LOS JAPONESES Y LA GRAN BALLENA BLANCA

Recordando la prueba de las ordalías o juicios divinos, presente en la tradición cristiana, aquí lo asociamos con lo que debieron vivir, en torno a la guerra, un puñado de hombres bajo el dominio imperial del Japón en la primera mitad del siglo XX.

La Nación Isla 

Entre las tropas aliadas que aplastaron la rebelión Boxer, en China, apenas comenzado el siglo XX, había un contingente japonés. Los oficiales europeos (ingleses, franceses, alemanes, rusos) dieron fe de su admirable disposición para la lucha. Sus hombres lo tenían todo: arrojo, disciplina, lealtad, tenacidad; y morir en batalla era la honra mayor. La mitología japonesa alimentaba, naturalmente, valores consecuentes: la ética superaba todas las aspiraciones individuales, que por sólo serlo se declaraban ilegítimas y contraproducentes para el vínculo más importante: la obediencia del vasallo al señor. Los relatos populares no se reservaban truculencias para ilustrar esa fuerza todopoderosa, esa fe ciega que guía la voluntad: el deshonrado ronin que busca secretamente ajustar cuentas por la muerte de su señor dedicará las mujeres de su familia a la prostitución, para hundirse más aún en la vergüenza y desaparecer más rápidamente de la vista de todos, y hacerse de sombras para su venganza. También están los maestros de la espada, personajes históricos que mataron varios cientos de rivales. En su vida adulta, una vez cada dos o tres semanas, estos maestros mataban en peleas singulares, donde ambos contrincantes sabían que se jugaban la vida. Haciendo eco de esta determinación nipona, don Miguel de Unamuno observaba, en la segunda década del siglo XX, que no dudaría de la existencia de cientos de Aquiles japoneses, pero que a él le interesaría saber de al menos un Homero entre ellos. Y no lo había.

Los japoneses, después de la irrupción norteamericana en el puerto de Tokio en 1853, se despeñaron en la edad moderna conservando tenazmente las tradiciones y el sustrato mítico de una nación aislada, pobre, de pescadores y campesinos sujetos a un feudalismo característico, notablemente similar al de la Edad Media cristiana.

En nuestra cultura hay otro mito fáustico, más contemporáneo, que explota el protagonismo personal. Contiene principios de sacrificio y de “compromiso” individuales. Sin duda el que mejor definió los bordes de este mito fue Herman Melville en Moby Dick: dar muerte a la ballena blanca es superar la ordalía autoimpuesta que medirá y confirmará al individuo y le permitirá suponer que la voluntad, sobre todo la voluntad individual, existe. Que no es un sueño. Esta ordalía individual, esta “prueba de adultez” o “rito de pasaje” tiene lugar típicamente en la adolescencia o la juventud: el fervor militante de la fe, el compromiso para tocar un instrumento musical hasta el extremo de sus posibilidades, el deseo de brillar en una competencia gimnástica que lleva a exigencias dañinas en la dieta o las rutinas; o la ambición de sacar la nota más alta siempre, o el hambre de protagonismo en el baile o en las fiestas: en todos los casos se trata de “traducir” una emoción particularmente violenta en un orden comunicable, y en todos ellos es necesario cultivar un extremo, un máximo, un non plus ultra, para obtener a cambio una aprobación automática, sin ambages, de los otros.

Ahora bien: llegamos aquí para espigar datos de una extraña ordalía moderna.

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Cosecha del ‘74

En su momento de mayor despliegue, a principios de 1942, el imperio japonés dominaba desde Manchuria en el norte del continente asiático, hasta Birmania y Taiwán hacia el suroeste, más Indonesia, Borneo, las Filipinas, Papúa-Nueva Guinea, Nueva Bretaña, y el rosario de islas de la Micronesia hacia el sur, y ocupó incluso la última de las Aleutianas, un archipiélago americano, hacia el noreste. Esa extensión, mayor a la superficie de los EEUU continentales, en su mayoría era océano; y en sus islas se desplegaron cientos de miles de soldados japoneses.

Hay una fascinación por la ordalía no autoimpuesta que protagonizó un puñado de aquellos cientos de miles de soldados dispersos en islas tropicales. Nos referimos, claro, a los rezagados: soldados japoneses que se escondieron en la selva de las islas donde estaban asignados, y que en algunos casos tardaron décadas en salir.

Hubo una primera oleada de rezagados que regresaron, desde el fin de la guerra en septiembre de 1945, hasta 1960.

