FALÓPOLIS

De los siglos anteriores todavía quedaba en la ciudad de Falópolis un enigmático monumento conocido como el “Obelisco”, objeto reverencial y un poco místico (hay distintas versiones sobre los rituales involucrados) para quienes habían vivido en la vieja Buenos Aires. Los habitantes de Falópolis lo consideraban su herencia, su marca de nacimiento, aquello que los reunía con un pasado glorioso al que siempre estaban volviendo. Del otro lado del río, en Nueva Lesbos, el odio que sentían por los habitantes de Falópolis se había concentrado, como una metáfora, en ese Obelisco insoportable que se elevaba, erecto y soberbio, en mitad de la calle. Algunos intelectuales falopositanos retomaban las enseñanzas de un viejo profeta europeo, Sigmund Freud (hoy casi olvidado), para sugerir que lo que parecía odio de parte de las novolesbianas era en realidad envidia. Del otro lado del río, en Nueva Lesbos, se reían de semejante audacia interpretativa y construían sus propios monumentos huecos: grandes excavaciones con forma romboidal, de las cuales algunas todavía se conservan, aunque ya no se pueden visitar por el riesgo de derrumbe.

La violencia, que había amainado en otras regiones luego de las guerras civiles de la segunda mitad del siglo XXI, se perpetuaba en esa zona y no daba señales de acabarse pronto, aunque el conflicto armado había terminado. La creación de las ciudades-Estado calmó los ánimos en casi todas partes, menos en el Río de la Plata. Pintadas, marchas, algunas incursiones informales en pequeños botes eran las maneras de canalizar la rivalidad. Ambas ciudades se armaban lo mejor que podían y estaban siempre dispuestas a comenzar la batalla final cuando se diera la ocasión. Los enfrentamientos directos y oficiales se habían abandonado hacía algún tiempo por el riesgo de desaparición de ambas ciudades, pero el enojo y las escaramuzas no habían dejado de existir en ningún momento. 

A finales de la segunda década del siglo XXII la generala Ave María Putísima, comandante en jefa de las Fuerzas Armadas de Nueva Lesbos, tomó la decisión que las novolesbianas estaban esperando hacía tiempo y cuya demora estaba erosionando su poder político: había que derrumbar el Obelisco, símbolo de la opresión y la prepotencia que había caracterizado primero a los argentinos y después a los falopositanos. La generala Putísima era un ser admirable: cinco rastas coloradas que le caían hasta la cintura, tres tetas en el pecho (muy a la moda en esa época), una espalda gigante, trabajada con ejercicios rigurosamente preparados para ella diariamente, una monoceja tupida y verde y un párpado tatuado como si fuera una vagina, desde la que miraba el mundo. Era alta y usaba siempre el uniforme militar violeta camuflado, incluso para dormir porque, según decía, el enemigo estaba en todas partes y podía atacar en cualquier momento. Su genealogía se perdió en el barullo de las batallas de las décadas anteriores, pero de seguro tenía algo de sangre nativa americana y algo de sangre europea.

