DOS VACAS

Según Martín Caparrós, en 2015 —fecha de publicación de El hambre— morían en el mundo 25.000 personas por día por falta de cobertura de requerimientos nutricionales básicos: una persona cada tres segundos. Al mismo tiempo, la agricultura era capaz, en términos globales, de alimentar a unos 12.000 millones de seres humanos, casi el doble de la población mundial. En un pasaje emblemático del primer capítulo, Caparrós le pregunta a Aisha, una mujer de entre 30 y 35 años oriunda de un pueblo del interior de Níger, qué cosa le pediría a un mago, a un genio de la lámpara, que fuera capaz de cumplirle cualquier deseo. La respuesta de la joven es contundente y a la vez desgarradora: una vaca. El periodista, un poco turbado por la timidez del pedido, insiste nuevamente:

 

—Pero lo que te digo es que el mago te puede dar cualquier cosa, lo que le pidas.

—¿De verdad cualquier cosa?

—Sí, lo que le pidas.

—¿Dos vacas? —preguntó ella, y añadió— Con dos sí que nunca más voy a tener hambre. (1)

 

Leí el libro hace casi una década, cuando llevaba pocos meses publicado, y nunca me pude sacar de la cabeza la imagen de esta entrevista. Con la distancia que ofrecen los años, creo que lo que Caparrós quiso transmitir al lector a través de semejante relato era más bien la noción de escasez extrema, con la cual buena parte de las personas que se acercan a su obra podrían no estar del todo familiarizadas. Que una persona le pidiera apenas dos vacas al patrón de las causas imposibles significaba a las claras una cosa: que la posibilidad de hacerse con dos cabezas de ganado para esta mujer era tan remota como la de que el lector de estas líneas consiga la fortuna de Bill Gates, la fama mundial, la cura del cáncer o cualquier otro sueño disparatado y ajeno a la realidad.

Sin embargo, una segunda lectura, una idea que se asoma entre líneas, fue la que me impactó desde un primer instante y la que me devuelve permanentemente a esta cita en distintas conversaciones: la noción de que los órdenes de magnitud con los cuales valoramos la esfera económica dependen estrechamente de nuestras posibilidades reales. Puede parecer un lugar común. Por supuesto que tener una mansión de lujo y moverse en helicóptero es parte de la experiencia cotidiana de un puñado de multimillonarios, que lo asumen como algo habitual, y, al mismo tiempo, es un deseo inalcanzable para buena parte de la sociedad que quisiera poder acceder a un estándar de vida similar. Cabría aquí un análisis más profundo de cómo la sociedad de consumo y los medios de comunicación moldean nuestros deseos para mantenernos en un permanente estado de carencia percibida, pero eso es parte de otra discusión. El punto clave es que existe un sesgo de proyección en la forma en que evaluamos ese desfasaje entre deseo y posibilidades reales a lo largo de toda la escala socioeconómica: al igual que le pasa a Martín Caparrós, asumimos que cualquier persona a la que se le pida que formule un deseo al mago pedirá una cifra millonaria o al menos un auto nuevo en lugar de dos vacas. Esto no es verdad.

Hay muchas, pero muchas personas en este mundo que simplemente quieren las dos vacas. O incluso menos: solamente una bola de mijo o un pedazo de carne a punto de pudrirse rescatado de un contenedor. Lo que fuere para mitigar ese ardor que quema todo el cuerpo, empezando por el estómago y propagándose por toda la dignidad; que embota los sentidos; que entumece los miembros. En pocas palabras: gente que sufre hambre. Y gente que no quiere, más bien necesita un plato de comida caliente antes de que caiga el sol. Mientras escribo estas líneas, y usted las lee, un número incierto de niños, adultos y ancianos encontrarán en este país perdido en el sur del mundo la muerte o la enfermedad por causa del hambre. Sí, en este preciso instante. El número es oscuro porque se esconde a la sombra de un registro deficiente, negligente; o en cajones de tipos que preferirían no tener que leerlo en voz alta y que, por ello, diagraman formas de perfumarlo. En las manos sucias de cuadros que lo estiran en la televisión cuando arrancan una gestión y lo aprietan en el bolsillo casi hasta hacerlo desaparecer cuando se están yendo o pretenden volver más tarde. Según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, en 2024 el 35,5% de niñas, niños y adolescentes sufrió inseguridad alimentaria (con un 16,5% padeciéndola en su forma severa) (2). Este es sencillamente un eufemismo que quiere decir que no tuvieron acceso regular y permanente a alimentos en cantidad y calidad suficientes para sobrevivir. Por otra parte, análisis de registros oficiales referidos en 2013 muestran que el 0,3% de las muertes en ese año se atribuyeron a la desnutrición, cifra que ascendía a 0,8% entre niños de 10 a 14 años, un segmento de la población especialmente vulnerable. (3)

