EL MALÉFICO DOCTOR CAHN
No sabemos usar nuestra libertad, quizás porque no la ejercitamos. Y no la ejercitamos porque no es necesario ya que todo está protocolizado y el protocolo reemplaza al libre albedrío.
El primer acto protocolar con el que Londres te recibe cuando bajás en Victoria Station del tren que viene de Gatwick, es el empujón de algún trendy apurado en la escalera mecánica. Por suerte, otro londinense sonriéndote cómplice se apiada de tu condición de turista y te señala el cartelito de Keep right en el pasamanos. Hay que dar paso a los que tienen prisa.
De lo poco que conozco del mundo, quizás sea Londres la ciudad más normativizada que he visitado. Todo está escrito, todo está explicado, todo está estipulado. La señalética urbana es tan meticulosa, abundante y precisa que por momentos se vuelve exasperante. También es cierto que existen pocas ciudades en Europa con la prolijidad, preservación y limpieza que puede ostentar la capital de la Gran Bretaña.
El inglés es disciplinado por naturaleza. Lo que no está reglamentado explícitamente por carteles está tácitamente sobreentendido por los usos y costumbres. Nos viene a la mente el famoso Keep calm and carry on con el que la Corona invitaba a los ciudadanos a permanecer tranquilos y circular durante los obstinados bombardeos nazis en la Segunda Guerra Mundial.
Pero ese empujón del trendy apresurado no implica necesariamente una falta de respeto, como podría esperarse de un parisino, un romano o hasta un berlinés. En absoluto. Funciona como correctivo para quienes no se atienen a la reglamentación del uso de las escaleras mecánicas en el London Borough.
No es casual que el Reino Unido se maneje con estos niveles de orden social, que tanta insana envidia nos provoca por estas latitudes. Lo viene ejercitando y puliendo desde hace siglos y, en términos junguianos, es la esencia arquetípica británica.
La ciudad de Londres es como una de esas enormes factorías, pulcras y automatizadas, en las que los códigos de conducta, seguridad y transitabilidad se anuncian en carteles rojos y amarillos a cada paso que damos. Por dónde debemos caminar, dónde debemos detenernos, hacia dónde debemos dirigirnos, y aunque parezca curioso, todas estas precauciones están basadas en la productividad. Funciona como una fábrica porque al igual que una fábrica ha internalizado el principio de la eficiencia mercantilista. El hombre como sujeto de rendimiento económico y el gobierno comunal allanándole el camino. Los innumerables carteles de Warning o Caution y toda la indicativa de flujo de procesos optimizan las ganancias, al igual que lo hace el Keep right en la escalera mecánica para ayudar al trendy a llegar a tiempo a su trabajo.
Londres es el reflejo de una memoria colectiva que heredó de su Revolución Industrial del siglo XVIII. Un protocolo absoluto.
Cuando en 1882 Nietzsche le extendió el certificado de defunción a Dios no estaba describiendo el presente. Simplemente estaba evocando a ñatos como Galileo, Newton, Copérnico, Hayden, Darwin, Descartes o Hegel que desde hacía doscientos años venían tapando con diarios a la divinidad. El racionalismo filosófico fue el punto de partida para la segunda transición del “mitos” al “logos” (la primera fue la que articularon originalmente Tales y los presocráticos). La ciencia empírica comenzaba a tarasconearle la túnica al Creador mientras lo corría del centro de la escena. La observación y la razón le mostraban al mundo una nueva forma de explicar el cosmos y la naturaleza, y esto con el tiempo necesariamente socavaría las bases de la doctrina cristiana. Fue el paso del medioevo teocéntrico a la modernidad antropocéntrica.
Pero no todas eran buenas noticias. Desplazar a Dios como paradigma de la construcción de sentido acarrea todos los inconvenientes de sustituir un ser perfecto y absoluto -que todo lo explica y todo lo resuelve- por otro imperfecto y limitado como el hombre, que sabe poco y resuelve menos.
“Dios ha muerto” porque toda la cosmogonía del dogma católico se volvió inconsistente ante el sólido método científico.
