UN HOMBRE MUY COMÚN

Los hombres “especiales”, aquellos destacados, reconocidos y valorados, lo son para un sector, para una sociedad o una cultura. Están presos de su especialidad y más allá de esos límites pierden todo tipo de brillo.

Quiero evocar a un hombre común. Definitivamente común. En un primer momento lo ubiqué en Queens, o tal vez en Massachusetts. También podría ser de Shangai o Bruselas. En realidad no tiene importancia dónde vive y dónde morirá Pirincho.

Luis Enrique Pereyra a diario jugaba en la canchita del barrio, una pequeña plaza convertida en potrero por la cantidad de niños que a diario lo correteaban hasta el cansancio. Casi nadie recordaba que Luis Enrique no se llamaba ni Luis, ni Enrique. Era Pirincho. Supongo que su indócil cabello, incapaz de ser domado por ningún peine o fijador, fue el origen de su mote.

Así fue que gastamos el glorioso tiempo de la niñez. Nuestras vidas se limitaban al fútbol, la escuela, la leche chocolatada y algunas osadas incursiones por el canal que cruzaba el barrio convirtiéndonos en verdaderos piratas, al límite de esa maravillosa vida de la cual no éramos conscientes. Los treinta y tantos pibes de la plaza de pronto nos separamos, nuestras vidas cambiaron, la educación secundaria desarmó nuestra férrea sociedad de vándalos. Se acabaron los picados y comenzamos a caminar por las mañanas de pantalón largo gris, camisa blanca con corbata y chaqueta azul, cada uno por su lado a enfrentar más obligaciones. A algunos nos sacudió el amor.

Años después la mayoría ya ostentaban orgullosos sus barbas y bigotes ralos. Ni niños, ni hombres. Fue entonces cuando a algunos de nosotros nos convocó otra pasión; las motocicletas. ¡Qué alegría volver a juntarnos en largas tardes y noches de cervezas entre amores y fierros! La sede de esos encuentros fue el taller del padre del gordo Pucho.

Don Gerardo (“Pucho Grande” en secreto), era un hombre robusto y, así como su físico, su generosidad era enorme. Mecánico de profesión, tenía su taller en un corazón de manzana al que se accedía por un pasillo de tierra angosto. Sólo podía entrar un auto o una camioneta a la vez y al finalizar los veinte metros aparecía la gloria. Un lugar de ensueño. Dos fosas, tres bancos -todo de color grasa— y las herramientas que puedas imaginarte. A un costado la parrilla y cubiertos para el asado. Ese hombretón supo abrir su corazón y el pasillo de su taller para que nueve advenedizos pilotos accediéramos a ese paraíso de grasa y fierros. Durante un buen tiempo el olor a nafta y aceite rancio, las herramientas y el sonido indescriptible de los pequeños motores fueron nuestra liturgia. Ese paraíso de metal vivo era celosamente custodiado por “Pucho Grande”, que con sus consejos y sonrisas de aprobación colmaba nuestras aspiraciones.

Las rutas aledañas a la ciudad fueron nuestros primeros circuitos. Pirincho nunca fue el último ni el primero pero siempre estaba allí. Era uno de nosotros.

Un día sin mediar aviso sentimos un rugido extraño. La sorpresa de todos fue grandiosa cuando vimos al flaco Julio entrar por el pasillo en una bella AJS negra. No mucho tiempo después aprecio Diego en su Royal Enfield 500, Pirincho en una Gilera Macho, y hasta yo me agencié de una Norton 500 del 39. Fue así que el grupo “Pucho Grande” nos convertimos en ambiciosos motociclistas. Las rutas se ampliaban y nuestro mundo comenzó a quedarnos chico.

Un día, después de muchas reuniones, tomamos la decisión. Nos aventurábamos sin fecha de regreso y sin destino fijo. Festejamos con un gran asado y una mañana partimos en nuestras grandiosas maquinas.

El día 3 de febrero del 74 las nueve motos con ruidosos escapes manipulados se ordenaban de a dos en la ruta. Pirincho venia a mi lado en tercer lugar. Alpargatas, jeans raído y una remera (la mía con el logo de Harley Davidson) eran el uniforme homologado. En algunos casos usábamos cascos de cuero con orejeras y los infaltables clipers verde oscuro. En las alforjas algunas conservas, algo de ropa y un par de herramientas por cualquier eventual desperfecto. Ni negra Norton portaba una frazada y la lonita en la cruz. Sentíamos que el mundo era nuestro.

Fue un mes y medio de travesía, sólo reportándonos a alguna de nuestras casas cada tres o cuatro días, cuando podíamos conseguir una cabina pública de donde llamar. El potente sonido de los motores y el viento acariciando todo el cuerpo es una de esas sensaciones que jamás podré olvidar. No voy a reparar en detalles del viaje, pues tendría que dedicarle un libro entero, pero fue en la segunda semana de marzo que entramos de regreso a la ciudad por el acceso del sur. Reíamos como triunfadores y olíamos a gladiador. Entre bocinazos, abrazos y lágrimas de alegría los integrantes del grupo “Pucho Grande” nos dispersamos. Bañarse y afeitarse era prioritario para concurrir al gran asado de bienvenida esa noche en el taller.