Después de eso, los últimos cuatro aparecieron entre 1972 y 1974, pero uno de ellos, Kinshichi Kozuka, murió en un tiroteo con soldados filipinos en 1972. Los últimos tres, aparecidos todos en el ‘74,  son los más interesantes.

En enero de ese año dos pescadores encontraron y redujeron al sargento Shoichi Yokoi en la isla de Guam. Él y diez compañeros se internaron en la selva en el ’45 y no creyeron ninguna de las proclamas que afirmaban el fin de la guerra. Para 1952 quedaban él y otros dos (el resto los abandonó). En 1964 empezaron a vivir separados y el sargento visitaba de vez en cuando a los dos compañeros restantes. En 1968 los encontró muertos de inanición. Cuando volvió a Japón y lo recibieron como en una fiesta, su frase “es un poco vergonzoso, pero he vuelto” se convirtió en dicho popular. Yokoi regresó a Guam varias veces. Según su sobrino político, “nunca pudo adaptarse completamente a la sociedad japonesa moderna”.

Hiro Onoda, el penúltimo de los rezagados y por lejos el más afamado, se rindió el 11 de marzo de 1974. Hasta ese momento, Onoda, que era teniente entrenado en inteligencia, siguió en guerra, en modalidad de resistencia. Se había ocultado en la selva de la isla Lubang, de las Filipinas, junto a tres subordinados, siguiendo las últimas órdenes recibidas. Uno de los soldados que lo acompañaba se separó y se rindió en 1950 ante los militares locales. En 1954, un grupo de búsqueda mató a otro de sus soldados, y en 1972 su último compañero murió en un tiroteo con militares filipinos (era Kinshichi Kozuka, mencionado unos párrafos más arriba). Onoda quedó solo. Motivado por las noticias (en Japón ya se conocía la identidad y la historia de Onoda, y se vivía además la fiebre por el recién aparecido Yokoi), un turista japonés, Norio Suzuki, fue a Lubang a comienzos del ’74 para buscarlo, y lo encontró. Onoda y Suzuki se trataron amistosamente, pero el teniente se negó a dejar su puesto (es decir, a creer que la guerra había terminado) hasta recibir órdenes de su superior, el mismo que le diera la última orden de resistir, casi veintinueve años antes.

Suzuki volvió a Japón, encontró al oficial en cuestión, consiguió la orden y con ella en mano convenció a Onoda de rendirse, cosa que hizo ante el presidente de Filipinas, Ferdinand Marcos, entregándole su espada. También tenía un fusil en condiciones operativas (después de 29 años en la selva), 500 municiones, granadas de mano y “una daga que su madre le obsequió para suicidarse en caso de ser capturado”. La actividad guerrillera de Onoda, en emboscadas y sabotajes, había dejado una treintena de muertos filipinos, pero se tuvieron en cuenta las circunstancias y recibió el indulto presidencial. Onoda volvió a Japón y se lo cubrió de honores. Pero no le gustó la sociedad japonesa que encontró al volver: en 1974 Japón competía por los primeros lugares en la economía mundial, su industria automotriz ponía en jaque a la norteamericana, pero a Onoda no le interesaba eso: veía que los jóvenes abandonaban valores tradicionales que él representaba. Apenas un año después, en abril de 1975, emigró a Brasil (otros aires tropicales) para criar ganado en un rancho. En 1984 volvió a Japón; unos años antes, un adolescente japonés había asesinado a sus padres (crimen inimaginable para la sociedad japonesa) y la conmoción lo llevó a crear la “Escuela de Naturaleza de Onoda”, una especie de campamento educativo para jóvenes. Quería educarlos en valores tradicionales. Murió en 2014, a los 91. Más adelante volveremos sobre él.

Por ahora resaltemos que Onoda era teniente (es decir, un oficial). Yokoi, el rezagado anterior, era sargento (un suboficial). Esa sola diferencia tal vez puede explicar la fiebre aguerrida del primero y la prudencia y retiro del segundo.

El último caso va más hondo en ese sentido. El soldado Teruo Nakamura, que vivía aislado en una choza de la isla indonesia de Morotai, fue descubierto por un aviador a mediados de 1974. Más adelante ese año, y mediante la embajada japonesa en Indonesia, la Fuerza Aérea de ese país buscó al rezagado y lo arrestó el 18 de diciembre. La noticia llegó a Japón el 27. Pero Nakamura decidió que lo repatriaran a Taiwán.