Por algún tiempo, creí entender lo que Aisha y sus dos vacas significaban en realidad. Cual decálogo de estoicismo snob, y con la cadencia de la edición de bolsillo de un best-seller de autoayuda, el texto me susurraba al oído: “al igual que esa pobre chica de Níger, vos también estás programado por tus carencias, todos lo estamos: la modestia de tu vida y la mediocridad de tus aspiraciones son una y la misma cosa.” La realidad modula las expectativas en forma sostenida. Asumiendo la certeza de esta premisa, en una sociedad profundamente desigual y asimétrica como la nuestra, ¿cuáles son las expectativas de las personas en situación de hambre cotidiano? La respuesta es nuevamente la misma: dos vacas (o su equivalente en víveres de supermercado). El hambre crónica, el hambre como endemia, como enfermedad social, muchos años antes de atentar contra la salud y la esperanza de vida cercena algo precioso y fundamental para todo individuo y para cualquier comunidad: los sueños. Una familia hambreada corre un riesgo muy elevado de ver limitado su horizonte de deseo, sus esperanzas y sus proyectos al ámbito de lo estrictamente inmediato, lo urgente —en el universo de Aisha, lo bovino—. Un niño con hambre difícilmente encontrará el momento en el día para, a escondidas de la dictadura de su panza, volcarse a la clandestinidad de actividades más edificantes como la lectura o el arte en cualquiera de sus expresiones. Un adulto con hambre, por su parte, es un esclavo de la coyuntura, condenado a transitar por las calles munido apenas de los ciegos ojos de la necesidad, que ven tan lejos como alcanzan a palpar las manos.

Frente a este panorama, cuesta trabajo entender que la construcción de consenso en torno al hambre sea una tarea tan compleja y que cueste tanto trabajo convencer a una parte del arco político de la necesidad imperiosa de parar la olla. Los comedores comunitarios cumplen una tarea crucial en nuestro país. Llegan ahí donde el Estado canalla ha defraudado su obligación de alimentar a quienes lo necesitan, a devolverle a los hambreados primero la salud y después los sueños. No perdamos de vista que el derecho a la alimentación en Argentina se fundamenta principalmente en la adhesión al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que, por el artículo 75 inciso 22 de la Constitución, tiene jerarquía constitucional, además de haber sido ratificado en 1986 a través de la Ley 23.313 (4). Por algún tiempo, lejos de hacer frente con responsabilidad y suficiencia a estas obligaciones, el Estado Argentino optó por financiar directamente a organizaciones populares, con lo cual las ayudaba a afrontar sus gastos en alimentos, con mayor o menor éxito según la gestión.

No obstante, la administración Milei, haciendo gala de un cinismo que ya ha dejado de sorprender, pero nunca de indignar, tomó la decisión política de desfinanciar comedores comunitarios y merenderos en forma masiva a lo largo y ancho de todo el territorio nacional (5). Semejante acto, solo concebible en el código de deshonor de la casta corporativa, carga las flacas espaldas de las organizaciones de base con un peso desproporcionado que más tarde o más temprano se volverá insostenible y que amenaza con desgarrar los pocos hilos que quedan de un entramado social ya desgastado por la indigencia, el desempleo, la inseguridad y la falta de acceso a oportunidades reales de progreso. Además, la extensión de las medidas de austeridad a otras áreas, como el congelamiento de planes sociales (6,7), complica aún más el panorama frente al empantanamiento de la actividad económica que comienza a mostrar signos de recesión y da cuenta de los límites del modelo libertario. (8)

Es en medio de esta avanzada post-capitalista, en esta vil intentona de despojar a los desheredados hasta de la última chapa, que por fortuna surgen algunas iniciativas anticíclicas de protección de los sectores populares. Es de destacar, por su magnitud, el festival “Ningún pibe con hambre”, cuya primera edición en Córdoba capital tuvo lugar el pasado domingo 15 de noviembre y que viene recorriendo el país desde hace ya algún tiempo. Organizado por el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), este evento solidario tiene el objetivo de recaudar fondos para abastecer de alimentos a espacios de infancias en los barrios populares con la finalidad última de combatir el hambre y la desnutrición infantil en la Argentina. En él participan militantes, colaboradores, referentes barriales y artistas que se entregan a la causa sin exigir otra retribución que la sola satisfacción de haber dado una mano. La recaudación se obtiene a través de entradas solidarias, venta de alimentos y bebidas o mediante suscripciones mensuales a voluntad, que buscan sostener y mejorar el flujo de los aportes, para los contribuyentes más comprometidos.

