DE LA MARAVILLA DE LOS AMORES MÚLTIPLES
En una oportunidad mi padre me contó un cuento sobre el origen de los rayos X. Yo tendría por entonces trece años, él era radiólogo y un gran tipo.
Allá por 1895 Wilhelm Conrad Roentgen descubrió, mientras experimentaba con tubos de vacío y un generador eléctrico, que un haz de luz podía atravesar la materia, la versión de mi padre era la misma pero el azar había contribuido de manera misteriosa.
En la madrugada del tres de julio del año 2002 en Monterrey, Juan trabajaba en su computadora y Baia en Pontevedra encendía su portátil. Al igual que Conrad Roentgen en 1895 los dos ordenadores sorteando el tiempo y el espacio generarían un luminoso haz que los atravesaría desde ese instante y para siempre.
Fue un año y medio muy intenso, los ordenadores o teléfonos móviles jamás estuvieron desconectados, parecía que la yema de sus dedos no pararan de tocarse, de descubrirse. Era el haz de luz de Roentgen o la imaginación de Shakespeare que los mantenía cada vez más juntos.
Si nos remontamos a 1595 veremos lo que el tiempo ha hecho con las historias de amor. Julieta Capuleto, hija de una familia acomodada, al igual que Romeo Montesco, por estos tiempos ambos tendrían un IPhone 12. Sin dudas la telefonía móvil destrozaría la dramaturgia de Shakespeare. Seguramente ella hubiese advertido a su amado por Whatsapp que el veneno había sido suplantado por un líquido negro con aroma a hierbas -¿acaso fernet?-. Ambos se encontrarían en el aeropuerto más cercano y luego de unas horas de vuelo llegarían a Montreal donde vivirían su luna de miel. Serían felices y comerían todo tipo de exquisitas carnes gracias a un fideicomiso de Montescos y Capuletos. Pasado unos años Julieta y Romeo tramitarían el divorcio, la terapia de pareja nuevamente habría fracasado.
La historia de Juan y Baia es también una historia de amor, pero en ella no habrá ni veneno, ni dagas. Complejísimas combinaciones binarias y un par de celulares ya habían unido a los enamorados durante año y medio.
Juan Valverde de cuarenta y cinco años era un bien remunerado asesor en cotizaciones, compras y ventas de una importante fábrica de salchichas y otros embutidos. Baia Pedreira de veintisiete años, había logrado su graduación como psicóloga en la universidad de Santiago de Compostela el año 2001. Al mediodía del 4 de enero del 2004 Baia buscó con su mirada ansiosa a Juan. Él debía esperarla en el aeropuerto del Distrito Federal de México. La imagen de Baia arrastrando la pequeña maleta dejó casi sin aire a Juan. Reconocer a Juan parado esperándola fue sentir que todo era cierto, que estaba protegida.
Ambos pensaron en correr y abrazarse cinematográficamente, pero nada de eso ocurrió, la reacción fue infinitamente más intensa, caminaron conteniéndose, se saludaron y el abrazo pareció demorar el beso una eternidad.
El trayecto en taxi desde el aeropuerto hasta un lindo hotel en Colonia Tabacaleros fue lento por el intenso tráfico, Baia miraba a Juan y acariciaba su cabello, Juan parecía tener inconvenientes para respirar normalmente, luego de vueltas y vueltas llegaron al hotel. Lo demás fue lo de siempre, registrarse y llegar a la habitación.
Los tres días que los enamorados pasaron el DF los dedicaron a Diego Rivera. A media mañana iban directo al Zócalo, caminaban los murales tomados de la mano y de la misma manera encontraban un bar para comer, y de nuevo al hotel. Baia vivía algo que solo había imaginado en sus más osados sueños, tenía a Juan y al maravilloso Diego Rivera. El color y la forma de los murales se mezclaban con la desnudez de los amantes. Baia escudriñó y saboreó el cuerpo de Juan como una obra de arte. Juan sentía el temblor de sus manos cuando se aproximaban lentamente a los pechos de Baia. Nunca hubiera imaginado que el sexo se mezclara tanto con el arte, mientras se preguntaba si en realidad no eran lo mismo. Y así fue como al tercer día, extenuados, resucitaron a una dimensión que no acababan de comprender. Los dos sentían que sería maravilloso vivir su desnudez en las plazas, en los ríos, en las escaleras del palacio nacional y hacer el amor frente a Diego y Frida.
