ORGASMATRÓN Y UTOPÍA
En los ‘70, Suecia lanzó un ambicioso plan social que tuvo buenos resultados. Hasta hace pocos años.
—¿Puedo iniciar un acercamiento de mi boca hacia la tuya?
No es la frase que solemos elegir al momento del primer beso. Más bien podría asociarse con una distopía futurista en la que dos androides recrean una escena de amor de la vida inteligente que les precedió. Nosotros no la usaríamos. Al menos no en una «relación real».
El ejemplo parece extremo, pero en algunas sociedades esa distancia casi higiénica entre las personas es una de las virtudes más valoradas por la comunidad.
Es lo que ocurre en Suecia, referente mundial en políticas educativas, inmigratorias y de conciliación laboral y un país al que con frecuencia recurrimos como paradigma de “las cosas bien hechas”. Algunos de sus números son impresionantes. Gracias a su propia versión del Estado de Bienestar, la nación escandinava ocupa el puesto 7 en el ranking planetario del Índice de Desarrollo Humano (IDH – 2017), que mide la calidad de vida de los habitantes, y disfruta de la “tasa de privación material” más baja de Europa después de Luxemburgo (1.6%, según datos de 2018 de la Oficina Europea de Estadística).
Los avances se repiten en otras áreas, como la problemática de género. En Egalia, un jardín de infantes de Estocolmo, tiene lugar uno de los casos más radicales para promover la igualdad: reemplazaron los pronombres personales «él/ellos» y «ella/ellas» por el neutro hen, incorporado al diccionario en 2015, y los juguetes y libros son seleccionados cuidadosamente para evitar reproducir estereotipos, como asociar la fortaleza física o la valentía con lo masculino. En el ámbito laboral ocurre algo parecido: el sindicato más grande del país implementó una línea telefónica directa a la que se puede acudir ante casos de mansplaining. Es decir, cuando un hombre es condescendiente con una mujer y le «explica cosas» bajo la suposición de que, por ser mujer, las desconoce. De hecho, son los mismos varones suecos quienes suelen pedir orientación para cambiar estos hábitos.
Hay ejemplos que rozarían el capricho burocrático si no fuera por lo noble de su intención. Klara Selin, socióloga del Consejo Nacional para la Prevención del Delito de Estocolmo, explica: «Si una mujer va a la policía y dice que su esposo o novio la violó casi todos los días durante el último año, la policía tiene que registrar cada caso por separado, unos 300 eventos. En muchos otros países sería uno solo». Es un dato que no siempre se toma en cuenta cuando algunos titulares sugieren que existe una cifra alarmante de abusos en Suecia, donde la legislación se hizo extensiva a situaciones que hasta hace poco no eran consideradas delitos de este tipo.
Utopía materializada en el presente, ese país tiene mucho de lo que se supone que debemos aspirar de cara al futuro. Pero las cosas no siempre fueron así y los ecos que percibimos a la distancia tampoco guardan equivalencia con los hechos. Por su complejidad y su cercanía temporal, la multiplicidad de factores que dio origen a la organización de la Suecia actual es aún difusa. Pero hay algo que sí se sabe: a finales de los sesenta el gobierno puso en marcha una muy particular ingeniería social que continúa hasta la actualidad.
En 1972, el gobierno socialdemócrata de Olof Palme publicó un manifiesto titulado “La familia del futuro: una política socialista para la familia” en el que reflexionaba sobre cómo debían ser las relaciones ideales entre los individuos y establecía directrices sobre el concepto tradicional de familia, con criterios diametralmente opuestos a los de la época. La tesis central era que “toda relación humana verdadera debe sustentarse en el principio de independencia entre las personas”. Por eso, la dependencia económica y de cuidados cotidianos debían eliminarse o reducirse al máximo: correspondía al Estado acompañar a cada individuo en sus necesidades.