Esto no significa que el ser humano se haya vuelto ateo, sino que desplazó al Altísimo como “fuente de toda razón y justicia” institucional y la relegó a un plano testimonial. A babuchas de la ciencia y de la razón, el pensamiento humano debía construir los nuevos pilares de la organización político-social postreligiosa.
Y los construyó. Con Hobbes, con Locke, con Rousseau, con Marx y con todos los que sentaron las bases del Estado moderno. La Revolución Industrial inglesa aceleró los procesos y con un imperio en expansión y fábricas que comenzaban a teñir los cielos de gris se necesitaron muchos protocolos para que el Imperio no colapsara bajo su propio peso. Luego llegó la Revolución Francesa para configurar la política de los próximos siglos.
Con mayor o menor grado de gatopardismo, la cuestión organizativa fue resuelta con algún éxito. Se reemplazó la Monarquía Absoluta de Mandato Divino por una versión aggiornada de la democracia de la antigua Grecia y se implementó la república laica y liberal, con división de poderes y la mar en coche (con perdón del arcaísmo). En la práctica, sin coronas en la cabeza y con una igualmente escasa o nula participación del demos, al poder lo seguía detentando una aristocracia ilustrada y económicamente profusa, que encontró en el imperio de la ley a su nuevo Salvador. El aforismo francés de la época “Le droit civil sert à faire voler les riches aux pauvres. Le droit pénal empêche les pauvres de voler aux riches” (“El derecho civil sirve para que los ricos roben a los pobres. El derecho penal sirve para evitar que los pobres roben a los ricos”) daba cuenta de que en el fondo las cosas no habían cambiado demasiado. La cuestión del ser humano como ser social estaba resuelta. Ya no gobernaba Dios (o sus enviados, el rey y el Papa). Gobernaba la ley.
El problema se suscitó con el hombre como individuo. Su nueva visión filosófica y ontológica, y su relación con la vida y la muerte. El mismo Nietzsche lo describió con lapidarias palabras: “El hombre de la modernidad es un ser centrado en sí mismo, incapaz de grandes deseos, dedicado a preservarse y a evitar el dolor.” El individuo estaba construyendo, libre del yugo religioso, los muros de su nueva prisión. Un hedonismo dionisíaco que encontró en la lógica republicana y las leyes del mercado campo orégano para el desarrollo de este ser humano domesticado y consumista.
Ya en el siglo XX, el idealismo de los ´60 no pudo contra el postmodernismo de los ´80 en un paradigma de pequeña burguesía integrada que gozaba de seguridades y bienes de consumo a cambio de entregar buena parte de sus libertades individuales. A partir de un emergente y virulento sentido nacionalista (fogoneado desde el poder), que pugnaba por mantener a raya al enemigo extranjero o ideológico, las mayorías le cedieron al Estado la prerrogativa de institucionalizar la vida humana de manera obligatoria y burocrática.
La palabra “protocolo” cobró una dimensión inusitada hasta apropiarse de cada instancia de nuestras vidas. La cotidianeidad del ser humano está regulada de nacimiento a muerte de acuerdo a una reglamentación jurídico-política impuesta desde el monopolio de la fuerza.
El ciudadano es para el Estado un corpus normativizado que debe cumplir determinados requisitos si pretende convertirse en un ser político (Homo politicus) apto para reclamar sus derechos. Sin dudas, el Documento Nacional de Identidad y fundamentalmente el número de CUIT (al igual que la Green Card o el Visado Schengen en otros países) son los actuales certificados de existencia. El concepto de “nacimiento como nacionalidad” del que habla Giorgio Agamben determina el status de ciudadano, sin el cual la vida se limita a la ilegalidad, la exclusión y la condición de paria social. La “nuda vida” (vida desnuda) que él mismo define.
Pasamos nuestros días a la sombra de esas reglamentaciones. Nos amigamos con ellas y hasta en ocasiones llegamos a agradecerlas. Es parte de nuestra “normalización” como individuos y los que no se ajustan a las reglas son vomitados por el sistema, estigmatizados o intimados a ponerse a derecho, sin posibilidad alguna de salirse voluntariamente de él.
