EL VICTORIANO PRECOZ

Después de un tiempo en Chile, Darwin continuó viaje en el Beagle, navegando hacia las Islas Galápagos, que los españoles, por una vez más poetas que otros, llamaron Islas Encantadas. Tal como se desprende de los diarios de ese viaje, y como se ilustra en numerosas piezas de ficción, el vínculo entre Charles Darwin y el capitán Robert FitzRoy no desmerece expectativas de drama. Para empezar, FitzRoy llevaba una misión absolutamente personal y cristiana: devolver a los indios yamanas que se había llevado tres años antes a Inglaterra desde Tierra del Fuego, para enseñarles inglés y los rudimentos del cristianismo. Ahora los traía de vuelta, supuestamente como misioneros. Pero pongamos pausa en esa historia, porque FitzRoy también había recibido, de parte de Charles Lyell, autor de Principios de Geología, la tarea de observar formaciones geológicas; y el capitán compartió ese libro con su compañero de viaje, el otro Charles, Darwin. El texto postulaba que los procesos geológicos observables suponían sedimentaciones de millones de años, lo que probaba la falsedad, o al menos la no literalidad, del relato del Génesis.

Apenas de vuelta en Inglaterra, el capitán se casó. Estaba comprometido desde antes del viaje, lo que dejó estupefacto a Darwin, que no sabía palabra de la novia. Parece que, influido por su casamiento o no, FitzRoy experimentó un renacimiento de fe cristiana. Cuando ya eran más que evidentes las diferencias religiosas que tenía con Darwin, o mejor dicho, el nivel de compromiso que cada uno tenía con el relato bíblico de la Creación, Darwin todavía votó para incluir al capitán en la Royal Society, en 1851.

Pero ocho años después, en el ’59, todo se vendría abajo. FitzRoy temía por su cordura. O tal vez, siendo hombre de cuna noble, sentía exacerbada cierta responsabilidad por ser ejemplar, por guiar exclusivamente de espaldas, en completa buena fe y con probada habilidad, a los subordinados, ignorantes o plebeyos; un caballero cristiano y victoriano. A los 12 años entró a la Marina y ascendió por primera vez tres o cuatro años después; y, además de su cuna noble, y de su carrera como oficial de la Royal Navy, siempre fue funcionario público.

De hecho, esto es un eufemismo. La verdad es que para el tiempo de su muerte había gastado su entera fortuna heredada, algo así como seiscientas mil libras esterlinas de hoy, en trabajos y emprendimientos de interés exclusivamente público, como el servicio de predicción del clima. Quería servir, y, por demás, lo venía intentando con todas sus fuerzas. Pero tampoco podía ignorar ominosos precedentes: un tío suyo se había suicidado mientras ocupaba un cargo, en 1822. También, siniestramente, se había suicidado el anterior capitán del Beagle, mientras FitzRoy era oficial en esa nave, en América del Sur, en 1828, víctima de “severa depresión”.

Pero ahora era 1831, y el capitán estaba dispuesto a ingentes gastos repatriando a los yamanas. Entonces consiguió la sorpresiva ayuda del Almirantazgo, que le pagaba un viaje de exploración de cinco años. Siguiendo la tradición de James Cook, llevaría a un oficial científico a bordo; de hecho, y como correspondía a los modales de la época, solicitó un compañero con el cual “cenar como igual, y del cual obtener una semblanza de amistad humana”. Esta forzada y ritual cercanía no expiaría, al parecer, la culpa que creció por ayudar a que ese joven académico encontrase las evidencias escondidas en tierras lejanas aisladas y en exuberantes reliquias vivientes, como las tortugas de las Galápagos; evidencias perturbadoras para su fe.
Su intento de devolver a esos aborígenes como misioneros puede malinterpretarse y subestimarse de varias maneras. Pero sobreviven todavía hoy, en pueblos costeros de las islas británicas, otros restos de la tarea de FitzRoy: los barómetros que mandó diseñar e instalar, para prevenir a los pescadores y marinos mercantes, como primer jefe de lo que sería luego la Oficina Meteorológica. E inventó el término weather forecast, conocido en castellano con el tropezado sintagma “pronóstico meteorológico”; los primeros, con datos enviados por telégrafo desde una quincena de estaciones en las islas británicas, se publicaron en el Times en 1861.
Con las herramientas y el conocimiento de su época, sin embargo, la ciencia del clima no podría adelantar mucho. Sólo con satélites artificiales y la capacidad de cálculo alcanzada en las últimas décadas pueden elaborarse pronósticos del clima acertados de dos, tres o más días. Pero Robert FitzRoy comprendió su importancia… o mejor dicho, la persiguió tenazmente.
Se percibe la fertilidad que este carácter ofrece a un drama de ficción: ¿por qué quería predecir el clima? Predecirlo es como entenderlo, como descifrar su lenguaje. ¿Pretendía encontrar una forma, personalísima, de entender y seguir al Dios de su fe? El clima, o sus versiones más violentas, explicó desde la Antigüedad la furia divina, y los marinos conocieron desde siempre la invocación a las suertes por buena ventura. Pero FitzRoy no tenía dioses, ni consentía la Fortuna; creía en el Dios Único de la Iglesia Anglicana.