Todas las grandes aventuras se disipan suave e indefectiblemente y no fue distinto con el grupo “Pucho Grande Motors”. Por segunda vez en la vida nos dispersamos, aunque de vez en cuando alguna noticia de alguno llegaba como desde lejos. El flaco Julio se fue a vivir a las sierras y puso una tintorería. ¿Conservará su AJS? Diego es carnicero y Pucho siguió el camino de su padre en el “yerta”. Pero del que nunca más supe nada fue de Pirincho.

El día estaba soleado y caluroso, viajaba solo disfrutando del aire, cuando reparé que debía cargar combustible. Lentamente entré a la estación de servicios y después de llenar el tanque estacioné justo al lado de una Harley Davidson 1600 con muchos bellos detalles de personalización. No paraba de admirarla cuando escuche esa voz que me paralizo:

-¿No te parece que ya estás muy viejo para seguir rodando esa moto, che?

Hacia 48 años que la había escuchado por ultima vez. Seguí mirando la moto para demorar sólo un poco el impacto del reencuentro. Ahí estaba Pirincho, muy delgado, pero su sonrisa y su mirada eran las mismas que lucía cuando viajábamos a la par. Nos abrazamos por largo rato y lloré mirando a ese viejo amigo. Era como si toda la vida me pasara por delante en pocos segundos.

-Sabía que no te quedarías pelado nunca, viejo Pirincho!

-Vos tenes algunos kilos más que en aquel viaje!

-¿Tenés tiempo para un café?

-Más del que podés imaginarte- me dijo sonriente.

Me tomó del brazo y caminamos hasta la mesa. No fue un café, fueron varios. Le conté detalladamente toda mi vida desde aquella travesía con el entusiasmo del joven que volví a ser. Él me contó algunas cosas de la suya quizás sin tanto entusiasmo. Me confesó que se había enamorado algunas veces. En más de una oportunidad le pregunté a qué se dedicaba, a lo que lacónicamente respondía “-fui empleado público.” Pirincho me miraba con infinita calma hasta que al final me dijo:

-Has tenido una hermosa vida, Gringo! Yo también he tenido una bella vida.

-Che, estás hablando como si fuéramos a morir esta misma noche!– le dije con una carcajada.

-No, tanto como esta misma noche, no!

Sin darnos cuenta ya empezaba a notarse la tarde y acordamos en partir. La vista no era la de antes para andar con poca luz. Nos separaban 60 kilómetros de la ciudad y como hace 48 años íbamos a rodar a la par. ¡Qué grandioso! Creo que ambos disfrutamos kilómetro a kilómetro moteando juntos sin saber si iban a ser los últimos. Cuando la ruta nos separó tocamos bocina y nos saludamos levantando la mano izquierda con los dedos en V.

No tiene importancia quién me contó estos últimos 48 años de la vida de Luis Enrique Pereyra. Se mezclaron tantas sensaciones entre mi estomago y mi garganta que por momentos parecía faltarme el aire. En la media hora que sólo escuché el relato fumé unos diez cigarrillos. Teresa el gran amor de Pirincho y madre de Milena, su única hija, había muerto de mala manera, cerca de Lomas de Zamora. Ambos perseguidos por el ejército. Vivieron el embarazo y el parto en la clandestinidad. Dicen que pasaban sus días ocultos cerca de Banfield, de donde Pirincho pudo escapar con Milena en brazos, pero nunca pudo saber nada más de Teresa. Sólo algún comentario sobre el estruendo de los disparos …y el silencio.

Pasó el tiempo y una tarde de primavera en el cementerio de la ciudad de Salta el ingeniero Luis Enrique Pereyra sepultaba a su hija de 9 años tras una dura lucha contra la leucemia.

Llegaron algunas noticias desde Estados Unidos e Italia. También por algún familiar se supo que estaba trabajando en Shangai, siempre en la industria mecánica vinculada a motocicletas. Desde Bruselas llegó el comentario que se había convertido en profesor universitario.

Y un día volvió. No se sabe cuando.

En realidad, aquella tarde me contó todo lo que tenía que contarme: que se había enamorado y que era empleado público. Al dolor por sus perdidas debí haberlo leído en su mirada. Lo de Queens, Massachusetts, Shangai y Bruselas eran sólo direcciones y su delgadez era la muestra de que el cáncer indefectiblemente se lo iba a llevar en pocos meses.

Pirincho sí que era un hombre muy común, al que quise mucho, pero que no supe leerlo. Nunca entendí lo que me decía.

Ya con 66 años en las alforjas, lleno de golpes y cicatrices de aquella década cruelmente perdida, sigo montando mi negra Chopper. Hijos, nietos y amigos alegran mis últimos años.

Mientras descanso al lado de la ruta me dedico a tratar de leer a los seres humanos. Y luego sigo mi camino.

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