El Tiempo
Curiosa variable de percepción, el Tiempo.
Somos predeterminados por el tiempo y luego nos construimos y deconstruimos en base al mismo.
Como todo organismo viviente, cumplimos un ciclo vital en el que nuestro destino seguro es la muerte. Unos antes. Otros después. Solo es cuestión de tiempo.
Nos damos plazos. Deadlines. Zonas y franjas etarias donde se supone que tenemos que cumplir ciertos objetivos subjetivos, autoimpuestos o socialmente impuestos. No importa. Hay que ser algo, antes de…
No resolví emocionalmente la muerte de mis seres más queridos, simplemente porque no estuve junto a ellos. Nunca estimé cuánto tiempo podría quedarles. Y si yo era parte de su tiempo. Estaba ocupado buscando el mío.
Nunca lo encontré, a mi tiempo. Sí a mis muchos destiempos.
El amor eterno desapareció en el tiempo de las redes sociales.
El tiempo es esa propiedad física que da cronología a las células. Les da un plazo. Les da finitud. No es lo mismo ser bacteria que ser piedra o luz.
Somos el peor aglomerado de materia para fluir en la variable Tiempo, amigos.
Tu tiempo es hoy, dicen desde frases de autoayuda. Solo que el hoy se contamina de expectativas de futuro y errores del pasado. Así arruinamos nuestro presente.
Si la percepción agrega más estímulos de contemplación, el cerebro expande esa percepción de paso del tiempo.
El tiempo es evolución. Sabe aliarse con el movimiento, no con la estaticidad. Porque la muerte es la falta de acción y reacción.
Es el tiempo el déspota. Una existencia cronológica y dañina que no permite saltos, escapatorias ni resumen. Cada milésima de segundo, daña.
Amplifica su impiadosa y lacerante agonía. Y se relame, el tiempo, blandiendo su hacha pendulante en herméticas mazmorras de la mente.
Él es innegable.
Irrebatible, solo aceptable.
Es el guardián oscuro de las fragilidades que nacen y se abrazan a lo efímero. Las ve morir.
Lo hemos desafiado al tiempo, negándolo. Descartando su maligna presencia por sobre nuestros planes. Lo comprimimos en plazos. Oh, ingenuos.
Un día deja de ser invisible.
Un día el tiempo se sienta en el trono y nos escupe mortalidad, finitud. Un día, es amo de nuestra esclavitud.
Y ese día, el tiempo deja de ser maestro para ser verdugo. No más plazos de gracia. No más permiso a ser guiados por la ingenuidad.
Nadie escapa.
El tiempo es la deidad perfecta.
Es cielo e infierno. Deidad y demonio. El tiempo es una ilusión del control. Tramposa, por cierto.
Esa deidad prepotente, inflexible y eterna es nuestro absoluto enemigo. El peor.
También un poderoso aliado. Depende de nuestra actitud.
Queremos curar con el tiempo los daños que nos hizo ignorar su supremacía. El error fue despreciarlo, en vez de adorarlo. Y sabe castigar.
Hoy, el cansancio nubla voluntades y zamarrea la solapa del criterio.
Hoy, el cachetazo de realidad educa verdades absolutas.
Hoy. Aprendé.
Un día, el tiempo te hace saber que ya no tenés tiempo. Un día, hay que decidir qué hacer con el tiempo que te queda.
Dijo Borges: “El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria”.
El tiempo tiene una maravillosa manera de mostrarnos qué cosa es realmente importante. Cuando es demasiado tarde.
Nuestra lección de vida debería ser cómo lidiar con el tiempo, antes de perderlo. Antes de no tenerlo. Antes de sentir que nos dejó atrás.
Porque el tiempo, perenne, infinito, estático, nos olvida después de cierto tiempo.