¿OPRESIÓN NEOLIBERALIZADA O APRENDIZAJE CIUDADANO?

Poder, verdad y transformaciones posibles en la (pos)pandemia

Por Lucas Ezequiel Bruno y María Luz Ruffini

En el campo político y científico resulta generalizada la impresión –ya certeza, según numerosos estudios–, de que la pandemia del Covid-19 habría no solo expuesto con crudeza sino profundizado y maximizado las enormes desigualdades que atraviesan nuestro mundo, arrojándose por añadidura la búsqueda de soluciones a las limitadas capacidades de los Estados nacionales ante un evento contingente de magnitud inusitada.

La manifestación y operatoria de las desigualdades funcionó, en efecto, en varios planos: en el régimen internacional, entre países ricos que accedían a gran cantidad de recursos sanitarios, y países pobres con escasos medios de todo tipo. Al interior de cada Estado, asimismo, las condiciones habitacionales y de salubridad de las poblaciones impusieron una distribución desigual de los efectos del virus, afectando más a los sectores en situación de vulnerabilidad social. En el mismo sentido, el desigual acceso a medios informáticos y a internet –principal medio de sociabilidad e integración en el marco del aislamiento–, fue un desafío para muchos sectores.

En rigor, según el informe “Panorama Social de América Latina 2020” de la CEPAL, la pobreza a fines del año 2020 alcanzó niveles que no se habían observado entre los últimos 20 años y todos los países experimentaron un deterioro en la redistribución del ingreso nacional. La tasa de pobreza extrema se situó en un 12,5% y la tasa de pobreza en el 33,7%: “Ello supondría que el total de personas pobres ascendería a 209 millones a finales de 2020, 22 millones de personas más que al año anterior” (CEPAL, 2020). Asimismo, en 2021 el Banco Mundial publicaba en su informe “Perspectivas Económicas Mundiales” que la pandemia hizo aumentar la deuda de las economías en vías de desarrollo al nivel más alto en los últimos 50 años, generando un brutal endeudamiento de los países pobres.

Este estado de situación llevó progresivamente a la certeza de que la pandemia, lejos de significar un freno u obstáculo para el devenir expoliador y destructivo del capital en su forma financiera trasnacionalizada, habría profundizado aún más la hegemonía global de la racionalidad neoliberal. Desde ya, al hablar de racionalidad neoliberal hacemos referencia a ciertos principios rectores que gobiernan la conducta de los sujetos, determinan la forma de los vínculos sociales y condicionan –en el mejor de los casos– los órdenes políticos (Laval y Dardot, 2013; Brown, 2015). En esta línea, por caso, las medidas de aislamiento social habrían tendido a la privatización de la vida y el reforzamiento del individualismo liberal: la libertad individual, con el correlato de los derechos personales, emergió como aquello que podía suturar a la comunidad política, como esa plenitud siempre ausente y necesaria (Laclau, 2005). La salvación individual y la poca estima hacia el otro fue la forma que tomó la libertad, y sus reclamos se hicieron visibles en el incumplimiento de las medidas sanitarias de prevención.

La opresión, en efecto, se neoliberalizó: ya no estaba asociada al capitalismo, el patriarcado u otro sistema de jerarquización de diferencias en donde la parte en situación de debilidad podía reclamar liberarse contra el orden que la ubicaba en un lugar de subordinación. La lucha por la liberación ya no buscaba subvertir y dislocar una relación de sujeción, tenía otros fines –quizás inconfesables–: ¿Un mundo sin gobierno pero soportado en exclusiones inconmovibles? ¿Un mundo sin Estados pero sin posibilidad de que los marginados puedan irrumpir y ser parte de la comunidad? La opresión mutó y era el Estado quien anulaba las libertades individuales sagradas de los sujetos neoliberalizados. Desconcierto para las izquierdas y los proyectos nacionales-populares: los marcos socio-simbólicos de las fuerzas de izquierda se vieron acorralados y con poca capacidad de reacción en todo el mundo. Un gobierno progresista debía restringir la libertad de circulación, la libertad de asociación y, también, la libertad de consumir.

Desde ya, la paralización del consumo masivo y la crisis de las economías de todos los Estados supondría, en un sentido tradicional, un golpe duro para el capital, y esto ocurrió: el consumo masivo y la producción disminuyeron drásticamente. Sin embargo, los costos de la crisis recayeron sobre los sectores históricamente postergados: el desempleo aumentó en todas las comunidades, la pobreza y la indigencia experimentaron picos históricos, fue un hecho la expulsión de las infancias vulnerables del sistema educativo formal por falta de acceso a los recursos necesarios, las condiciones de hacinamiento en los barrios populares se intensificaron, la violencia machista, femicidios y travesticidios aumentaron, entre otros síntomas sociales y económicos. La afectación del consumo pudo ser sorteada por el capitalismo en su modalidad financiarizada y fue posible, una vez más, hacer recaer las consecuencias de la crisis en los sectores en situación de vulnerabilidad, al tiempo que los ricos y súper ricos incrementaban sustancialmente sus fortunas.

