EL PANOPTISMO COLECTIVO

El 12 de diciembre de 1969 a la 16.37 hora local, una bomba hizo volar por los aires el edificio de la Banca Nazionale dell´Agricoltora frente a la Piazza Fontana de Milán. Junto con el edificio, también volaron por los aires más de un centenar de italianos, 17 de los cuales murieron antes de caer al suelo.

Con este hecho, se inauguraba en Europa una época minada por atentados terroristas que la historia recordaría como los “anni di piombo” (años de plomo) de la década del 70 y que el tiempo, las intrigas y las investigaciones cruzadas conocerían, a instancias del trabajo publicado por el historiador suizo Daniele Ganser, como Operación Gladio (nombre que remite a la legendaria espada que usaban las legiones Romanas).

Los periódicos de la época se cansaron de tipiar nombres como Brigate Rosse, Aldo Moro, Vincenzo Vinciguerra, Stefano Delle Chiaie, y conceptos como “falsa bandera”, “Estrategia de la Tensión” y “Stay-Behind”.

La Operación Gladio fue un perenne y ambicioso plan pergeñado por la CIA, con apoyo de la OTAN, los servicios de inteligencia europeos y grupos de extrema derecha, para contener el avance del comunismo en la Europa Occidental de la posguerra.

La estrategia era simple y, aunque ya había sido utilizada por diferentes estamentos del poder a lo largo de la historia, no había perdido eficacia ni perversión.

Consistía en activar grupos de operaciones clandestinas que sembraban el terror en la población civil a través de atentados violentos, los que luego se atribuían a grupos extremistas de izquierda.

De esta manera, los líderes de las (marxistas-leninistas) Brigadas Rojas veían con perplejidad en los noticieros cómo los responsabilizaban de atentados que jamás habían perpetrado.

No es que los brigadistas no hicieran de las suyas. De hecho, el secuestro y posterior asesinato del líder de la Democracia Cristiana italiana Aldo Moro en 1978 fue uno de sus hitos destacados que le dio al grupo visibilidad internacional y mantuvo al mundo en vilo durante semanas.

Pero había una diferencia sustancial entre los atentados de las Brigadas y los que llevaban a cabo los grupos paramilitares de la Gladio. Los primeros tenían como objetivo blancos puntuales, preferentemente políticos, funcionarios o empresarios, mientras que los segundos producían hechos aleatorios y masivos destinados a provocar la mayor cantidad de víctimas posibles.

El sentido era infundir miedo en la población.

Secuestrar o asesinar un político en particular es un acto que, si bien genera inquietud y desprecio, no provoca pánico entre los ciudadanos. El terror es puntual y específico. La víctima ha sido seleccionada por su condición y hasta en un punto muchos simpatizantes del anarquismo no practicante lo podrían justificar.

Pero otra cosa muy distinta ocurre cuando la violencia se ejerce en forma colectiva y fortuita. La próxima víctima puede ser cualquiera de nosotros. Y con eso no se juega.

Ante una situación de terror generalizado el clamor popular por un Estado protector, omnipresente y punitorio se vuelve ensordecedor.

España, Francia, Bélgica y Alemania Occidental, sufrieron también, al igual que Italia, la feroz y oculta mano asesina de la Gladio.

Uno de los pilares sobre los que se asentó toda la operación fue el enigmático Licio Gelli y su logia Propaganda Due, conocido en estas latitudes por sus vínculos con el inefable José López Rega y la temida Triple A. A él se le atribuye, sino la autoría al menos la participación necesaria en el desarrollo de un clon mutado de la Operación Gladio para Latinoamérica, que se conoció como Plan Cóndor.

En la Europa de este lado de la Cortina de Hierro, los resultados fueron contundentes. Salvo algunas alternancias controladas de las socialdemocracias en las primeras magistraturas, la tan temida invasión comunista fue conjurada exitosamente.

Las acciones de Fake Flag (Falsa Bandera) son casi tan antiguas como la historia de la civilización.

Nada de esto es nuevo. Infundir terror masivo en la población tiene un resultado tan inmediato como palpable:

el burgués asustado devenido en fascista del que hablaba Bertolt Brecht, exige –y hasta suplica- la protección de un Estado poderoso e implacable que lo proteja del “mal” a como dé lugar, aún al precio de sacrificar su privacidad y hasta su libertad.

En USA de principios del siglo XXI, la psicosis colectiva generada por el 9/11 habilitó al gobierno del Bush más torpe a desplegar una batería de leyes antiterroristas que diezmaban ostensiblemente las libertades individuales de sus ciudadanos. La ola expansiva que provocó el caso Snowden fue apenas un botón de muestra de hasta dónde estaba dispuesto a llegar el sistema para defender al pueblo de la amenaza externa (o interna).

Así, millones de personas aceptaron de buen grado que los servicios se metieran en sus computadoras, sus celulares, sus redes sociales, en definitiva, en sus vidas privadas, si eso servía para mantener a raya al musulmán yihadista.

Parecían autocumplirse las profecías Orwelliana y Huxleyana de un estado todopoderoso que direcciona, vigila y castiga la vida de cada uno de los ciudadanos.

Cuando en 1975 Michel Foucault publicó “Vigilar y Castigar”, seguramente habrá sonreído de colmillo sabiendo que su polémico y maravilloso libro generaría menuda batahola.

De repente, la gente (acaso la más ilustrada) entendía el panoptismo como un concepto de disciplinamiento social y cultural, y abrió el juego para que toda una nueva generación de biopolíticos interpretaran e interpelaran el panóptico foucaultiano como el factor primigenio reglamentador de la sociedad desde el principio de los tiempos.

