RECLAMOS POR VENTANILLA
Esta mañana te vi con una mujer en tu cuarto. Se despedían de una noche juntos.
Ella dejó caer sus pechos desnudos sobre tu cara un momento, justo el que tardó en darte un beso.
Se dio la vuelta y juntó su ropa en una mueca que pretendió ser sensual, pero ya no tenía tu atención.
Me quedé parada en la puerta entreabierta, así, en pausa, callada y gris.
Me miraste como diciendo “no es nadie, ni siquiera conozco su nombre”, pero no pronunciaste ni una palabra.
Me colgué al hombro la bolsa de las compras y la seguí hasta que entró a un bar cantando algo que no pude escuchar, pero sonaba bien. Se puso un delantal con una alforja en la cintura y tomó una libreta chiquita y un lápiz negro.
Era la moza. Cualquiera podía notar que estaba ilusionada, fresca, satisfecha.
Normal. Habías estado entre sus piernas, la habías paladeado, todavía tenía tu olor pegado en la espalda.
Pude sentir lo que sentía. También estuve ahí.
Crucé la calle y desde un auto alguien me saludó con un grito amistoso. Lo conozco porque lo veo siempre en la tele, es el tipo que conduce el programa de juegos de la noche. Lo que no entiendo es cómo y de dónde él me conoce a mi.
Cuando llegué a casa ya estabas haciendo tu café de siempre, amargo y fuerte. Te lo llevaste a los labios mientras me saludabas con una mueca amorosa y volviste a la computadora. Te respondí con una sonrisa de silencios.
Es tu casa, pero actúas como si me agradecieras que la compartamos.
Al rato llegó tu hijo, el más chico de los tres varones. Te preguntó algo sobre el saxo que lleva siempre de un lado para otro, lo examinaron intercambiando un par de notas, agarraste tu bajo y tocaron ese blues que nos gusta.
Octavio se me acercó por detrás para besarme en el cuello. Siempre lo hace y a veces hasta me toma de la cintura intentando improvisar un baile que nos deja exhaustos y abrazados a una inocente alegría.
Él es así, no como el mayor, que se fue de casa apenas cumplió los dieciocho y sólo te llama de vez en vez, cuando necesita un giro o que resuelvas algún trámite que le traba su permanencia en el exilio elegido.
Esa partida te dolió.
Doy fe de cómo cerraste tus manos en puño para no juntarlas y rogarle que se quede, que lo piense mejor, que te dé otra oportunidad.
A todo eso y más, sí lo hiciste cuando se fue ella. Y lo volverías a hacer si existiera la más remota chance de que vuelva del lugar misterioso y eterno que ahora habita.
Nunca entendí ese empeño por contagiarme el amor a tus hijos.
Son tuyos.
Yo no tengo.
No pude, no quise. Salvo aquella vez, aquella única vez que creí que los dos queríamos.
La casa está impecable, pero igual me dedico a limpiar cada cuarto, cada rincón con una obsesión de pandemia y justo cuando estoy dejando todo ordenado por colores se me resbala la botella de aceite de oliva y se estrella en el piso.
“Es mala suerte”-me grita mi abuela desde una memoria de infancia.
No, mala suerte no. ¡Desgracia! me recuerdo como si fuera necesario agregarle fatalidad a tamaño desatino.
Corazón, cuerpo y pensamientos están fuera de eje y amenazan con comprometerse todavía más en ese estado mientras dure el día.
Entonces busco el rincón más tranquilo, el que más gusta y me recuesto en el banco que vos construiste y yo cubrí con la manta que compramos cuando fuimos a Santa Clara del Mar.
Nos vieron como una pareja adorable. Quizás porque a quien se acercara le hablaste sobre lo maravillosa, inteligente, sensible, hermosa y buena compañera que soy.
Lo mismo que hacés cada vez que alguien viene a casa.
Los amigos, el plomero o el cartero que reparte las facturas de luz y agua, todos están obligados a escuchar tu veredicto: adorable… inteligente… hermosa… compañera… sensible… Santa Clara.
Siempre igual. Día a día. Año tras año.
Viviendo juntos.
Encajando justo.
Aunque sólo ocurrió esa vez y desde entonces tenga que encontrarte en sueños para que me recorras como yo sé que sabes.
En un solo movimiento me levanto del banco construido por vos y decorado por mí.
Me suelto el pelo y lo desenredo entre mis dedos.
Anudo mis sandalias y me aliso la falda con la palma de las manos.
Con una sonrisa maliciosa firmo la sentencia que al fin me abarca:
Te abandono. Vuelvo al pueblo. Hace mucho que allá también buscan una muchacha cama adentro.