Este sistema —dieron por sentado sus diseñadores—, no podía engendrar sino relaciones horizontales y desinteresadas: relaciones «buenas» o «reales» que aumentarían el bienestar de las personas. Pero algo quedó fuera del cálculo porque, cuatro décadas más tarde, el 40% de los suecos afirma sentirse solo, el 50% vive solo y el 25% muere en total soledad, sin que nadie reclame sus restos. Son datos oficiales para 2016 de la Oficina Central de Estadísticas de Suecia, y resultan tan inquietantes que hay quienes se preguntan si se corresponden con un modelo de sociedad feliz.
“Los suecos han perdido las habilidades de la socialización. Al final de la independencia no está la felicidad: está el vacío, la insignificancia de la vida y un aburrimiento absolutamente inimaginable”, argumentaba el sociólogo polaco Zygmunt Bauman en La teoría sueca del amor, un documental de Erik Gandini del año 2015.
En ese trabajo, Gandini sigue varias líneas diferentes para atacar el mismo tema. Muestra, por ejemplo, cómo el gobierno se encarga de los cuerpos sin vida no reclamados y organiza grupos voluntarios con el fin de encontrar el paradero de personas —en muchos casos, también fallecidas— de quienes no se tiene noticias hace tiempo. Describe, además, la práctica de adquirir online un kit de autoinseminación artificial, con el que cualquier mujer puede quedar embarazada en media hora durante sus días fértiles, inoculándose una jeringuilla que viene congelada y que pertenece a donantes anónimos. La decisión de concebir y criar a su hijo «a solas» cuenta, en Suecia, con la aprobación general y de cada familia.
“Ciertamente —opina Gandini en una entrevista con el periódico español Diagonal— no fue la intención crear una sociedad de individuos solitarios y egoístas que se desprenden unos de otros y se obsesionan con la autosuficiencia. No podían saber que una ola de cultura neoliberal llegaría en los años ochenta a través del egoísmo económico, la cultura del miedo, desde Berlusconi hasta Trump pasando por toda la cultura de la celebridad, que quiere vernos obsesionados con las personas que están obsesionadas por ellas mismas”.
Podría decirse de los suecos que son buenos representantes del individualismo posmoderno. Herederos del estoicismo vikingo, suelen ser escuetos, amables y de aire melancólico; gente que en su mayoría adscribe al protestantismo luterano y no hace ostentación de sus posesiones. Extranjeros que han vivido en Suecia, críticos de la obra de Ingmar Bergman y autores como Asa Larsson coinciden, además, en que es una cultura habitada por cierta culpa no procesada, por el colaboracionismo con la Alemania nazi que practicaron alguna vez.
En pos del intento de construir una sociedad pacífica y próspera a partir de relaciones horizontales, la conciencia de la alteridad parece reducirse: el otro no me necesita porque es un igual. El filósofo contemporáneo Byung Chul-Han, crítico de la incipiente fase en la que entró el capitalismo, hace una analogía con el sistema inmunológico: el cuerpo tiene recursos para protegerse de la amenaza de lo diferente, pero no dispone de mecanismos para contrarrestar «la proliferación de lo igual».
En El imperio del bien (libro de 1991), el ensayista francés Philippe Muray alude al mandato casi dictatorial de ser felices y productivos en cuerpos sanos y tonificados, y advierte sobre un nuevo tipo de despotismo: “La adhesión espontánea de casi todos al interés general, es decir, al olvido entusiasta de los intereses particulares de todos, e incluso a su sacrificio”. George Orwell, según Muray, erró por poco: “La película-catástrofe del futuro no iba a ser negra, sino rosa pastel».
Un aspecto que se repite con frecuencia en la literatura y en el cine es la vinculación entre una tecnocracia futurista y la ausencia de emotividad entre los individuos: condiciones supuestamente necesarias para lograr una sociedad aséptica y serena. Es una recurrencia curiosa porque son dos fenómenos que a priori no tendrían razón para estar conectados entre sí.