Dicen que el amor es como una frágil copa de cristal que hay que cuidar con esmero y celo, pues en la mayoría de los casos se quiebra y no hay posibilidad alguna de recuperarla. Alguna vez yo mismo usé esa metáfora con verdadera convicción y hoy, al escribir la historia de Juan y Baia, me retracto, me corrijo, ante la muralla del amor construida con libertad. Cualquier intento de maldad, egoísmo, hipocresía u otro perverso sentir humano se hace añicos. No puede ni debe existir el amor sin la más absoluta libertad. Sin ese bien supremo lo que llaman amor queda reducido a un conjunto de posesiones, conveniencias y algo de gimnasia genital.
Ya resucitados, los amantes volaron a Monterrey. Baia tenía su boleto de regreso el día 11 de marzo desde México a Madrid y luego a Pontevedra. Fue un mes de convivencia con un mundo completamente distinto al de su Galicia natal, Juan pasó a ser parte de su cuerpo y nada podía hacerle daño estando cerca de él. El clima, la moneda, la comida, la bebida, todo lo estaba aprendiendo de la mano de ese hombre que no iba a soltarla jamás. Los amigos de Juan escuchaban a Baia por las noches narrar un mundo desconocido. Todo parecía un cuento celta.
Juan estaba completamente desnudo, algunas gotas de la ducha resbalaban por su espalda. Mientras se preparaba el café podía escucharse el tercer movimiento de la sonata numero ocho de Beethoven, la Patética, que le daba a la mañana un brillo singular. La música lo acompañó hasta la habitación y lo que vio le recordó a Miguel Hernández “…y las mañanas son miel de puro y puro doradas”. Baia dormía enredada en una maraña de rulos negros como el ébano. Su piel morena brillaba solo interrumpida por algunos odiosos listones de sábana blanca. El reposo de sus pechos le recordó a Juan que era un hombre feliz. Desayunaron desnudos y rodeados de aroma a café y a sol de la ventana, comieron, y en la misma mesa, aún con tazas vacías hicieron el amor. Juan recorrió con sus manos el cuerpo de Baia al tiempo que desprendía la migas de pan que había quedado estampadas en su piel.
La carcajada de ambos se escuchó en todo el aeropuerto, era 11 de marzo y Baia trataba de no llorar aferrada con fuerza la manija de su pequeña maleta. Juan no podía deshacer el nudo en su garganta, se miraron y resolvieron que no había porque reprimir nada y lloraron como niños, con lágrimas y mocos que trataron de limpiar con las manos o en la ropa. No hay nada más cruel que una sala de embarque. Ella se alejó en el corredor arrastrando su maleta. Juan sintió que se le acaba el mundo.
Se ha dicho que los seres humanos tienen distintas vidas, una pública, una privada y una secreta. Yo imagino esa vida secreta como una Caja de Pandora que al abrirla se liberan energías poderosas. Sólo energías, ni buenas ni malas, pero capaces de impulsar al ser humano de una manera extraordinaria, a veces transformándolas en amor, otras en obras de arte, otras en crímenes impensable. El buen dios -o los buenos dioses- desde tiempos inmemoriales han hecho lo imposible para que el hombre no abra esa caja, por ser “demasiado peligrosa”.
Juan y Baia se atrevieron a liberar el contenido de sus “cajas” y es justamente ahí donde empieza a cobrar sentido esta historia. En los dieciséis años que llevan amándose aprendieron a respirar con el mismo aire, conocer y compartir sus olores, a transformar la ira, y sobre todo a reinventar el placer y el gozo de sus cuerpos en algo tan maravilloso, que por momentos roza la incertidumbre y el temor. Se liberaron de sus culturas, las culturas del miedo, de la ridícula monogamia que transforma a los seres en patrimonio, en posesión.
Juan viajó varias veces y se adueño de la vieja Pontevedra. Baia ya sentía a México como algo propio. La telefonía móvil en sus manos dejó en ridículo a guiones y películas de ciencia ficción. Incorporaron amablemente a su gozo sexual otros cuerpos, algunas veces imaginarios otras tan reales como el aire. El amor era para compartir, era para sumar otros atrevidos militante en contra del mal vivir. El amor no era solamente cosa de dos. El sexo como vía de placer debía compartirse con el sol, con el agua y el viento. El deseo sería el sublime arcángel sin espada que enfrentaría a la muerte, y sin intentar derrotarla, se sumaría al vuelo. Sí, la tan temida parca se acomodaría junto a los amantes para cuidarlos y llevarlos lejos de la divinidad, lejos de la tiranía.
Así se escribió esta historia de amor, pensando en una legión de desnudos amantes que seguramente liberarían a la muerte de las gruesas cadenas a la que dioses y demonios tenían engrillada. La tarea no es vencer a la muerte. Es solo rescatarla de las garras de la virtud.
No sé cuándo ni dónde desaparecieron Juan y Baia, pero de lo que sí estoy seguro es que siguen viajando. Siguen volando.