No quiso volver a Japón porque era nativo taiwanés. Nació bajo el Imperio en 1919, cuando Japón dominaba Taiwán, y fue reclutado a la fuerza por el Ejército. Su nombre original, en la lengua de su pueblo aborigen, los amis, era Attun Palalin. Cuando lo encontraron en 1974 no hablaba japonés ni mandarín. Murió en su tierra natal cinco años después, de cáncer de pulmón. Cabe observar que si él no quiso volver a Japón, los japoneses tampoco supieron qué hacer con este último rezagado. Un regreso rutilante como el de Onoda era difícil de superar por Nakamura: se trataba de un soldado raso, conscripto de una colonia (y que se había escondido en lugar de dejar decenas de muertos en emboscadas y sabotajes, como Onoda, víctima de la misma desinformación, hizo). Alguien que, además, no era japonés. En esa lengua, el término para extranjero es gaijin, y supone la misma carga despreciativa y etnocéntrica por cuyo reverso cada pueblo se cree la única “gente”.

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El profesor irredento 

A pesar de las violentas artes marciales y de las bellas espadas curvas, Arthur Koestler declaró en The Lotus and the Robot, el libro en el que recogió observaciones de sus viajes a India y a Japón:

Visité dos establecimientos para enfermos mentales japoneses. Uno especializado en una terapéutica derivada del Zen; el otro, un establecimiento psiquiátrico de tipo occidental; en los dos casos me llamó la atención la falta de precauciones de seguridad y la atmósfera de grave cortesía que dominaba en las dos casas. (…) [un especialista] también cita datos estadísticos que indican la relativa rareza del tipo paranoico de esquizofrenia. En el Japón su frecuencia era de alrededor del 15% entre todas las formas de esquizofrenia. En un hospital típico de Estados Unidos la cifra correspondiente era casi del 60%, esto es, cuatro veces más alta (Koestler, 1963, 197).

Este testimonio es de principios de la década de 1960. En ese momento, Hiro Onoda resistía activamente en la selva. Por lejos, sin embargo, que Onoda haya llegado en su dedicación a cumplir órdenes, su marco cultural-educativo despreciaba, tradicionalmente, la iniciativa individual; Onoda jamás hubiera resistido en su nombre, del mismo modo que jamás se atribuiría ese mérito, sino que lo señalaría desde sus padres y sus maestros; y lo haría, además, con modales orgullosos, nada humildes.

En ocasión del tsunami que arrasó Fukushima, en 2011, el alcalde de Tokio afirmó que la catástrofe era un “castigo divino” por el “egoísmo” de la sociedad actual, sobre todo de los jóvenes. El alcalde tuvo que pedir disculpas, pero el teniente Onoda, que vivió lo suficiente como para oír ese comentario, tal vez hubiera acordado con él. Después de todo, ambos eran abiertamente conservadores.

No obstante, existe una historia llamativamente simétrica a la de Onoda, y es la del profesor Saburo Ienaga.

En este caso, el que tuvo que pedir disculpas fue el primer ministro. Ocurrió a fines de los ochenta, cuando tanto en Japón como en Corea hubo un clima de liberalidad desconocido hasta entonces, especialmente en lo sexual. Entonces, medio siglo después de los hechos, algunas ancianas coreanas comenzaron a hablar de las condiciones a las que fueron sometidas cuando Japón gobernaba Manchuria, cincuenta años antes. Asustados por la cantidad de violaciones cometidas por sus tropas, los oficiales japoneses mandaron levantar “instalaciones de desahogo” (i.e.: prostíbulos militares) cerca del frente. La “fuerza laboral” fue secuestrada de todas las capitales del Imperio: mujeres (“mujeres de desahogo”) coreanas, chinas, de otros países del sureste asiático, y algunas europeas. La mayoría de esas mujeres, aparte de los abusos imaginables, cayó víctima de enfermedades, murieron por fuego enemigo o fueron asesinadas.

Esas mujeres ayudarían, eventualmente, al profesor Ienaga. El profesor enseñó Historia en la escuela secundaria desde tiempos de la guerra, y conocía de primera mano los mitos nacionales (al igual que los arios de Wagner, los japoneses creían en la ascendencia solar de sus ancestros) repetidos como hechos históricos ante los alumnos. Después de la guerra, ya como profesor universitario, se arrepintió de haber mentido tanto en nombre del Estado, y escribió un libro de historia para alumnos secundarios en 1949, en el que algunos acontecimientos se relataban con un margen de deshonra para Japón (por ejemplo, la guerra ruso-japonesa aparecía como una guerra de agresión de Japón), aunque nada tan inhumano como lo relatado en el párrafo anterior.

