PROBLEMAS DE ANATOMÍA

El sentido del pelo. Desde que lo miramos, fue un misterio. Desde antes de Darwin se sabía que el pelo humano crece siguiendo patrones que no tiene ningún otro animal, ni siquiera los primates más cercanos. Algunos contrastes nos dejan perplejos por la divisoria de aguas que crearon en las posibilidades de nuestra especie. El gen responsable de que el pelo de nuestra coronilla crezca sin límite se encuentra en fósiles de hace doscientos mil años. Ambos sexos lo comparten, a diferencia del vello facial duro, preponderante en algunos varones. Dentro de este subgrupo, hay varias orientaciones típicas del pelo barbado (tan duro, a propósito, como alambre de cobre del mismo diámetro). Las dos más comunes son la barba unificada en una sola cascada de pelo, y la dividida en dos, como la del Cartero pelirrojo de Van Gogh.

La línea de corte entre el cuero cabelludo y la frente puede ser de dos formas: en V o en U. Hasta poco antes de la glaciación Wurmiana, hace 115 mil años, era posible observar sobre todo en los hombres una protuberancia blindada en el extremo superior del hueso frontal, justo donde nace el cuero cabelludo. Esa cresta seguramente deformaba el “peinado” de los varones. Las mujeres la perdieron antes que los hombres; quizá esa cresta masculina marcó el área donde actualmente la mayoría de los varones, incluyéndome, pierden el pelo.

Los orientales, además de ser más lampiños, sufren menos el embate de las canas. Entre ellos, es raro que aparezcan antes de los sesenta años. Pero relativamente cerca, las poblaciones de Nueva Guinea y los aborígenes australianos ofrecen el más significativo contraste: desde niños, años antes de la pubertad, tienen el pelo encanecido.

Pero hay más. Uno de los misterios mayores, como ya mencioné, es el sentido de crecimiento del pelo en la especie humana. ¿Por qué, a diferencia de los demás primates vivos, nuestro pelo crece con ventaja hidrodinámica? Nuestro pelaje natural nos ayuda a nadar, a desplazarnos completamente extendidos en el líquido, usando al máximo las capacidades de los (admitámoslo) desproporcionados miembros, tan móviles y versátiles como que pendíamos de ellos para vivir y andar entre los árboles, lejos del suelo. ¿Tan necesario fue nadar para nuestra supervivencia, que hasta el cabello hubimos de aprovechar? No lo sé. Más allá de algunas especulaciones interesantes pero, quizá, demasiado llamativas, no hay razones para que nuestro pelo sea dispuesto hidrodinámicamente; no las hay, al menos, tan claras como para la visión binocular o el andar bípedo. Tampoco hay una razón discreta para otro rasgo difícil de observar sin caer (accidentalmente, digamos) en causalismos: el vello corporal y el facial. Llamativamente, los primates y nosotros tenemos el vello facial invertido. Nosotros tenemos cejas, bigote y barba; los primates tienen lampiñas esas zonas y la coronilla, y peludas la frente, los párpados y los pómulos; y lo mismo ocurre con el vello corporal. En la Ilíada, el poeta ilustra la tristeza y la ira de Aquiles señalando los pesados suspiros que sacudían su “velludo pecho”. Cualquiera que haya visto o vestido un disfraz de gorila habrá notado que este primate es lampiño en el frente del pecho y el abdomen, y peludo en la espalda y los flancos del torso, y alrededor los brazos y piernas; es decir, tienen pelaje donde nosotros apenas tenemos vello.

Algunos libros de ciencia de la década de 1950 y 1960 atraen por la poca sutileza de sus herramientas, por la laboriosa construcción de paradigmas descriptivos en una era pre-genética, pre-ADN, pre-secuenciación. Se veían constreñidos a reportar estos contrastes, a descubrir en ellos vetas de especulación algo más ilustrada. Esos rasgos que señalé en el último párrafo me parecen destacables porque no son tan directamente notables ni útiles; no son patrimonio inmediato de deseo, sino más bien simple curiosidad, simple discernimiento, pedestre clasificación; esperaban impacientes en la fila de caracteres por descubrir a que la humanidad afinara sus sentidos sobre sí misma con la suficiente concentración como para notarlos. Pero hagamos hincapié en la falta de motivos, en la apariencia casual y curiosa de estas facetas del ser.