Este proceso de docilización del Homo politicus da como resultado un ciudadano económicamente productivo, emocionalmente vulnerable y conductualmente pueril. En su carácter paternalista, los gobiernos nos prejuzgan de niños incapaces de pensar, discernir, accionar ni resolver según nuestra propia conciencia; entonces, nos “persuaden” coercitivamente a través de leyes y normativas. Aquí es donde empezamos a poner en tela de juicio la consistencia de la palabra libertad, tal como la entienden las democracias liberales.
Es cierto, no sabemos usar nuestra libertad, quizás porque no la ejercitamos. Y no la ejercitamos porque no es necesario, ya que todo está protocolizado y el protocolo reemplaza al libre albedrío.
“Eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca” canta Serrat recordándonos las primeras reglas de comportamiento que nos impusieron nuestros padres e inevitablemente nos remite al postulado biopolítico: “Donde hay poder, hay resistencia”. Empezamos a comprender que cuando el Estado trata como niños a los ciudadanos, estos reaccionan como adolescentes, rebelándose contra las normativas, en un histérico juego de interpretaciones.
Los tiempos de catástrofes determinan estados de excepción en los que los gobiernos aprovechan su monopolio de las leyes para suspender derechos individuales y garantías constitucionales bajo pretexto del bien común.
Hoy por hoy, en la Argentina del COVID-19, el debate entre salud y economía esconde la verdadera disyuntiva de carácter ético sobre libertades y dignidades.
En este andamiaje político-jurídico-comunicacional la figura del “protocolo” funciona como amalgama de esa excepción, habiendo encontrado en la infectología su vector legitimador. Personalidades como el Dr. Pedro Cahn o la Dra. Carlota Russ se han convertido, mediatización aparte, en los referentes exclusivos de la cuestión política ante una excepcionalidad que lo justifica. El maléfico doctor Cahn y su acólito Kambourian representan el ala jacobina del grupo de consulta del presidente Fernández. Los “halcones de la pandemia”, como se los rotuló, que se diferencian de las palomas (como el Dr. Eduardo López) por sus posturas intransigentes con respecto a la cuarentena y a la reclusión por tiempo indeterminado. Son los que definen las reglamentaciones que deberán cumplir obligatoriamente los argentinos mientras dure la crisis. Cahn desde Olivos y Kambourian desde los medios, rechazan de facto cualquier tipo de política de Estado que deje librado a la conciencia y a la madurez del ciudadano el archirremanido hashtag #QuedateEnCasa. Entienden que la tarea del hombre de ciencia, desde un peldaño intelectual más elevado (del mismo modo que el funcionario lo hace desde una supuesta superioridad moral), es guiar –por la razón o por la fuerza- a las masas infantiloides a través del sinuoso laberinto de una enfermedad que ha demostrado ser aleatoria e imprevisible.
El conflicto no es el protocolo en sí, sino su obligatoriedad. Hasta los discursos oficiales, en su afán maniqueo, muestran al virus como un enemigo invisible y letal al cual tenemos que combatir en una guerra santa por la soberanía infectológica. Seguimos nuestros números de contagiados y los comparamos con los de otros países como si estuviéramos jugando un mundial, y desorbitamos los ojos espantados al ver que Brasil pierde 7 a 0 por culpa de su técnico Bolsonaro, mientras exhibimos orgullos nuestro marcador digno de Campeones del Mundo. Y aprovechando la repentina escalada de discursos épicos que experimenta la población, el aparato legal-comunicacional estatal desenfunda sus armas más efectivas: el miedo y los protocolos disciplinadores.
Pero vamos a quitarle responsabilidades al Dr. Cahn y sus muchachos, que son excelente profesionales y sólo hacen su trabajo. No son más que el producto (como la gran mayoría de nosotros) de esa concepción del Pater Estado omnisciente y sobreprotector. La ciencia como “fuente de toda razón y justicia”. El racionalismo llevado al paroxismo.
La falsa discusión “salud o economía” es la manera que los gobiernos tienen para soslayar un conflicto más profundo aún: la vida o la supervivencia.
El equipo de infectología oficial, en pleno ejercicio del poder, con indudable buena fe y quizás imitando a las naciones desarrolladas, pergeñan protocolos para el ciudadano común, para el Homo politicus, sin considerar a quienes quedan excluidos de esa categoría. Y son muchos.
