LIBERTADES SOSPECHOSAS
Una consulta sobre ítems como “la paz” o “la libertad” recogería un altísimo porcentaje de opiniones a favor y un escaso margen en contra, cualquiera sea el contexto en que se realice. Se trata de ideas fuerza que forman parte de esos conceptos que la mayoría de nosotros consideramos primordiales para la vida en sociedad, aunque casi nunca su significado es absoluto. Ocurre que demasiadas veces se ha invocado la paz para desatar una guerra y se ha citado el derecho a ser libre como motivo para cercenar las libertades ajenas, y entonces cuesta otorgarles un valor universal a esas palabras.
De tan abstractas, se tornan huecas y, por ende, aptas para ser rellenadas de contenido según le convenga a quien las está usando en cada circunstancia. Pierden su prestigio cuando, por ejemplo, se le otorga el Premio Nobel de la Paz a alguien como Barack Obama, uno de los presidentes estadounidenses que menos hizo por garantizarla. O cuando se reclama que haya libertad de expresión irrestricta para poder atentar contra las instituciones que deben resguardar su cumplimiento, para degradar los derechos de las minorías o para concretar pingües negociados en el ámbito de los medios de comunicación masiva.
Durante la Guerra Fría (que las circunstancias actuales parecieran estar reflotando), desde ambos bandos se citaba la libertad como imperativo. Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, condenaba al régimen comunista por someter a la población a los caprichos de una elite de burócratas que sólo quería perpetuarse en el poder. Desde la Unión Soviética, se acusaba al mundo occidental de marginar a proletarios y desposeídos, a través de un sistema cuya única preocupación era maximizar las ganancias, por más que eso derivara en pauperizar a las mayorías en beneficio de un puñado de explotadores sin ningún tipo de miramientos.
Bajo la consigna de devolverles la libertad a los pueblos sojuzgados por los bolcheviques y de impedir que nuevos territorios caigan en sus manos, el gobierno estadounidense perpetró las peores masacres que puedan imaginarse, sobre todo en regiones de la periferia que se convertían en carne de cañón de esos avatares de la geopolítica. Para cuidarse de una infiltración fronteras adentro, Washington alentó la confección de listas negras y sospechó de todos y de todas. Y para colaborar en su cruzada, no dudó en reclutar a mercenarios alemanes que habían participado de la carnicería nazi y a los veteranos franceses que aplicaron novedosos métodos de tortura en Argelia.
Frente a esa curiosa manera de “liberar” a la americana, desde Moscú se financiaron guerrillas de “liberación” que, imbuidas del espíritu revolucionario, se inmolaban en el combate del capitalismo donde fuera que se escenificasen las batallas, si bien casi todas ellas se libraban en el Tercer Mundo. Es decir que, amparadas bajo el paraguas de la “libertad”, según cada una decidía entenderla, dos potencias tuvieron en vilo al planeta durante la segunda mitad del siglo veinte y desarrollaron una capacidad armamentística que, en caso de un conflicto global, estaba en condiciones de extinguir la vida planetaria.
Tales experiencias, que marcaron a varias generaciones, deberían haber sido suficientes para instalarnos anticuerpos frente a discursos grandilocuentes que para ganar popularidad se cobijan en ciertas entelequias aplaudidas de modo unánime. A esta altura, si alguien vocifera en defensa de la paz o la libertad, como mínimo habría que pedirle una mayor especificidad en su dialéctica, no vaya a ser que su propuesta sea otra más de las tantas que declaman una cosa cuando en realidad van en la dirección opuesta. Nada más alejado de la paz que el grito y nada menos asociado a la libertad que el insulto.
Sin embargo, en varios países han aparecido nuevos jugadores en el marco de la política que se aferran al término “libertad” como sello distintivo y que utilizan verdades de Perogrullo para captar votantes. Esos fenómenos, que también han desembarcado en la Argentina, apenas logran disimular sus proclamas neofascistas o su fundamentalismo de mercado, idearios ambos que hasta ahora no han liberado a nadie más que a los dictadores o a los animadores de la timba financiera. Mejor sería averiguar de qué libertad estamos hablando, antes de que esos supuestos liberadores nos engrillen de por vida a la pobreza y el desamparo.
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