Vamos del pelo a los pies. ¿Por dónde empezar, si no? No hay parte más despreciada en el cuerpo. Hasta el cerebro identifica por reflejo a los pies como la extremidad para tocar o sondear cosas o áreas indeseables o dudosas; de ahí mismo, quizá, el exagerado desprecio consistente en patear a alguien que ya está caído. Pero claro, los pies forman parte de algo mayor. Con escasas variaciones entre la decena de especies homínidas (i.e., que tenían la preferencia y aptitud para el andar bípedo) descubiertas hasta ahora, el sistema de locomoción partió de una extraña mutación, de la que no estoy seguro si se ha determinado el origen, o si ocurrieron separadas o no: de la cadera “torcida” hacia adelante y arriba, a la rodilla con abducción. El pie, el despreciado extremo inferior del cuerpo activo, llegaría más tarde. Pero hace dos millones de años, mucho antes de definirnos como especie, ya estaba ahí, y caminando la especie recorrería y poblaría el planeta.

Pero tal como sucede con comensales recientes en la mesa evolutiva, es un órgano que todavía sufre por su especialización. Es la extremidad más propensa a pequeñas deformidades y diferencias morfológicas que requieren cirugía u ortopedia. En su libro sobre su estadía en Auschwitz, Primo Levi señala, casi al comienzo, que el factor de supervivencia más importante en ese lugar eran los buenos zapatos. Había que mantener los pies sanos en invierno, sin más calzado que unos zuecos de madera y lona, de una sola pieza; porque sin cuidados, los más insignificantes rasguños crecían hasta incapacitar y, por supuesto, matar. “La muerte entraba por los zapatos”, dice Levi.

También está la tortura de los pies vendados. Hasta el siglo XX, más precisamente hasta la revolución de 1911, las mujeres chinas de cierto rango estaban obligadas, por tradición, a vendarse los pies, plegando primero el dedo gordo hacia abajo, y después los demás, hasta convertir el pie en una especie de puño cerrado sobre el cual caminar muy precariamente (hay fotos, pero no recomiendo verlas), apoyando la articulación del tarso, felizmente condenadas a la inmovilización artificial y al sufrimiento ceremonial. Las niñas ricas, nobles o privilegiadas comenzaban los vendajes de pies a los dos años; las menos favorecidas a los cuatro. Sólo las indigentes, descastadas e “incultas” estaban condenadas a tener unos enormes y horribles pies toda la vida, lo que las alejaba de cualquier compromiso de calidad.

Consideremos, finalmente y siguiendo un curioso artículo de Eric Hobsbawm, al oficio que creció, como un sistema linfático paralelo y nada escandaloso, junto a los pasos. No hay fecha para el primer calzado. No hay cultura que los desconozca, y que no produzca y admire en su seno a quien construye o repara calzados. Habiendo explorado por miles de años todos los materiales posibles para la confección de calzado y su mutua interacción, puede asegurarse que la especie se hizo experta en contener los miembros inferiores con placer además de por necesidad. Y la profesión de zapatero no sólo es antigua, sino que además es perdurable. Casi ningún visitante temporal del siglo XVII o XVIII reconocería el carácter de los comercios de hoy; incluso oficios muy viejos, como el de boticario (reemplazado por el farmacéutico) han cambiado demasiado su ambientación, y uno puede comprar chicles en Farmacity. Pero esos visitantes temporales no tendrían dificultad en identificar el taller de un zapatero hoy. Sus herramientas no han cambiado, sus materiales, salvo que incluyamos los sintéticos del último siglo, tampoco. Históricamente, siempre hubo más calzado usado y remendado (por eso se llamaban zapateros remendones) que nuevo; e incluso cuando se volvía inútil, sus retazos de material, las tiras de cuero, las suelas de goma o de caucho, las tachuelas podían reutilizarse. Además, a pesar de ser un trabajo manual, el oficio de zapatero deja amplio margen para el intercambio verbal con los clientes y, por tanto, el cultivo de importantes discusiones políticas. Sastres y zapateros eran miembros comunes y constantes de los viejos partidos políticos socialistas y anarquistas, porque su oficio les permitía mudarse (esto es: escaparse) sin perder casi nada. Siempre listos a partir. Este costado activo políticamente hasta puede rastrearse en el dicho zapatero a tus zapatos, que existe en varios idiomas.

Mi abuelo paterno era peluquero. En casa de mis padres todavía hay pedazos rotos del mármol que formaba el mostrador de la peluquería. Y también está la navaja de peluquero, guardada celosamente por mi padre. Otro oficio que no morirá. Y a mí me gusta mucho caminar. En realidad, no es que me “guste mucho”: no sé conducir y ya no tengo ganas de aprender, así que personalmente, y a bajo costo y sin que a nadie le importe, puedo boicotear las estaciones de servicio e industria automotriz y sentir que hago algo por el planeta.

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