LA GENTE DE LA TIERRA
EDITORIAL
Hace algunos años, en ocasión de una entrevista en Radio Nacional (creo recordar), un destacado periodista cordobés de extracción progresista pedía a un -por entonces- legislador provincial filo liberal su visión sobre la Conquista del Desierto. Lejos de la pretensión revisionista del conductor, que inducía por todos los medios a su entrevistado para sacarle una declaración de repudio al hecho histórico, el funcionario reivindicó la campaña como un triunfo de la civilización sobre la barbarie. Alegó nuestros reales orígenes europeos y celebró la incorporación de la Patagonia como parte del territorio nacional. La masacre de indígenas era el precio a pagar, a modo de daño colateral, en pos de la hegemonía tecnopolítica evolutiva del desarrollo, en esa libre interpretación del darwinismo social.
La dicotomía sarmientina civilización o barbarie ha sido desde el principio de los tiempos el argumento excluyente para llevar adelante todo tipo de colonización, conquista o subyugación de un pueblo hacia otro. En nombre del progreso se borraron de la faz de la tierra imperios y culturas milenarias en una lógica perversa de conquistadores y conquistados.
El advenimiento del sistema de naciones modernas encontró en el derecho internacional una tregua consensuada para frenar, al menos en la teoría, la gula territorial del gobernante clásico a punta de espada o pistola. Así surge el concepto de soberanía, una entelequia tan abstracta que en ocasiones cuesta definirla. Nos la enseñan desde niños como un dogma de fe, junto con el amor a la patria. Y esa es la cuestión con las soberanías. Imponen un amor incondicional, obligatorio y compulsivo por un ideal vago y fortuito que es muy difícil de deconstruir. Las jurisprudencias internacionales y el Principio de Autodeterminación de los Pueblos son tan aleatorios e interpretativos que favorecen indefectiblemente al más poderoso. ¿No es acaso el reclamo argentino sobre Malvinas desde hace siglos equivalente al reclamo Mapuche sobre sus tierras patagónicas? ¿No es acaso la sordera crónica que practica el Reino Unido con la cancillería argentina equivalente a la que demuestra el gobierno nacional para con los pueblos originarios? Ambas demandas, por desproporcionadas que parezcan entre sí, sugieren el mismo comportamiento: el territorio arrebatado por la fuerza.
Ahora bien, así como Malvinas representa el principal punto geopolítico estratégico británico en el Atlántico Sur, las tierras exigidas por el pueblo Mapuche representan intereses demasiado poderosos. Las 900 mil hectáreas del Grupo Benetton, las 600 mil del Grupo Walbrook, las casi 500 mil de Lázaro Báez o hasta las “escasas” 38 mil del amigo del expresidente Macri, Joseph Lewis, son un cuantioso botín en impuestos y favores que ningún gobierno cederá así como así. Y la política encara este tipo de conflictos de la manera habitual: lo que no se puede resolver, se prohíbe. ¿Cómo se prohíbe a un grupo étnico-cultural que reclama intereses del poder? Muy simple, se lo clandestiniza a través del robusto aparato jurídico-comunicacional del Estado. Se les asignan crímenes infames, se los acusa de terrorismo anárquico y se los proscribe bajo el implacable peso de la ley burguesa. ¡Listo! Ya convertimos a los Mapuches en villanos y Jones Huala es un jovencito díscolo que necesita ser escarmentado. A partir de ahora cualquier acto de reivindicación será considerado criminal.
Litros y litros de tinta se han gastado a lo largo de los siglos intentando justificar lo injustificable. Doctrinas, principios, tratados, artilugios políticos y atajos legales han servido tanto para apropiarse de territorios enteros como para defender esas apropiaciones.
Pocos parecen entender que cuando hablamos de tierras, no hablamos de tierras. Hablamos de la gente que vive en ellas. Cuando hablamos de derechos no hablamos de derechos en abstracto. Hablamos de los derechos de las personas. De individuos de carne y hueso que comparten una lengua, una cultura, una motivación en común y muchas miserias. Pero en épocas de democracias liberales la propiedad es más importante que la vida. Las tierras, más importantes que los pueblos.
Negarle la autodeterminación al pueblo de los “Hombres de la Tierra” (como a todas las comunidades originarias de la Argentina) no sólo es un acto de opresión. Es además un acto de estupidez, propia de un Estado bobo, glotón, fundamentalista y sin objetivos claros. Es la sacralización de la ley como fin y no como medio para lograr el bienestar de las personas. La misma sacralización que envía soldados a la guerra so pretexto de la defensa del territorio. Una vez más la tierra es más importante que la vida.
En tiempos de reivindicación de las minorías, desconocer los reclamos mapuches desatendiendo -y hasta combatiendo- su legitimidad parece más un acto de supremacía colonialista del siglo XVIII que la reacción de una nación que se pretende moderna. Negarle derechos territoriales a los grupos étnicos-culturales que no se autoperciben argentinos es tan retrógrado como negarle identidad a las minorías de género.
La épica de la patria es una inspiración que favorece la discriminación y el odio. El desprecio por el extranjero. Por el diferente. Por el que está del otro lado de la frontera. Parafraseando al poeta Samuel Johnson: “La patria es el último refugio de los canallas”. Pero los canallas siempre son los otros.
Hagan la prueba. Entren a Google Earth y desactiven el ítem que dice Fronteras. Inmediatamente aparecerá ante ustedes un mundo verde y azul. Inocente, salvaje, exuberante, generoso. Sin límites, sin países, sin patrias, sin banderas.
Sin divisiones políticas.