A-FOBIA

Parecía una tribu nómade sentada alrededor del fuego, todos juntos para protegerse, para hablar, para sentirse en compañía, para contarse historias, para trasmitir su cultura. 

Eran aproximadamente veinte personas sentadas en forma de semicírculo, frente a la entrada de esa vivienda. Sus asientos eran latas, baldes de plástico, cajones de verduras, sillas de plástico viejas y rotas.  Había una persona, vestida de negro, sentada en una silla de caño con almohadones. Ocupaba el centro de ese semicírculo.

Cuando paramos las camionetas con los ploteos del poder judicial, se dieron vuelta casi al unísono para mirar.  Nos había tenido que acompañar un móvil policial hasta el sitio específico del hecho, un homicidio por arma blanca.

Si bien era en un barrio de la ciudad de Córdoba, la dirección que la unidad judicial nos había pasado era “calle pública, sin número, de barrio Malvinas Argentinas”. Textualmente, el oficio decía “calle pública S/N, Malv. Arg.” Me recordó a cuando mi tía me decía “traéme el cosito ese para poner las cosas”, o cuando de chico me juntaba con mis amigos del barrio, siempre había uno que si se generaba un silencio decía “que te iba a deci´, coso, cómo eh” y no decía absolutamente nada. Pero nos generaba a todos una expectativa tremenda y un desconcierto posterior. Eran todas formas de decir algo sin decir nada, al igual que esta frase que acabo de escribir. 

Cuando encontramos el móvil policial sobre la ruta, nos hizo señas para que lo siguiéramos. Así lo hicimos. Atravesamos el barrio por completo, y cuando llegamos al límite con la zona rural, seguimos la continuación de una calle de tierra que poco a poco se iba superponiendo con unos pastizales secos, amarillentos, que solo dejaban ver la impronta de algún vehículo que ocasionalmente pasara por ahí. 

Desde la polvareda que flotaba en el aire ni bien estacionamos, pude ver el conglomerado de personas sentadas, a través del parabrisas que estaba completamente cagado por las palomas. Prácticamente todos estaban un poco reclinados hacia adelante con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas. Vi cuando todos se dieron vuelta a mirarnos y segundos después se volvieron a girar para mirar a la persona que ocupaba el centro del semicírculo.

Me bajé de la camioneta, tomé nota de algunos datos de importancia para el informe (pero sin importancia en general) y me dirigí hacia la gente. La persona que estaba de negro, sentada al medio, se paró. El resto, como si fuese una ola en un estadio de fútbol, hizo lo mismo. 
Supe que esa persona era la que mandaba.  Había ido aprendiendo con las experiencias que me habían tocado vivir en diferentes hechos, que lo más seguro que teníamos cuando ingresábamos a algún barrio complicado de la ciudad, era buscar al caudillo de la zona. Buscar su complicidad y que nos protegiera durante nuestro tiempo de trabajo en ese barrio. 
Cuando aquella persona se paró, y recién después el resto lo hizo, supe que era el caudillo del lugar. Sin siquiera preguntar, me fui arrimando con paso lento pero decidido. A unos dos o tres metros, noté que era una mujer. Parecía anciana. Tenía un jogging negro harapiento, unas alpargatas con medias grises, una campera negra y un gorro negro de lana con algunos pelos de gato adheridos, que solo permitía que se viera el rostro y que por delante de las orejas se escaparan unos mechones de pelo canoso. 

Buenas tardes dotor –me dijo, muy seria. 

Buenas tardes abuela –le contesté-.

No soy abuela, me mataron los dos hijos y el único nieto que tenía –me retrucó.

Lo único que pude llegar a articular después de eso, fue un muy tímido y débil ¿Cómo se llama?

Alba –me dijo, a secas.  

Cuando la tuve a unos treinta centímetros pude ver su piel de cerca. La piel curtida por el frio, por el sol, por el viento. La piel como expresión superficial de la lucha diaria, de las batallas paulatinas. Esa piel que estaba rojiza, amarronada, casi sin arrugas. Parecía un cuero curtido o cartón. No tenía gestos de expresión. Noté que desde los párpados descendían unas líneas brillosas, secas, como los caminos que suelen dejar las babosas o los caracoles a su paso. Mientras me iba relatando lo que había sucedido, pequeñas gotas de agua caían de sus ojos. En otras personas, yo diría que eran lágrimas, pero Alba no emitía un solo gesto de dolor ni alegría. Sólo le caían esas gotitas de los párpados. Todo lo que tenía para expresar, lo hacía a través de la anatomía de su piel. En todo su espesor se acumulaba el dolor, el sufrimiento, el desengaño, el hambre, la pobreza, la indignación, la resignación.

Con toda tranquilidad me contó como una persona había ingresado a su rancho durante la noche, mientras ella dormía en un colchón tirado en el suelo de tierra, junto a su hijo de 57 años. Ese alguien que había entrado, sin mediar palabra agarró a su hijo de los pelos y con toda velocidad, fuerza y precisión, le deslizo un cuchillo (una “punta” me dijo Alba) por el cuello. Se quedó quietita en el piso, tiesa. Supo que ni ella ni su hijo tenían posibilidades. Su ropa negra probablemente ayudó a que no la vieran en la oscuridad de la noche.

Me contaba todo con una naturalidad impresionante, como quien ha vivido la misma situación más de una vez y ya es baquiano en el tema. Seguí escuchando helado su relato.

Cuando finalizó, se quedó mirándome fijo, con ojos de vidrio. Se me hizo intolerable el silencio y le pregunté:

-¿No tuvo miedo Alba? O mejor dicho, ¿no tiene miedo de seguir acá?

-No le entiendo la pregunta dotor, ¿qué es el miedo?

Ahora, en este momento, mientras escribía el último renglón, me tuve que levantar para tomar un trago de agua. Se me seca la boca y estrangula la garganta al recodar ese instante. Sigo sin poder digerir esa pregunta genuina, sincera y demoledora que me hizo Alba.

1 comentario
  1. Nicolas dice

    Estremecedor relato de alguien que percibe la realidad como propia, de un médico que sabe a la perfección empatizar con el sentimiento ajeno, un amigo del cual espero seguir aprendiendo por mucho tiempo más.
    Graxias por esto Julio.

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