En nuestro país, antes de la cuarentena, el 40% de los habitantes miraba desde abajo la línea de pobreza. Se estima que hoy esa cifra ascendió al 60% ó más. Casi 25 millones de personas sobreviven por fuera del sistema político-jurídico-legal, condenados a la “nuda vida” de la desprotección más abyecta y desalmada, y al margen del sistema democrático. Los derechos humanos no entran en las villas. Ni las garantías constitucionales ni los Habeas Corpus. Apenas alguna que otra ambulancia, una miserable asistencia estatal (cuando llega) a manera de limosna y la inexcusable obligación de votar (y digo obligación, porque en esas instancias no es siquiera un derecho). Tan fuera del amparo del Estado sobreviven, que ni los protocolos de la pandemia los alcanzan. En barriadas sin servicios básicos y condiciones de hacinamiento extremas, miran extrañados cuando desde la televisión les hablan de aislamiento, distanciamiento social, pautas de higiene, educación virtual y asistencia gubernamental. Parece una broma de mal gusto. La idea de guetizar los barrios humildes se parece más a una medida tomada por regímenes totalitarios que por administraciones republicanas. No nos queda muy claro si el aislamiento zonal protegerá a los habitantes de las villas o a la clase media que vive fuera de ellas.
Quizás haya llegado el momento de replantearnos el verdadero sentido de la existencia. El polémico Agamben se pregunta “qué es una sociedad que no tiene más valor que el de la supervivencia?”.
O quizás sea nuestro destino como especie vivir embarbijados y sobreprotocolizados, huérfanos de besos y abrazos y caricias y sexo y vicios y sonrisas y alientos y toses y mates compartidos y tomar del mismo vaso y felar a la persona deseada, o simplemente rozarla con la yema de los dedos. El intransigente doctor Cahn y sus fundamentalistas del aislamiento, lograron contagiarnos el miedo primigenio a la muerte, el instinto más atávico de supervivencia a expensas de un virus que, como todo virus, enfermará a muchos y matará a algunos.
Porque vendrán otros virus y otras pandemias. Y otras pestes y otras guerras y otros refugiados y otros terremotos y otros huracanes y otras hambrunas y otros terrorismos y otros chernobyles y otros nueveonces y otros Bolsonaros y muchos cigarrillos y colesteroles y aneurismas y cánceres y accidentes de tránsito. Y aunque los aparatos estatales intenten combatir empecinada y selectivamente algunas de estas causas (en detrimento de las otras), la muerte seguirá cobrándose su tributo del 1% anual de la población, como lo hace desde el principio de los tiempos.
Pasada la pandemia, seguramente volveremos a convivir con la hipermodernidad que desde hace algunos años habita clandestinamente entre nosotros. Los fundamentos modernos exacerbados exponencialmente en una transmutación del antropocentrismo al egocentrismo, y que pone en crisis a todo el sistema de valores democráticos. Ese gobierno de mayorías dóciles, temerosas y manipulables cruje desde sus cimientos. En estos tiempos ultracustomizados, tecnodependientes y panopinados desde posverdades, el paradigma del Homo politucus y del Homo mediaticus experimenta la metamorfosis hacia el individualismo más extremo. Dejan de existir las mayorías porque cada quien es ahora su propia minoría, con pensamiento, identidad sexual y valores de conciencia propios. Las hegemonías se diluyen, al igual que lo hacen las posturas binarias. Las coincidencias se vuelven excepcionales y ya casi nadie puede ser encuadrado puramente en ninguna de las ideologías existentes. La era del “todos somos iguales ante la ley” le da paso a la del “todos somos diferentes ante la realidad”. Las marionetas empiezan a cortar sus hilos mientras miles de millones de minorías unipersonales registran que la democracia ya no los representa y el Estado ya no los contiene. Entonces, habrá que redactar un reglamento distinto para cada ser humano. El protocolo como método de disciplinamiento social tiene los días contados ante una nueva revolución de ideas que está cambiando nuestra forma de ver el mundo. Es demasiado pronto para discernir si será mejor o peor, pero sabemos que ya está aquí. Y sigue avanzando. Apurada, ensimismada y prepotente como el trendy londinense que te empuja en la escalera mecánica del metro para no llegar tarde al trabajo.
Me encanto!!!