Más adelante, Ienaga fue de los primeros en hablar abiertamente de la masacre de la ciudad china de Nankín, en 1937-38; o de los experimentos médicos y de guerra biológica llevados a cabo en Harbin (una ciudad de quinientos mil habitantes) por la infame Unidad 731. Saburo Ienaga, además, adoptó después de la guerra un claro perfil izquierdista. También fue nominado al Nobel de la Paz en 2001, entre otros, por Noam Chomsky.

Del modo típicamente japonés, el libro tardó unos años en hallar problemas. Cuando llegaron, las autoridades que revisaban los textos para su actualización y reedición insistieron cada vez más en suavizar el mensaje, en quitar términos degradantes para Japón, y omitir las atrocidades. Ienaga comenzó el primer juicio contra el Estado por estas correcciones impuestas en 1965.

Entre ese año y 1989, cuando el primer ministro tuvo que salir a pedir disculpas, Ienaga vivía su propia ordalía (“El juicio por el texto de historia es mi razón de estar vivo”, dijo en 1993). Por entonces, cada vez que la disputa sobre las atrocidades cometidas por japoneses en la guerra rozaba los medios o la discusión en los diarios, el profesor enfrentaba el cálido y condescendiente desprecio de una audiencia que no quería saber, que prefería bromear sobre eso, o desestimarlo amablemente. Los únicos apoyos provenían de la izquierda, que contaba al profe entre los suyos, pero carecía de representación nacional de peso.

Fue entonces cuando las coreanas ya ancianas decidieron hablar de su esclavitud sexual, y las organizaciones feministas japonesas las oyeron. La polémica creció. Tocado, el gobierno creyó oportuno dar una posición oficial acerca de las “instalaciones de desahogo”. La declaración del primer ministro decía: la prostitución durante la guerra fue un negocio privado. Ningún estamento civil o militar japonés la había promovido.

Pero ocurrió que otro profesor de historia, Yoshiaki Yoshimi, oyó esas declaraciones por televisión y supo de inmediato que el funcionario mentía, tal vez sin saberlo. En pocos días encontró la prueba en el archivo de la Agencia de Autodefensa: una orden del Alto Mando Imperial para construir “instalaciones de desahogo sexual” cerca del frente. Yoshimi se había cruzado con esa orden investigando otro tema años atrás. Las mujeres coreanas contaban la verdad.

Y el primer ministro pidió disculpas.

Los ciudadanos surcoreanos, recordemos, necesitaban autorización especial del gobierno para salir del país, hasta poco después de las Olimpíadas de Seúl ‘88. En 1965, para colmo, Corea del Sur había aceptado una suma integral por los crímenes de guerra japoneses, quitando a los ciudadanos particulares la posibilidad de reclamar como tales. Ahora, en 1989 y pudiendo viajar, algunas ancianas se animaban a reclamar, en Japón, una compensación económica por el infierno vivido cinco décadas atrás, en Corea, bajo dominio japonés.

Pero conviene recordar aquí los términos bajo los que Ienaga formuló la primera de sus tres demandas contra el Estado, a través del Ministerio de Educación (examinaremos sólo uno de los tres juicios que el profesor entabló). La demanda era, por así decirlo, un canto ingenuo al liberalismo raso que la ocupación estadounidense de posguerra impuso en la nueva Constitución japonesa, en la que la nación renunciaba a la guerra y a las fuerzas armadas (salvo las Fuerzas de Autodefensa, un cuerpo de vigilancia fronteriza, Japón pasó a depender del paraguas nuclear de EEUU), y en cuyo artículo 21 proclamaba la libertad de expresión. Saburo Ienaga acusaba al Estado de daño moral por violar su libertad de expresión al exigirle que revisara sus libros de Historia para escuelas secundarias, eliminando referencias negativas a la masacre de Nankín, a los abusos sexuales y a la Unidad 731.

Ienaga provocaba así a sus detractores: su mensaje no podría ser más “antijaponés”, un delicado profesor no estaba dispuesto siquiera a cambiar unas palabras en su librito de historia, sabiendo que si cediera le haría mejor al país. Esta sencilla violencia se manifestó, en 1970 (cuando faltaban muy poco para que Japón recibiera la segunda oleada de rezagados de la guerra, entre ellos el teniente Onoda), cuando Ienaga recibió una sentencia favorable, y grupos de extrema derecha rodearon su casa de matones que gritaban día y noche consignas nacionalistas, incluso mientras golpeaban cacerolas (sic!), y además amenazaron de muerte al juez, a los abogados y, claro, al profesor.