Y todavía hay que traer a mientes su turbio período como gobernador de Nueva Zelanda, entre 1843 y ’48. Se le ordenó intervenir en los conflictos por las ventas/arrebatos de tierras a los nativos maoríes. FitzRoy no tenía personal para intervenir en ninguna escaramuza. Intentó mediar en la venta de terrenos, con poco éxito. Para obtener más medios de gobierno levantó los impuestos a la importación; luego puso más impuestos, esta vez a las ganancias y a los bienes personales; y finalmente, para evitar la quiebra, imprimió papel dinero sin respaldo (si no voy más hondo en esta fase de su vida es, claro, debido al incómodo aire familiar que transpira esa política económica). La Compañía de Nueva Zelanda comenzó a hablar mal de él. Y después un jefe maorí taló el mástil de la bandera del Imperio en Kororareka, sitio del primer asentamiento de colonos ingleses, en la isla Norte. El gobernador FitzRoy lo mandó erigir de nuevo. Para la cuarta vez, la “guerra del mástil” entre colonos y maoríes ya estaba en curso. FitzRoy volvió a Inglaterra; su próximo puesto sería como jefe de muelles en Woolwich. Y al poco tiempo llegaría la aventura de la Royal Society y la Oficina Meteorológica.

Varios testimonios recogidos desde temprano en su carrera lo señalaban por su mal carácter, sus rápidas y violentas reacciones, de las que luego solía arrepentirse solicitando educadamente, por nota escrita, perdón. Y así llegó el año milagroso de 1859, cuando Darwin publicó El Origen de las Especies, acumulando observaciones que, sistematizadas, cambiarían el sentido del “milagro de la vida”. FitzRoy estaba, quizá casualmente, en Oxford el 30 de junio de 1860, el día en que la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias se reunió para discutir las hipótesis que se desprendían del libro. Ahí estaba el obispo Samuel Wilberforce, el mayor enemigo de Darwin en la teoría y de míster Thomas Huxley en la práctica. Y FitzRoy, de pie en el centro del claustro, “levantó una inmensa Biblia por encima de su cabeza, con los dos brazos primero, con uno después, implorando solemnemente a la audiencia que diera crédito a Dios, no al hombre”. La multitud lo calló. Una dama se desmayó.

“En pocos años más”, escribió Loren Eiseley en la década de 1960, “agotado por sus intentos de convencer al indiferente Almirantazgo y al público de que el clima podía predecirse y los desastres minimizarse, FitzRoy subiría solo por las escaleras, al amanecer, con una navaja fría contra su garganta, mientras su familia dormitaba abajo. ¿Sentía, él también, la náusea de ese corrosivo desplazamiento humano? ¿Sintió, él también, su sólido mundo victoriano retrocediendo bajo sus pies, e, ironía de ironías, todo porque él, Robert FitzRoy, invitó a un entusiasta joven de Cambridge para abordar un viaje tantos años atrás? En la luz trémula la navaja brillaba.”

Fue el 30 de abril de 1865.

 

Bibliografía

-Eiseley, Loren, The Unexpected Universe, Harcourt, Brace & World, 1969.

-https://en.wikipedia.org/wiki/Robert_FitzRoy

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