¿Qué otra cosa es el dogma religioso sino un panóptico? ¿Qué otra cosa es dios sino un ser omnivisual e invisible? Dos condiciones básicas del panoptismo: “omnivisual” para ver todo lo que hacemos, e “invisible” para no saber en qué momento nos observa y, en consecuencia, persuadirnos de permanecer atentos todo el tiempo al cumplimiento de las reglas.

No nacemos con el gen del panoptismo, pero lo incorporamos con la primera leche materna y lo cargamos sobre nuestros hombros durante toda la vida. Nos inmuniza con una ética esencial que definirá nuestra conducta como seres humanos. La filosofía lo entiende como “la norma”, el psicoanálisis como “el símbolo fálico o el Nombre del Padre”, la gente común como “portarse bien” y su transgresión tiene una consecuencia punitiva inmediata: la culpa.

Tan arraigada y poderosa es la inducción psicológica colectiva del panóptico primordial que muchos de nosotros crecimos a la intemperie del “castigo divino”, que sólo se exorcizaba con el sacramento de la confesión.

En tiempos de deconstrucciones derrideanas, las instituciones sagradas pierden vigencia mientras son reemplazadas por nuevos artilugios tecnológicos.

Cada cámara en la calle, cada radar de tránsito, cada webcam infiltrada, cada ciberpatrullaje, cada intervención de celular, inclusive cada triangulación que realiza la AFIP en nuestras redes sociales, en busca de rapiñar las últimas cinco guitas que nos quedan en el fondo de la lata, no son más que versiones 2.0 del panóptico que prefiguró Bentham y redefinió Foucault.

Lo importante no es que nos vigilen.

Lo importante es que nos sintamos vigilados. Permanentemente. Todo el tiempo, sin break para almorzar. De esa forma, cualquier intento o tentación por transgredir la ley será automáticamente autocensurada.

Cuando a la censura la aplica el Estado se convierte en fascismo y eso es mal visto por los medios de comunicación, pero cuando a la censura nos la aplicamos nosotros mismo pasa a ser una cuestión de conciencia individual.

“El enano fascista”, del que habló alguna vez la periodista Oriana Falacci, ya está adentro nuestro y, a partir de ese momento, el Estado dibuja en su rostro una mueca sosegada y orgullosa de misión cumplida.

El trabajo está hecho. El germen del ciudadano manso, servil, domesticado, obsecuente, productivo, diletante y delator ya ha sido inoculado en nuestro torrente sanguíneo y así el Estado (cualquiera sea) puede hacer con nosotros lo que quiera. Desde mandarnos a la guerra, hasta cobrarnos impuestos desproporcionados de manera extorsiva. Desde privarnos de nuestras dignidades hasta pisotear nuestros derechos individuales a través del monopolio de la fuerza. Todo en nombre del “bien común”.

Pero no todas son malas noticias.

A cambio, el Estado protector y paternalista nos ofrece –a veces- una sensación de virtual bienestar mediante la narcotización social que provee el consumo de bienes.

Las últimas semanas han sido para el mundo civilizado –incluyéndonos- un tubo de ensayo de las reacciones interpersonales entre los ciudadanos bienpensantes.

Frente a una situación sin antecedentes de miedo universal (como no se veía desde el diluvio de Noé), salen a la luz lo que somos cada uno de nosotros en situaciones extremas.

Cientos de millones de “burgueses asustados” acopian papel higiénico y hastío, mientras practican la delación consensuada contra sus vecinos y allegados.

Los guardias de seguridad de countries intercambiando golpes e insultos con propietarios recuerdan a aquella disposición por la cual los playeros de estaciones de servicio no podían expenderle combustible a los motociclistas sin casco. O a los viandantes que se quejan de las manifestaciones; o a los automovilistas que se despachan contra los piquetes.

Las calles se han llenado de gentes que denuncian a las gentes que están en las calles.

Los consorcistas de los edificios intiman a sus vecinos médicos, que luego les salvarán la vida. Los guardianes de la moral se espantan ante las transgresiones y todo el mundo desconfía de todo el mundo.

El miedo a ser asaltado le ha dado paso al miedo a ser contagiado.

Es el sueño húmedo de cualquier Estado: el ciudadano común convertido en policía de su semejante.

El panóptico perfecto.

Sin lugar a dudas, esta situación particular que atravesamos (que si la vemos desde otro ángulo, no refleja otra cosa que la incapacidad del Estado por brindarle al ciudadano un sistema de salud que contemple imponderables como el CoViD19) requiere de medidas extraordinarias.

Pero es en momentos como estos cuando más atentos debemos estar.

Es en estos tiempos de miedo globalizado cuando los Estados –productos de democracias caprichosas y subejecutadas- suelen aprovecharse de su poder de manera discrecional para decidir unilateralmente sobre la vida, la libertad y la intimidad de los ciudadanos.

Los gobiernos de turno utilizan la predisposición de espíritu del burgués asustado para promover el panoptismo comunal.

La pandemia pasará y dejará su inevitable secuela de muertos y pobres. ¿Dejará acaso también, fluyendo por nuestras venas, una infección aún más contagiosa como lo es el fascismo de conciencia colectiva?

Los síntomas son fácilmente reconocibles.

Todos nos miramos de reojo.

Todos somos sospechosos.

Todos estamos contagiados hasta que demostremos lo contrario.

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