LA REGLA QUE CONFIRMA LA EXCEPCIÓN

La nueva normalidad es un permanente estado de excepción.

Escribí anoche esa frase, así suelta, antes de dormirme. Quizás para decirme a mí mismo que había algo importante que recordar en la vigilia. Y la releí hoy, con los ojos todavía envueltos en la luz matinal que iba entrando por la ventana, mientras intentaba descifrar qué era lo que quise decirme. Las reglas del juego cambiaron, como tantas otras veces en la historia. Y, como tantas otras veces también, esperamos ver la luz al final del túnel. Una luz que, casualmente, es la misma luz anodina que nos acompañaba cuando entramos en este lóbrego pasadizo, y que sin embargo ahora anhelamos con desesperación.

Este mar de excepcionalidad en el que nos sumergimos diariamente configura una inusual sensación: la realidad cotidiana está teñida por el sepia de lo pasajero, de lo efímero, como si de un fin de semana lluvioso se tratase y uno debiera suspender la tarde en el río que venía programando desde hacía tiempo. Pero dura más de un fin de semana. Se repite semana a semana, mes a mes. Como todo buen mar, nos enloquece, nos desorienta y nos seca la boca.

Y, como comienza definiéndose en su carácter excepcional y muta subrepticiamente hasta devenir lo habitual, se parece peligrosamente a otros eventos tristemente célebres de la historia reciente, ¿no? Empiezo a sospechar que la necesidad y la urgencia constituyen algo más que someras circunstancias a los fines de la política. ¿En qué momento la circunstancialidad se convirtió en un componente estructural del funcionamiento de nuestras repúblicas democráticas? Es decir, la evidencia parece sugerir que la mayoría de las personas que hoy habitamos este país (y probablemente también este planeta) hemos pasado la mayor parte de nuestras vidas sumidos en un estado de excepción permanente. Cuando no fue el autodenominado proceso de reorganización nacional, fueron los superpoderes del ministro Cavallo, el “corralito” o las leyes de emergencia económica, y, después de eso, cada una de las crisis subsiguientes; y antes de eso… cada una de las que precedieron.

Los estados de excepción se instalan. Cada uno de los toques de queda, cada ley marcial, cada ínfima represión en la microfísica del poder estatal vino (siempre viene) para quedarse ¿Por qué habría de ser distinto ahora? Toda la campaña antiterrorista que occidente lidera desde comienzos de este milenio, y la larga lista de consecuencias catastróficas para las libertades más preciosas que atesoraba la ciudanía, son, en ese sentido, ejemplificadoras.

Sería conveniente, entonces, reformular la frase que escribí anoche. Es que la nueva normalidad no es sólo un permanente estado de excepción, como dije más arriba, sino más bien el nuevo estado de excepción, que se articula con todos los demás, con los que fueron y con los que serán, y garantiza de este modo la continuidad de la excepcionalidad. El regreso siempre postergado de una verdadera normalidad, que se yergue cual ideal platónico. Es el paradigma del estado de excepción. Una marca de época.

Ahora bien, en la medida en que una transitoriedad se vuelve constante, deja de ser la excepción que confirma la regla. Pasa a ser, más bien, la regla en sí. Y al final de esa brevísima reflexión nos encontramos a nosotros mismos, ciudadanos libres del mundo occidental, transcurriendo la totalidad del tiempo de nuestras vidas despojados de las libertades y de los derechos que nos fueron garantizados por ley, a expensas de una cadena de situaciones macroeconómicas, políticas, sanitarias y/o diplomáticas que, aparentemente, a nuestras instituciones le estaría siendo muy difícil manejar. Si la excepción se transforma en la regla, entonces se supone que sea la regla una excepción siempre renovada. Aunque, para desánimo de la mayoría de nosotros, la bonanza sea bastante menos frecuente que una excepción. Apenas un accidente en la historia. Es esa misma democracia con la que “se come, se educa y se cura” la que siempre encuentra una nueva excusa para no hacer ninguna de las tres cosas.

Entonces, cuando lo imprevisto se vuelve previsible y lo indeseado, sistemático, ¿no estamos en condiciones de afirmar que el funcionamiento del Estado, en su multiplicidad de niveles, se encuentra afectado de una falla estructural? O peor aún (me permito dudar): cuando un sistema presenta un elemento estructural que determina su desempeño y sus resultados, de una relevancia tal que, repitiéndose en tiempo y espacio por doquier cada vez que este sistema se hace presente, se demuestra integrante indisociable del circuito de sus componentes, ¿estamos aún en condiciones de catalogar a este elemento como una falla? Vale decir, ¿puede una anomalía ser a la vez regla y excepción? ¿O más bien estamos representando de nuevo esa vieja y conocida tensión entre el ser y el deber ser que David Hume alguna vez definió? ¿Existe un deber ser estatal que sea a la vez universal, válido para todas las personas de cualquier género, edad, raza y grupo social?

Está claro que el deber ser de ese ideal de Estado en el que a muchos nos han educado no contempla las espirales desigualitarias, la marginación económica, la exclusión político-social, la segregación educativa, la degradación sanitaria, la vulneración de las libertades individuales, el terrorismo de Estado ni el totalitarismo instrumentado a través de las fuerzas de seguridad. Está claro que muchos de nosotros creemos que el Estado no está ahí para garantizar el sometimiento de las mayorías por parte de una minoría selecta. Pero también es una obviedad que este modelo no deja de ser sumamente rentable para algunos por el solo hecho de ser letal para el resto.

En este plano, la esfera política parece dividirse entre los que defienden la raison d’État y dicen ver en el Estado un fin, ocultando o ignorando supinamente que se trate de un medio para el beneficio de algunos privilegiados; y aquellos otros que creen que el Estado es meramente la herramienta adecuada en las manos inapropiadas. Siempre en manos ajenas. Como si tomar decisiones sobre multitudes fuera por naturaleza un asunto reservado a multitudes. Por el ecuador de la esfera, a la manera de una cuerda floja, basculan algunos escépticos que critican la amalgama entre agenda y voluntad popular como regla y ven en la conjugación entre Estado y status quo algo muy lejano a una excepción.

La historia de las sociedades también bascula. Es siempre cíclica, pendular. Se balancea y avanza a oscuras, tanteando las paredes del tiempo. Y no es mi intención aquí contradecir a Heráclito, ni mucho menos, pero lo cierto es que también algunos elementos atraviesan longitudinalmente nuestra historia sin adulterarse. Pétreos monolitos que llegan hasta nuestros días trayendo el aroma de pasados remotos. Nos resultan familiares, y hasta hay quien se atreve a decir que son naturales, porque es evidente que siempre han estado ahí. Son constantes, tanto que los llevamos adentro nuestro, en nuestra lengua y en nuestra idiosincrasia. Podríamos decir, retomando la analogía, que son la regla.

En los bucles del tiempo, de excepción en excepción, la regla es invariablemente la opresión.

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