONAR DEL ESCARMIENTO
De un tiempo a esta parte, la Academia de Hollywood rebosa de corrección política como si fuera la Fundación Nobel y contempla en su entrega anual de premios todas las variables habidas y por haber que abonen esa tendencia. Méritos aparte, reserva el Oscar a la Mejor Película para un largometraje sobre una familia de mudos; el correspondiente a la Mejor Actriz se lo otorga a Jessica Chastain por encarnar a una pastora evangélica que empatizaba con los enfermos de Sida; y el de Mejor Actor se veía a lo lejos que estaba reservado para Will Smith, por –entre otros motivos– las razones que pasaremos a detallar.
Richard Williams, el obstinado padre de las hermanas tenistas Venus y Serena, se había emperrado en que sus chicas triunfaran en el mundo de los ases de la raqueta, a pesar de que todo conspiraba en contra de ese objetivo. El mayor obstáculo era el origen humilde de los Williams, vecinos de los suburbios de Los Angeles, cuyos magros ingresos ni por asomo alcanzaban para financiar la preparación de las futuras estrellas de los courts. Sin embargo, Richard no se amilanó y, contra viento y marea, consiguió el milagro de que ellas se consagraran entre las mejores de su generación.
Al premiar a Will Smith por su actuación bastante más que digna en “King Richard”, los académicos también estaban condecorando al hombre que él personificó: un afroamericano que, a fuerza de una férrea voluntad, logró que los suyos fueran beneficiarios del sueño americano. Hollywood combatía así las rémoras de los prejuicios raciales y, al mismo tiempo, encomiaba esa prueba de que la meritocracia estadounidense funcionaba a la perfección, aunque al relatar la historia de Richard Williams se estaban obviando las de todos los perdedores anónimos que habían luchado por mejorar sus condiciones y que no habían podido salir del gueto.
Ese Oscar, que redondeaba una noche tan diversa como plural, se vio empañado cuando Chris Rock tomó el micrófono y pronunció un chiste de mal gusto que ofendió a Jada Pinkett, la esposa de Will Smith. Hecho una furia, Smith subió al escenario y abofeteó al comediante, una acción que eclipsó cualquier otra cosa que allí pudiera pasar. En un principio, las reacciones ante este episodio tendieron a condenar la provocación de Chris Rock, pero apenas se asentaron las opiniones, el disgusto se focalizó en la agresión física, que fue considerada desmedida e impropia de semejante celebración.
Pasaron varios días hasta que se conoció el pronunciamiento de la Academia, que castigó a Will Smith prohibiéndole asistir a la ceremonia de los Oscar por los próximos diez años, más allá de que se adjudique una estatuilla o no. Puesta a definir cuál era el mal menor, la entidad creyó atinado sancionar al más violento, aunque su reacción hubiese sido en supuesta defensa de una mujer que había sido humillada a raíz de una enfermedad que padece. Muy por debajo de esa conducta escandalosa, quedaba la grosera ironía verbal de Chris Rock, quien en última instancia podía ampararse en la siempre oportuna Primera Enmienda.
Quizás sea justo que Will Smith pague por su cachetada, de la misma manera que la justicia halló culpable a O. J. Simpson de doble homicidio. Tal vez, en su carácter de desertor, a Muhammad Ali le debía ser retirada su licencia para boxear y, por añadidura, la corona de los títulos mundiales que ostentaba. De lo que no caben dudas es de la predilección por los afroamericanos o los latinos que subsiste en Estados Unidos cuando de escarmentar se trata. Si la idea es que cunda el ejemplo, siempre es más fácil reprimir el exabrupto de un negro que la furia racista de un blanco anglosajón protestante. Para algunos, más que sueños, sólo caben pesadillas.
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