Woody Allen, en su película El Dormilón (1973), propone una sátira sobre una sociedad humana ultra pacifista del siglo XXII, en la que la civilización vive en un sitio impoluto, color blanco metálico y repleto de espacios verdes. El triunfo de lo “bueno” se confirma por la total independencia de los individuos entre sí: los orgasmos, por ejemplo, no requieren de estimulación alguna porque se consiguen instantáneamente de forma neurológica ingresando a una cabina personal—el orgasmatrón— que todos poseen para tal fin.
En la misma línea, Nosotros (1921), la novela de Yevgueni Zamiatin, transcurre en una sociedad futurista impoluta. Los protagonistas de la novela Nunca me abandones (2005), del premio Nobel Kazuo Ishiguro, son unos apacibles jóvenes educados para aceptar que fueron creados como clones genéticos destinados al trasplante de órganos. Están orgullosos de su estirpe y se pasan los días buscando cómo entretenerse sin descuidar la asepsia y la correcta alimentación. Pero son seres enajenados que se mantienen lejos del contacto con los que no son como ellos, para evitar cualquier tipo de conflicto.
En todos estos mundos supuestamente perfectos, la armonía se rompe porque resulta incompatible con la naturaleza humana. La acción de proveer de cuidados a otra persona, no solo por mandato moral sino por empatía, ¿no constituye acaso una dinámica de intercambio fundamental en las organizaciones sociales?
En neurobiología se está investigando un grupo de células llamado “neuronas espejo”. Está relacionado con el aprendizaje motor por imitación y, sobre todo, con la empatía: sabemos que la psicopatía está vinculada a la ausencia de esta pero también sabemos que esas neuronas pueden educarse, porque al cerebro no le interesa lo correcto o lo incorrecto sino ─solamente─ sobrevivir. Sabemos, finalmente, que la supervivencia de la especie depende en gran medida de los lazos afectivos, que se desarrollan a partir del punto de vista del sujeto, sus intereses y deseos particulares, y los de los demás.
Nos preguntamos entonces si es válido asumir que una autonomía total entre las personas permitirá desarrollar interacciones más plenas y saludables. ¿No sería, acaso, un falso dilema entender que una práctica es posible solo como consecuencia de la otra? Hay una tarea que nos resulta muy difícil: aceptar que la interdependencia puede acarrear angustias y desencuentros. Son sentimientos que nacen en el proceso de construirnos como parte de un grupo, establecer vínculos, ofendernos con otros, perdonar y asimilar nuestras vivencias de la forma más sana posible.
La generación de suecos nacidos durante el baby-boom ─boomers─ y las que le siguen, son el resultado de un experimento estatal organizado bajo la premisa de eliminar la desigualdad. Aunque en muchos aspectos funcionó bien, especialmente en las décadas inmediatas, es imposible no preguntarse por las contradicciones que revelan las estadísticas actuales: cómo los ciudadanos de un país admirado en todo el mundo en cuanto a calidad de vida, son también los protagonistas de un continuo proceso de debilitamiento de los lazos sociales.
A principios de junio de 2020, el jefe de epidemiología del gobierno, Anders Tegnell, quien diseñó la respuesta del país a la pandemia bajo el enfoque de no decretar cuarentena, reconoció que se registraron demasiadas muertes por Covid-19 y que debería haber hecho más para frenar la propagación del virus. Pero ¿cómo se impone reclusión en una cultura que ya desde hace años advierte una crisis por aislamiento social?
Quizás sea hora de revisar algunos de los aspectos más dogmáticos de ese plan inicial, porque ningún proyecto es infalible en un mundo cambiante y cada vez más interconectado. Solo el tiempo dirá si el camino que hace casi cincuenta años eligió la sociedad sueca es realmente viable o si se trató, en cambio, de uno de los peores absurdos de la historia de una sociedad humana.