La Corte Suprema terminó con el caso en 1993. El fallo, que enfureció a Ienaga y sus seguidores, pretendió partir las aguas: el Ministerio de Educación era culpable sólo de “excesiva discrecionalidad” para dictar correcciones a Ienaga, pero no de censura: eran “exigencias que perseguían el bien común”, en las que el Ministerio había ido un poco lejos. Además, la demanda tenía ya casi treinta años, los japoneses habían asimilado cierto nivel de discusión y la cultura popular ya era más relajada y admitía contradicciones y tensiones hacia su interior que antes resultaban imposibles. ¿No?

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El santuario Yasukuni 

Probablemente no hayan pasado por alto aquel pequeño puñal que Hiro Onoda contaba entre sus preciosas posesiones de guerrillero en Lubang, regalo de su madre para suicidarse si lo capturaban (mientras más lo piensa uno, esto aparece tanto peor que el “vuelve con él o sobre él” de las madres espartanas refiriéndose a los escudos de sus hijos). El santuario Yasukuni, en Tokio, y más aún su museo adyacente, es exactamente el lugar para admirar ese tipo de “heroísmo”. El museo Yushukan, adyacente al santuario, exhibe reliquias comparables al mínimo puñal del teniente Onoda: uniformes desgarrados de pilotos suicidas, armas, banderas de guerra firmadas con sangre, una réplica de un caza kamikaze. Y hay documentos, cartas, fotografías; todo glorifica el sacrificio trágico, pero “bello y lleno de alegría”, de los muertos en la guerra. Como señala Ian Buruma, que lo visitó en los noventa, “se obligaba a los adolescentes a alegrarse por su muerte inminente”, y se trasluce el mensaje nada sutil de que dieron la vida por la libertad del país al tiempo que llenaron de terror el corazón de sus enemigos.

Hay una contradicción: Japón no ganó, perdió la guerra, y el sacrificio de los kamikazes fue inútil, la libertad podría haberse conseguido a un precio menos oneroso, esos suicidios prolongaron el final y aumentaron el ansia de lucha norteamericana. Pero el propósito del museo, se insiste a cada ocasión, es traer la paz y la concordia. “Nunca más debemos entrar en una guerra”, afirman los guías al público para cerrar la ronda de gloria marcial, en la que no faltan pinturas gigantes de estilo decimonónico, con pesados marcos dorados.

Pero el museo no significaría mucho sin el santuario al que está adjunto, el Yasukuni, cuyo nombre, en nada sorprendente, significa “llevar la paz a la nación”.

La religión que representa el santuario, el Shinto, se adoptó como culto del Estado tras la restauración Meiji de 1868, que acabó con la era del shogunato y los restos feudales, e impuso la administración central de un estado moderno en Japón. El santuario se erigió para adorar a los guerreros muertos en esa lucha por dirigir un estado moderno, y promover una fe consecuente a éste. Desde su fundación, el santuario recogió y santificó el nombre de cada muerto en servicio bajo bandera; en total, desde 1868 hasta 1951, cuando se anotaron los últimos, hay casi dos millones y medio de dioses en el santuario.

Nuestro vocabulario sagrado occidental tropieza en el intento de balancear categorías de santidad o divinidad con la religión japonesa. “Shinto” significa “camino de los Dioses”, pero “los dioses” son los antepasados, es decir, la raza japonesa. El santuario se independizó y se hizo privado al comenzar la ocupación norteamericana, en el ‘45, para separar el Estado de la Religión, como lo exigió luego la nueva Constitución. Esto desligó oficialmente el culto Shinto del Estado japonés. Aquí, “santos” o “santificados” son (dentro de esta religión que hasta el ‘45 representó al Estado y ahora representa sólo, aunque con todas sus fuerzas, la Nación) soldados u oficiales muertos mientras servían al Emperador. De hecho, el culto cuenta al Emperador en el ápice, como descendiente de la diosa solar y motor primero del esfuerzo bélico. Ese solo requisito (morir bajo bandera) ha determinado que se incluyan 1066 militares condenados como criminales de guerra, incluyendo 12 “Tipo A”, responsables de crímenes contra la paz. La inclusión de los 12 “A” en la lista de dioses fue en secreto, en octubre de 1978, y se hizo pública más de un año después. Es polémico, porque en el Shinto se entiende que la entronización como dios supone absolver de todos los pecados en vida. Aparentemente, esta decisión de los sacerdotes fue lo que motivó al emperador Hirohito a no asistir nunca más al santuario. Tampoco sus sucesores lo hicieron.