A la decisión de tirar abajo el Obelisco la había meditado durante muchos meses. Era una demanda histórica de su pueblo y ella misma había participado en su juventud de las marchas que atravesaban la ciudad reclamando eso. Había caminado y gritado y pintado paredes en lo más álgido del conflicto, cuando una invasión de Falópolis a Nueva Lesbos no era un escenario descabellado. Ella se había arriesgado, porque ya pertenecía al ejército en esa época, y en su juventud estaba realmente dispuesta a dar la vida por la causa. Sin embargo, ahora habían pasado los años y le parecía una pena desperdiciar la relativa paz lograda (más por cansancio que por otra cosa), solo para tirar abajo un montón de cemento y ladrillos y vaya uno a saber qué otras cosas que se usaban en el siglo XX para construir. Salvo, claro, que no era solo cemento y ladrillos. Muchos líderes se han enfrentado a situaciones similares: ¿durar o arder? Los falopositanos repetían siempre que uno podía radicalizarse de joven, pero que se volvería conservador al madurar. La Generala, en su fuero íntimo, se cuestionaba, sostenía verdaderos diálogos consigo misma: ¿le estaba pasando eso? De solo pensarlo se sublevaba y decía que sí, que había que tirarla a la mierda “a la pija esa”. Jamás la llamaba con sustantivos masculinos porque los falopositanos se ponían verdes de la bronca si les decían que era una nena: a veces, en público, hablaba de “Obelisca” para que los diarios del otro lado del río lo pusieran en los titulares. A los pocos minutos recapacitaba y dudaba de nuevo. No había paz, lo que se dice Paz, entre las ciudades, y los habitantes se odiaban mutuamente, pero las acciones militares parecían ya un anacronismo. Un ataque a la Obelisca, ¿podía significar cientos de muertes novolesbianas? Recordaba la Generala los padecimientos de su infancia, los bombardeos, los tiros, los buques de guerra.

Había llegado al gobierno mediante un golpe de Estado aplaudido por toda la ciudad. La presidenta anterior se había mostrado tibia y falta de energía. Esa moderación había sonado bien al principio, pero cuando uno de los monumentos de Nueva Lesbos, una de esas cuevas romboidales míticas que se hundían varios metros en el piso, amaneció llena hasta el tope de un líquido blanco que luego se comprobó que era leche de vaca, el pueblo se cansó y salió a las calles: los falopositanos (no podía ser nadie más) habían entrado en su territorio y habían hecho eso sin que nadie lo notara. Era demasiada distracción. Los diarios locales ya hablaban de “diálogos” entre las dos ciudades que incomodaron profundamente a las Fuerzas Armadas y el incidente de la leche fue la gota que derramó el vaso: la Generala realizó su marcha hacia la casa de gobierno y le explicó a la que iba a ser su predecesora que tenía dos horas para abandonar la ciudad.

El clamor popular pedía a la Generala, Generalísima, heroína de la ciudad. La democracia no había funcionado, la democracia, falsa democracia, era el sistema de Falópolis, donde no importaba quién ganara porque siempre ganaban los mismos. Nueva Lesbos necesitaba otra cosa, una novedad, y eso fue la Generala Putísima. Ella lo sabía, por supuesto, y desde el primer día oyó el pedido unánime que no era el de “hacer algo” simplemente. No: lo que pedían era terminar con el reinado simbólico de la Obelisca. Y ya habían pasado dos años desde el día de la Golosa Revolución que la había llevado al poder, mientras la pija seguía erecta del otro lado del río. La impaciencia comenzaba a notarse.

La mañana en que tomó la decisión pasaron varias cosas. Primero, se enteró de que algunas miembras de su gabinete estaban empezando a conspirar contra ella. Tímidamente, eran apenas consultas, búsquedas de afinidades, pero estaba ocurriendo. Segundo, se cumplía el veinteavo aniversario de una de sus gestas militares más importantes: la defensa de la costa de Nueva Lesbos en la batalla de las Cinco Conchas, conocida con ese nombre porque bajo su mando, ella y otras cuatro jóvenes habían defendido el puerto de la ciudad contra tres buques falopositanos durante más de cinco horas hasta que llegaron los refuerzos, todo debido a una falla en las comunicaciones. Finalmente, ese día a la madrugada había llegado otra provocación: algún grupo de imbéciles de Falópolis, quizás ni siquiera militares, había conseguido entrar a la ciudad y pintar pijas en algunas paredes. Era una ofensa clásica, pero esta vez no habían logrado escapar. Los tenían encerrados desde la madrugada en un calabozo porque querían averiguar cómo habían atravesado los constantemente renovados y revisados mecanismos de seguridad ciudadana de Nueva Lesbos. Cuando la Generala tuvo toda esta información se dio cuenta de que era el día: una nueva asonada popular podía derrocarla en esas circunstancias si cometía el mismo error que la presidenta anterior.

