EL ANGELUS NOVUS, LA OBSESIÓN DE WALTER BENJAMIN
Un cuadro de Paul Klee descansa en una de las paredes del Museo de Israel, en Jerusalén, desde la década del 80. Se trata del Angelus Novus -‘ángel nuevo’, en latín-, un dibujo pequeño, que no tiene más de 32 centímetros de alto por 24 de ancho y que pintó el artista en 1920 utilizando una combinación de acuarela, tiza y tinta china.
Si bien el grueso de su obra -más de 4.000 pinturas- está alojado en el Centro Paul Klee (a pocos kilómetros de la ciudad de Berna y cerca de donde está enterrado el autor), esta acuarela fue donada al Museo de Israel por la viuda de Gerschom Scholem, amigo personal del filósofo alemán Walter Benjamin.
Pero antes de llegar allí, el Angelus Novus hizo un largo viaje, no sólo recorriendo extensas distancias físicas sino también filosóficas: salió de Munich en 1921, de la mano de un joven Benjamin, que había quedado impresionado al verlo en la primera gran exposición que el artista organizó un año antes para mostrar su obra en la capital de Baviera. Y acompañó al filósofo en su derrotero hasta la muerte.
Por ese entonces, Klee estaba pronto a sumarse como profesor en la Escuela de la Bauhaus y había pintado la obra en una de sus etapas más metafísicas: hacia el final de su vida pintó más de cincuenta ángeles.
El trabajo de Klee estaba inspirado en el Talmud, una suerte de código civil y religioso escrito entre los siglos III y V por eruditos hebreos de Babilonia y la Tierra de Israel. En este libro, el Angelus Novus se presentaba como una criatura celestial que cantaba alabanzas a Dios.
El mismo Benjamin lo explicaba así: “Una leyenda talmúdica nos dice que una legión de ángeles nuevos son creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse ya en la nada”.
Pero bajo la mirada de Benjamin este ángel pronto se convertiría en un símbolo que ilustraría ‘a pies juntillas’ su concepción sobre el progreso. Había nacido El Ángel de la Historia.
En la acuarela puede verse al Angelus Novus con la cabeza cubierta por un pelo rizado (una cabeza bastante desproporcionada en relación al tamaño del cuerpo, hay que decirlo). Los pies del ángel se parecen bastante a los de un pájaro y tiene las alas unidas a las manos.
El cuerpo del ángel deja entrever un péndulo dentro de una torre -dicen los historiadores de arte que juega el papel de un elemento armónico y silencioso que marca el movimiento y el tiempo; elemento que interesó mucho a Klee y que, por cierto, atormentó a Benjamin-.
Si nos detenemos a observar, vemos que los ojos del ángel están muy abiertos y son enormes, su mirada está puesta más allá de nuestra vista y tiene la boca entreabierta, como si fuese a decir algo: El Angelus Novus viene a traernos un mensaje y sus enormes orejas parecieran esperar una respuesta.
Entonces el filósofo, que escribía con un estilo muy fragmentario y con una estructura aforística y casi críptica, algo que puede apreciarse en todos sus escritos, tomó al ángel y escribió la tesis número 9 “Sobre el concepto de Historia” (esta tesis forma parte de un ensayo conformado por 18 tesis en las que Benjamin reflexiona sobre la idea del progreso y sus consecuencias dentro del concepto de historia, parte fundamental de su pensamiento).
Benjamin observa el cuadro con detalle, y mientras más lo observa, más comprende que éste es, sin lugar a dudas, el Ángel de la Historia.
Entonces escribe: “Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.
Muy lejos del “ángel estrábico” que la conservadora de arte israelí Ariella Azoulay aportó luego en una nueva lectura de la pintura de Klee, Benjamin insiste en pasarle un cepillo a contrapelo a la historia para hacer una crítica de la ideología del historicismo. ¿Su fin? Mostrar la otra cara de la historia: la de los vencidos, la de sus sufrimientos y la de sus resistencias.
Walter Benjamin, que había caído bajo los encantos de Marcel Proust y Baudelaire, que había criticado a Hitler y al fascismo, pagó el precio de la discriminación no solo por ser judío sino también por ser de izquierda (se había convertido al marxismo inspirado por el poeta alemán Bertolt Brecht). Para él la salvación de la humanidad estaba íntimamente ligada a la salvación de la naturaleza.
Empezó a escribir estas ideas sobre el progreso durante sus últimos meses en París, antes de la ocupación alemana y terminó a poco de tener que huir de la ciudad. Se dirigía a un exilio fallido y la acuarela de Klee no podría ir con él.
Benjamin y el Angelus Novus se habían separado en 1933 cuando los nazis obligaron al filósofo a irse de Berlín y no pudo llevarse la pintura (que recuperó dos años más tarde cuando un amigo se la envió a París). Y ahora volvían a separarse.
Antes de irse, Benjamin sacó la acuarela de su marco y la colocó en una maleta, junto a sus escritos. Fue el escritor francés Georges Bataille el encargado de resguardar ese legado y ocultó sus pertenencias en la Biblioteca Nacional de Francia.
El Angelus Novus era la única pertenencia del filósofo, por eso un año antes había tratado -sin éxito- de vender la pintura, en un intento desesperado por financiar su pasaje a Estados Unidos.
Su plan era atravesar España, camino de Lisboa, para embarcarse rumbo a Norteamérica donde le esperaban sus amigos, los también filósofos alemanes y judíos Max Horkheimer y Theodor W. Adorno.
Pero la muerte lo encontró antes. Se había ido de París en 1940, después que las tropas nazis ocuparan la ciudad. Estaba en un hotel en Portbou, un puerto fronterizo español.
Su amigo Theodor Adorno le había ayudado con las visas para moverse en España y luego para poder entrar a Estados Unidos, pero la policía lo detuvo porque no tenía permiso francés. Benjamín, acorralado por la Gestapo, decidió terminar él mismo con su vida antes de caer en manos del nazismo y se suicidó tomando una dosis letal de morfina.
Un día. Si tan solo hubiese decidido esperar un día, ese trágico final no hubiera llegado: al día siguiente de su suicidio, las restricciones que le impedían salir del país, fueron levantadas.
Una nota que dejó antes de suicidarse decía: “En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto sometido. No dispongo de tiempo suficiente para escribir todas las cartas que habría deseado escribir”.
Después de su muerte el Angelus Novus pasó a manos de Adorno, que se la entregó -acatando la última voluntad de Benjamin- a Gerschom Scholem, amigo personal de Benjamín.
Tras la muerte de Scholem, la pintura fue donada por su viuda al Museo de Israel en Jerusalén, desde donde hace cuarenta años observa, impotente, las ruinas que va dejando el pasado a sus pies.
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