Los 12 “A” convertidos en dioses desataron una reacción internacional considerable y una tensión constante desde que el primer ministro japonés, en 1985, fue a rendir honores a los muertos el 15 de agosto, día considerado como el fin de la guerra del Pacífico en Japón. El escándalo fue mayúsculo porque Nakasone, el primer ministro, hizo una visita oficial, firmando el libro del santuario con su cargo. Desde esa ocasión, las presiones habituales provienen de autoridades surcoreanas y chinas, principales víctimas de la ocupación japonesa, que constantemente vigilan la presencia de funcionarios electos o altos oficiales de la administración nipona en el templo en fechas significativas. Varios primeros ministros han visitado el santuario en los últimos cuarenta años, aclarando cortésmente que lo hacen como ciudadanos privados, no funcionarios electos.

Si existen demandas para excluir a los criminales de guerra, también las hay para retirar las almas de soldados coreanos o taiwaneses conscriptos a la fuerza y muertos al servicio del Imperio, y que ahora son dioses de Japón. Las peticiones son denegadas: el santuario es privado desde 1945, y el Estado no tiene papel para prohibir o forzarlo.

Mucho se explica si consideramos que el grupo de mayor influencia secular que apoya al santuario es una asociación de familiares de caídos en la guerra, fundada en 1947, el Izokukai (se fundó con otro nombre, dándose el actual en el ‘53). La declaración fundacional hablaba de “buscar el fin de las guerras, establecer paz y prosperidad mundiales y contribuir al bienestar de la humanidad”, y de “proveer auxilio y ayuda a las familias de los que murieron en la guerra asiática del Pacífico”. Pero en 1953, al convertirse en una fundación, los objetivos de la organización cambiaron un poco: “crear un Japón pacífico, el cultivo del carácter y la promoción de la moralidad”. Se retiraron las alusiones a la paz mundial y se introdujeron otras invitando a adorar los eirei (espíritus héroes).

Sujetos por la absolución que perdona todos los pecados al convertirlos en santos, los jóvenes sacerdotes shinto que custodian el santuario están absolutamente impedidos de cuestionar los hechos o las vidas de sus santos, porque tienen como primer objetivo “cuidar la memoria y la paz de los muertos héroes”. En el transcurso de una conversación cualquiera, advierte Buruma en ese libro publicado originalmente en 1993, pronto se topa uno con las racionalizaciones de rigor, con la jaula de cristal habitual del revisionismo japonés: las atrocidades en China fueron excesos aislados, las sucesivas invasiones a países soberanos del sudeste asiático y otras islas del Pacífico, muchas veces con acciones genocidas, eran necesarias para “contener el comunismo soviético y la rapacidad china; y los pueblos de Asia aún nos están agradecidos”; y el ataque a Pearl Harbour y la guerra contra EEUU fueron “una cuestión de supervivencia nacional”. Japón nunca fue el agresor, ni libró guerras de invasión; era una “guerra sagrada para librar al mundo del comunismo”.

Pero algunas cosas cambian. Esos testimonios tienen más de treinta años. Si uno busca información del santuario hoy, aparecen las mismas racionalizaciones que las mencionadas hasta ahora, pero en los folletos y cartelería del museo Yushukan, el enemigo tras el cual el imperio japonés de la primera mitad del siglo XX salió a “defenderse” en todas direcciones es el colonialismo occidental, ya no el comunismo.

Chocamos con la irrealidad otra vez: este es un discurso propio de una nación victoriosa pero con culpa, y no de un pueblo que perdió la guerra y trata de excusarse ante la justicia del vencedor.

Ian Buruma recuerda las palabras de Eto Jun, un crítico japonés, que asegura que los japoneses, a diferencia de los otros pueblos, “viven con sus muertos”, y que necesitan de esa presencia para continuar la Nación.

 

Fuentes: 

Wikipedia.

Buruma, Ian, El precio de la culpa, ed. Duomo, España, 2011.

Koestler, Arthur, El Loto y el Robot, ed. Emecé, Argentina, 1963.

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