No obstante, en Argentina, la pandemia de 2020 también dio inicio a un proceso de fuerte intervención estatal: el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO), seguido del Distanciamiento (DISPO), la disposición de un Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), la intensa campaña de vacunación que se llevó adelante tempranamente, entre otras medidas, mostraron de forma contundente cómo la retórica que ponía el cuidado de la vida por encima del sostenimiento de la actividad económica a cualquier costo se encarnó, al menos parcialmente, en las políticas públicas del período. Esto supondría, al decir de Rita Segato, el inicio de nueva una pedagogía ciudadana, el aprendizaje de que el Estado nación y –más ampliamente– la política mantiene una potencia no desdeñable, la capacidad de cuidarnos y transformar nuestras vidas.

Por supuesto, en las actuales condiciones resulta central problematizar tanto las nociones de Estado nación como la de cuidados. Desde una perspectiva foucaultiana, podemos entender al Estado como el efecto hegemónico de un conjunto de relaciones de fuerza, de formas de ejercicio del poder entramadas en lo social. Sobre esta base, la invitación es a centrar la mirada en estas tecnologías de poder y sus racionalidades asociadas, por lo cual el problematizar los cuidados se vuelve una tarea de primer orden. Al respecto, es sabido –según la formulación clásica de Foucault– que así como lo propio del poder soberano fue “dejar vivir y hacer morir”, el biopoder se caracteriza por “hacer vivir y dejar morir”, dando origen a la anatomopolítica (que busca incidir sobre el cuerpo físico) y la biopolítica, que busca tener efectos sobre lo humano en tanto especie, y que se intensifica desde el siglo XVIII.

No obstante, al decir de Rodriguez:

Hasta entrado el siglo XX, el cuidado que pretendía ejercer el estado sobre la población en la línea de cuerpo-especie iba de arriba abajo (prescribiendo conductas para cuidar la vida). Luego, la salud se convierte en objeto de preocupación para el Estado en tanto debe garantizar el derecho de los individuos a la buena salud.” (2019: 399)

Es destacable cómo, desde este punto de vista, desde mediados del siglo XX la biopolítica comienza a entramarse con una gubernamentalidad de tipo neoliberal: una noción de cuidados orientada a sostener la vida de individuos atomizados entendidos como capital humano cuyas capacidades el Estado debe sostener e incrementar, no en aras de un beneficio común, sino de la maximización de su potencial capaz de ser valorizados por el mercado. Ante ello surge la pregunta: ¿cómo podemos pensar un cuidado de la vida no neoliberal?

Al respecto, podemos rescatar algunos elementos interesantes: en primer lugar, la centralidad de promover una biopolítica afirmativa, una política de la vida en la que los seres vivientes pongan sus propias normas como referencia constante de un derecho ajustado a las necesidades de todos y de cada uno (Esposito, 2016). Y ello, claro está, asociado a una noción de comunidad capaz de trascender la atomización: una comunidad entendida como el movimiento de ruptura de fronteras y atravesamiento interindividual que permite construir un nosotros que exceda el agregamiento de partes. Esto se vincula, asimismo, con el imperativo de propiciar lo que Mouffe (2018) llama una ciudadanía democrática radical, una gramática de la conducta orientada a la extensión de los principios ético-políticos de libertad e igualdad en una amplia gama de relaciones sociales, que permite tensionar con el fuerte proceso de desdemocratización neoliberal reseñado por Wendy Brown (2017). Finalmente, a ello hay que añadir el movimiento ranciereano que haría posible incluir, como parte de la comunidad política, al mundo natural, dando paso a lo que Donna Haraway denominará Chthuluceno: una forma de entender el mundo en que seres humanos y no humanos nos entramemos complejamente a fin de dar respuesta al vital problema de vivir y morir juntos dignamente en una tierra profundamente herida.

[…]

Si bien de la pandemia no “salimos mejores”, la crisis es de tal profundidad que obliga a problematizar y discutir tópicos que se habían desplazado del centro del campo científico y la discusión académica, o que directamente no existían. El capitalismo financiarizado, por caso, ha vuelto al núcleo de la discusión, como así también la operatoria de nuevas formas de exclusión, desigualdad y dominación. En este marco, esperamos que los textos que siguen abonen a la complejización del pensamiento y la búsqueda colectiva de caminos de cuestionamiento y transformación del mundo, hacia formas de existencia más sustentables, justas e igualitarias.

El presente es un extracto del prólogo a Las pandemias del neoliberalismo / Lucas Bruno … [et al.]; compilación de Lucas Bruno; María Luz Ruffini. – 1a ed – Córdoba : Centro de Estudios Avanzados, 2022.

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