PREJUICIO
Era alrededor de las dos y media de la tarde, en pleno febrero del año 1994. Se encontraba estudiando una de las tantas materias que se había llevado a fin de año. Mientras estaba sentado en la silla de la cocina con las paredes descascaras por el paso del tiempo y miraba la pileta del patio con el agua impecable anhelando estar ahí dentro, escuchó los primeros gritos. Sonaban de forma lejana hasta que comenzaron a cobrar intensidad lentamente. Venían desde la calle y ya los había escuchado en otras ocasiones, pero nunca con la fuerza y cercanía con la que los oía ahora. Agudizó todos sus sentidos para que no queden dudas de lo que decían.
Como en la mayoría de los pueblos de Santa Fe, en ese horario sagrado se dormía la siesta. Sus abuelos no eran la excepción y no sabía cómo hacer para despertarlos y contarles lo que ocurría. Cuando volvió a oír los gritos siempre repitiendo la misma palabra, no se pudo contener. Salió disparado hacia la habitación, con una mezcla de nervios y ansiedad descomunal. Necesitaba sí o sí de la ayuda de sus abuelos. No sabía cómo reaccionarían y tenía cierto miedo por eso, pero no podía hacer otra cosa con semejantes gritos.
Además, lo desesperaba que esos gritos comenzaran a alejarse otra vez e inmediatamente escuchó el tropel de la corrida de un grupo de personas que pasaron por su vereda. No era solo el tropel, sino también el ruido de la confusión. La ansiedad lo estaba comiendo vivo. Se acercó con rapidez a una ventana que daba a la calle y que estaba con la persiana baja. Trató de otear entre las rendijas de los listones de madera, pero se le hizo imposible visibilizar algo.
Una vez en la habitación de sus abuelos, intentó despertarlos y contarle la importancia de lo que ocurría afuera. Ninguno de los dos abrió los ojos y su abuela sólo atinó a pronunciar un simple, corto y seco “shhh”.
No insistió más, pegó media vuelta y salió corriendo hacia la vereda. Aún seguía escuchando los gritos, aunque ya más apagados y a un par de cuadras de distancia. Los siguió y antes de que llegue al punto del cual se originaban, se silenció casi todo. Sólo quedaba un leve bullicio. Cuando vio la escena, dejó de correr y disminuyó el paso, pasmado por lo que veía. Ya era demasiado tarde. Había un hombre mayor de unos cincuenta años con una gorra blanca, parado junto a una bicicleta. Un grupo de aproximadamente diez niños de alrededor de ocho años formaban un círculo rodeando algo que estaba en el suelo. Cuando José llegó junto a esos chicos, la vio. Ella estaba en el suelo, fría, blanca. Cuando notaron la presencia, los chicos se dieron vuelta y José les miró las manos y la boca. Ese colorido rojizo claro con el que estaban manchados era inconfundible. Miró nuevamente hacia abajo y la angustia lo invadió. La demora en salir de su casa, había sido irreparable. Ella, no sólo estaba fría y blanca, sino también, vacía. La heladera de telgopor ya no tenía más helado de frutilla.
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