Ahora bien, cabe plantearnos el siguiente interrogante: ¿es justo que el derecho constitucional a la alimentación dependa de festivales solidarios, colectas barriales y del sacrificio cotidiano de quienes ya tienen demasiado poco? Es evidente que el Estado es el único actor social en condiciones de posicionarse como garante de ese derecho y que su renuncia a sostener ese rol hace que la desnutrición deje de ser un daño colateral del sistema para pasar a ser una política pública por omisión. Si existen condiciones estructurales para combatir el hambre y renunciamos voluntariamente a hacerlo, entonces toda hambre es política. El hambre programada.

En esta discusión aparece una referencia imprescindible: Thomas Piketty. No porque venga a revelarnos algo que no sepamos —que nos encaminamos hacia niveles de desigualdad inéditos en tiempos modernos y que la desigualdad extrema aplasta la movilidad social, estanca la actividad económica y solo genera exclusión— sino porque ofrece un diagnóstico preciso, una rara avis en nuestros días. Piketty sostiene que el hambre no es una tragedia natural ni un fenómeno cultural: es el producto directo de sistemas fiscales diseñados para proteger patrimonios obscenos mientras recortan, una y otra vez, los derechos de las mayorías. Eso que llamamos “austeridad” no es otra cosa que la decisión política de sostener privilegios.

En El capital en el siglo XXI, Piketty desarrolla, con fundamento histórico, cómo una fiscalidad progresiva, con menor injerencia de impuestos flat tax (que aplican el mismo porcentaje independientemente del nivel de ingresos) y mayor presión sobre las herencias y el capital, contribuyó al desarrollo de sociedades más dinámicas, a la reducción de la desigualdad con la consecuente consolidación de una clase media y al progreso económico en Europa y Estados Unidos a mediados del siglo XX, y cómo las reformas fiscales regresivas de los años 1970 y 1980 participaron en la reversión de esa tendencia. Gran parte del crecimiento del ingreso desde entonces ha sido capturada por el 10% (y muy especialmente por el 1%) de más altos ingresos. La conclusión central de Piketty es clara: la política fiscal importa, y mucho, en la definición de un modelo de sociedad, ya que inclina de manera decisiva el reparto de la riqueza y el ingreso. (9)

Desde esa perspectiva, gravar fortunas desmesuradas, herencias gigantescas y rentas altísimas no es una revancha de clase, como algunos sectores pretenden hacer creer al resto: es una medida de supervivencia colectiva. Un Estado que renuncia a cuestionar la sacralidad de las fortunas acumuladas al tiempo que decide financiarse a través del hambre de los sectores más desfavorecidos, lejos de ser un Estado austero, es en realidad un Estado cómplice del poder económico. En otras palabras, un títere.

Con algo de suerte (y voluntad política), tal vez quienes vengan a salvarnos del hambre negra y asesina en la hora postrera no sean ni magos ni filántropos, sino tributos.

 


Bibliografía:

  1. Caparrós, Martín. El hambre. Barcelona: Anagrama, 2016.
  2. https://uca.edu.ar/es/noticias/inseguridad-alimentaria-en-la-infancia-argentina-un-problema-estructural-observado-en-la-coyuntura-actual
  3. https://chequeado.com/ultimas-noticias/infobae-cada-10-horas-muere-una-persona-por-desnutricion-en-la-argentina/
  4. https://www.ohchr.org/es/instruments-mechanisms/instruments/international-covenant-economic-social-and-cultural-rights
  5. https://www.tiempoar.com.ar/ta_article/rascar-la-olla-el-desfinanciamiento-de-los-comedores/
  6. https://www.perfil.com/noticias/politica/el-congelamiento-de-los-planes-le-abre-otro-frente-al-gobierno.phtml
  7. https://prensaobrera.com/movimiento-piquetero/el-gobierno-prepara-un-fuerte-ajuste-en-la-asistencia-social-congelamiento-de-la-auh-y-transformacion-del-programa-volver-al-trabajo
  8. https://www.infobae.com/economia/2025/10/22/la-probabilidad-de-que-la-argentina-caiga-en-recesion-se-mantiene-casi-en-100-segun-la-universidad-di-tella/
  9. Piketty, Thomas. El capital en el siglo XXI. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2014.

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