Convocó a una conferencia de prensa para el mediodía que, como cabía esperar, se llenó no solo de periodistas sino de ciudadanas enojadas. La Generala no se atrevió a decir en público cuál era su plan, por miedo a los espías, pero dio un discurso que no dejaba lugar a dudas: los falopositanos habían llegado demasiado lejos y la historia de Nueva Lesbos estaba a punto de cambiar para siempre. No solo el contenido, sino sobre todo el tono de sus palabras fue lo que enardeció a la multitud, que comprendió el mensaje inmediatamente.

Alrededor de las once de la noche de ese mismo día la Generala se subió a uno de los treinta aviones de la Fuerza Aérea Novolesbiana que se guardaban en las instalaciones militares de la ciudad. Hacía años que no pilotaba un avión. En su época se había hecho cargo de todo tipo de vehículos y embarcaciones, lo que pidieran las circunstancias, pero ahora estaba ya un poco oxidada. Sin embargo, con un par de instrucciones de las expertas pudo salir sin problemas. Las asesoras le habían desaconsejado que fuera ella misma a la misión: si algo salía mal, el desastre político amenazaba con ser total. Ella se negó a escucharlas: nadie más podía estar a la altura y, en todo caso, quería asumir la responsabilidad personalmente.

Apenas cruzó la frontera aérea de Falópolis sonaron las alarmas en los cuarteles de la ciudad. Ella sabía que eso iba a ocurrir, pero si actuaba con rapidez, tenía una oportunidad. La fecha que había elegido no era azarosa: ese mismo día se estaba jugando la final de una copa de fútbol importante, muy querida por los habitantes de la ciudad enemiga. La atención estaría dispersa. No había pasado mucho tiempo desde su partida cuando vio emerger, verticalísimo, el Obelisco en el horizonte. No dudó en ningún momento, sabía exactamente lo que iba a hacer. Realizó una maniobra con destreza ejemplar y lanzó varios proyectiles, uno detrás de otro, a la base del Obelisco.

La estructura pareció no acusar recibo al principio, más allá de la humareda, pero luego se desplomó, como presa de una súbita disfunción, hacia un costado. Cayó limpiamente sobre una multitud de hinchas de un club que celebraba la obtención de la Copa Libertadores del Falo, única competencia deportiva que había sobrevivido al paso de los siglos y de los conflictos, aunque reformada para jugarse dentro de los límites de la ciudad. Los aplastó fácilmente, como si fueran hormigas, y después se hundió un poco en la tierra, destrozando locales comerciales y calles de un lado al otro. El horror se extendió por todas partes. Los falopositanos sabían del odio por el Obelisco, pero no pensaban que sus rivales fueran capaces de derrumbarlo. Corrían espantados por las callecitas minúsculas que apenas les daban lugar para respirar. Algunos murieron asfixiados en la huida: el polvo del Obelisco se apoderó de las calles.

La Generala sonreía y nada más. Lo había hecho. Finalmente lo había hecho. A toda velocidad, encaró para su ciudad natal, pero un misil antiaéreo la alcanzó cuando ya estaba volando sobre el río. Su avión cayó trágica y heroicamente al agua, donde un comando novolesbiano la buscó incesantemente durante días, por miedo a que sus restos fueran encontrados por el enemigo y usados como trofeo. Nunca la encontraron. La Generala hubiera podido eyectarse y tratar de salvar su vida, pero sabía que estaba muy cerca del territorio falopositano y no iba a caer prisionera. Eligió la muerte para salvar el honor y sus insubordinadas, como le gustaba llamarlas, tenían instrucciones de usar a los prisioneros como escudo humano para atajar las inminentes represalias. Una nueva era había comenzado para el Río de la Plata.

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